martes, 26 de marzo de 2013
Una educación de béisbol bajo el sol
Jane Gross. TNewYorkTimes. 23-03-20130
Vamos en el carro de la familia, en algún momento de los años cincuenta, en algún lugar al sur de la línea Mason-Dixon. Los anuncios de Burma Shave aun aparecían en las autopistas de dos vías entre Nueva York y Florida, y el motel South of the Border tenía camas que vibraban por 25 centavos y eran la atracción principal del paseo al entrenamiento primaveral para una niña aburrida de este viaje anual de tres días.
Mi padre, Milton Gross, fue el periodista que cubría a los Yanquis para The New York Post entre 1938 y 1949, luego fue el columnista deportivo hasta su muerte en 1973, la mayor parte de mi niñez la pasé haciendo travesuras en un entrenamiento primaveral, me sacaban de la escuela, me daban lecciones escolares bajo un sombrilla en el extremo del Golfo de México, pero principalmente en libertad en St. Petersburg Beach desde febrero hasta abril.
Para un niño, eso era el paraíso- El ahora Don CeSar hotel era un hospital abandonado de la armada, una ruina de estuco rosado, a siete millas de la playa con apartamentos donde los Yanquis y los Cardenales de San Luis tenían su residencia. Hacia el centro, en Corey Avenue, no había mucho más que una funeraria y la Long Key Public Library, que prestaba libros a los niños en tránsito. Hacia las afueras de la ciudad había una choza donde mi madre compraba sopa de coquina, hecha con almejas de agua salada.
El estadio, Miller Huggins Field, era una estructura a punto de caerse, compartido por ambos equipos, trabajaban en turnos compartidos. Algunas veces iba con mi padre, y Whitey Ford, Don Larsen o Sal Maglie me lanzaban. Siempre me daban base por bolas, los grandes decían que eso ocurría porque yo era muy pequeña para tener una zona de strike. Recuerdo que no tenía miedo de ir a batear contra un grandeliga, ni por pasear entre los jugadores de un equipo que ganó 8 de 12 Series Mundiales en aquellos años.
Nadie ha entendido que solo iba a trabajar con mi padre, fuera en el entrenamiento primaveral, en la mesa de prensa del viejo Madison Square Garden o en las entrañas de estadios o arenas, donde yo practicaba a animar el equipo o hacía la tarea escolar mientras él fumaba y confeccionaba la columna en su Olivetti.
Para mí, Toots Shor era solo un restaurant, no un despliegue de celebridades. Los boletos para Ali-Frazier significaban una cita con un muchacho que de otra manera no me tomaría en cuenta. Floyd Patterson nos envió a mi hermano, Michael y a mí postales desde Suecia cuando estuvo allí para pelear con Ingemar Johansson. No tengo idea de donde están ahora.
Cuando le preguntaban mi edad, mi padre decía sin dudar, “Ella nació el año cuando Bucky Harris ganó el banderín”. Eso fue en 1947, también fue el año de la única victoria de Serie Mundial de Harris como manager de los Yanquis. Terminó tercero en 1948, y Casey Stengel se apoderó del cargo por los próximos 12 años.
Era hacia los Yanquis de Stengel donde mi familia viajaba en los caminos de polvo rojo del sur en los años cincuenta, cuando mi padre buscaba una fuente de agua solo para blancos y desarrollaba su discurso anual sobre derechos civiles para Michael (de cinco años) y yo. Lo oía tan a menudo, y lo encontraba tan tedioso, que puedo prácticamente recitarlo de memoria. ¿Por qué no aprecié lo que nos estaba enseñando? ¿Por qué no entendí que el vandalismo externo a nuestro hogar de Long Island en los primeros años de la carrera de Jackie Robinson, más de una década antes del Acto de los Derechos Civiles de 1964, era un punto de honor?
Solo después de leer en este periódico el homenaje a mi padre escrito por Arthur Daley luego de su muerte a los 61 años, entendí.
“Su contribución más notable al arte del periodismo deportivo”, escribió Daley, “fue la forma como trató a los negros. Milt era insensible al color de la piel antes que se pusiera de moda, y fue el primero en escribir de ellos como seres humanos”.
La pregunta que más me hacen de esos inviernos en Florida, que se extendieron desde la escuela primaria y tal vez unos años más, es como mis padres se las ingeniaban con lo que ahora seguramente sería visto como privación educacional. Luego, los administradores de la escuela se pusieron intransigentes sobre dejar que Michael desapareciera con sus libros y las instrucciones de sus maestros de cuanto material sería cubierto en el tiempo de ausencia. Mi padre se iba solo al campo de entrenamientos, como hacen la mayoría de los periodistas deportivos hoy, y nos uníamos a él en las vacaciones de primavera.
A través de los años cincuenta, mi escuela en Florida fue Mrs. McLeod, su primer nombre se me perdió en la memoria, una maestra escocesa jubilada y empleada por las familias, ella nos agrupaba por grados, y avanzaba al paso que fijábamos. Mi clase tenía dos estudiantes, yo y Paul Reichler, cuyo padre, Joseph, cubría el béisbol para The Associated Press y después editó The Baseball Encyclopedia. Paul era un buen estudiante, yo tambien, si hacíamos los deberes en dos horas, estábamos libres.
Paul era un gran competidor que gozaba ganándome en mini-golf, y un arriesgado muchacho a quién seguí en una enfermiza caminata de 14 millas, ida y vuelta, al Don CeSar, buena parte de ella a través de rompeolas desmoronados, con el golfo acechando de ambos lados. Llegamos a casa después del anochecer, y me castigaron. No sé si Paul corrió la misma suerte.
El último lugar que pensé en regresar como adulto fue el entrenamiento primaveral de los Yanquis. Pero hacia finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, ahí estaba, en Fort Lauderdale en vez de St. Pertersburg, responsable del tumulto de Reggie, Billy y George.
El nepotismo me proporcionó mi primer trabajo como revisadora de hechos en Sports Illustrated, una demanda de acción afirmativa mi segundo en el departamento deportivo de Newsday, y finalmente The New York Times. Siempre imprecisa en la regla del infield-fly, tenía un gran Rolodex y entendí los exigentes ritmos de una profesión que no tiene nada que ver con dias feriados o fines de semana, y en los años siguientes me hice la noción de que un niño sentado en la mesa de prensa en Madison Square Garden podía parecer un sueño extravagante.
¿Qué aprendí de mi padre sin saber que estudiaba para el cargo? Todo. ¿Y que me traje conmigo que era de mi total pertenencia? Esos atletas nunca me parecieron celebridades, solo hombres que eran muy buenos en sus trabajos. Pienso que les gustaba eso. La gloria y la envidia que le sigue, es un pesado manto a cargar.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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