viernes, 21 de septiembre de 2018

Desde la plataforma de un camión

Ahora que los Medias Rojas de Boston han asegurado el campeonato de la División Este de la Liga Americana es inevitable recordar aquel juego de playoff del 1 de octubre de 1978 ante los Yanquis de Nueva York, que significó una derrota terrible luego de perder una ventaja de catorce juegos a mediados de julio. Este año, cuando se cumplen 40 de aquella catástrofe, muchos entendidos asomaron como favoritos a los Yanquis, en una especie de reedición de los sucesos de 1978. Esta vez no hubo necesidad de un juego de desempate, los patirrojos se apropiaron del título de su división este 20 de septiembre y aún cuando probablemente se tengan que volver a medir a los Yanquis en la serie divisional, al menos lograron un desquite parcial. A continuación un texto que escribí a partir de varios recuerdos de aquel primero de octubre. Desde la plataforma de un camión Tenía varios días arreglando los pormenores del viaje a Cumaná con Raimundo y Brairo. En julio había terminado el último año de Bachillerato. La emoción de ingresar a una Universidad me hacía andar a una velocidad similar al vuelo de los pájaros. Dos días antes había llenado la planilla del CNU en medio de una lista de requisitos que nos hacía sentir como hombres de negocios. Brairo señaló un renglón al final de la lista. La constancia de antecedentes penales había que sacarla en Cumaná. Papá me dio un billete de cinco bolívares para pagar el carro por puesto. Agarré el radio con forma de cubo negro y lo metí bajo el brazo. Ese día jugaban los Yanquis y los Medias Rojas el partido de desempate para pasar al playoff de la temporada de 1978. Encontré a Raimundo bajo la sombra de la Ceiba al comienzo de la carretera que lleva de Cumanacoa a Cumaná. Habíamos acordado pedir una "cola". Así dispondríamos de un dinero extra para pasear en Cumaná. Cuando el sol arreció entre las ramas del árbol, un camión sin carga se detuvo ante las señas de Raimundo. Varios gritos atravesaron el aire de la tarde. Brairo corría con la voz encerrada en el pecho. Saltamos a la plataforma metálica del camión. La brisa generada por el impulso del vehículo aliviaba el ardor del sol en la piel. Cuando Brairo recuperó el aliento se encaró con Raimundo. _¿Y se iban a ir sin mí? _Dijimos a la una en punto bajo la Ceiba. Ya es la una y media. El viento se llevó los gritos de Brairo. Señaló mi radio. _¿Ya empezó el juego? El ruido del viento impedía escuchar el radio. El juego debía comenzar a la una de la tarde. Bob Lemon, el manager de los Yanquis anunció a Ron Guidry. Don Zimmer se decidió por Mike Torrez. Boston vio evaporarse una ventaja de 14 juegos en el mes de julio. Ahora debía resumir la temporada en un juego. Raimundo enfrentó su voz con el viento. _No vengas a disimular con el juego. Tú te traes algo entre manos. Brairo sonrió. Miró hacia el fondo de la carretera. Un racimo de nísperos se quedó suspendido en la mira cuando su madre lo gritó. Le recordó el viaje a Cumaná. Brairo sólo tuvo tiempo de vestirse. _Si acaso me paré en la casa de Briceida para decirle que seguía pendiente con los nísperos. Me pegué el radio a la oreja y le dí volumen. La voz de Buck Canel vencía al viento. "… es un elevado a la izquierda Yastrzemski espera y se va el primero de los Yanquis con un boleto, cero carreras, cero hits…" A la altura de Tataracual se perdió la señal de la emisora. Carl Yastrzemski acababa de poner adelante a Boston con jonrón solitario. Mi sensación de disgusto se paralizó cuando Raimundo señaló un carro vino tinto que salió de la curva. _¿Ese no es el carro de tu Papá? El Caprice aceleró en la recta de Los Cocos. Distinguí los detalles del carro. Comprendí que estaba en aprietos cuando identifiqué la cara de tío Miguel a través de la ventanilla. Papá bajó la velocidad frente al camión. De inmediato aceleró. La imagen del regaño que me esperaba al regresar a casa apretó mi cuello hasta los confines del corazón. Raimundo se puso las manos alrededor de la boca. Quería saber como iba el juego. Giré el interruptor. La voz de Canel traspasaba una nube de interferencias. "…Chris Chambliss la rueda por las paradas cortas. Rick Burleson la toma y fuerza en segunda a Lou Piniella. Cuando han transcurrido 3 innings y medio. Boston sigue venciendo 1- 0 a los Yanquis…" La tensión del juego diluyó un poco el miedo de tener que explicarle a papá mi presencia en aquel camión. Sabía que tendría que hablar con él un buen rato. Sólo el duelo entre Torrez y Guidry detuvo la preocupación. El camión entró a Cumaná a las dos de la tarde. Nos bajamos frente al cine Paramount. Cuando salté el radio casi cae al pavimento. El volumen aumentó. "…cuando tenemos cinco innings completos Boston sigue venciendo a los Yanquis 1-0. Antes de llegar a la oficina de Identificación y Extranjería pasamos por la casa de mis abuelos maternos. Toqué el timbre varias veces. Busqué una llave en mi bolsillo. Les dije a los muchachos que pasaran. Llamé en todos los cuartos. La soledad saltaba en cada zancada. En el comedor me lancé sobre el televisor. La pantalla mostraba el terreno del Fenway Park. Varios minutos más tarde los comentaristas se disculpaban con la audiencia porque el satélite de transmisión ya no estaría disponible para el juego. Me quedaba el consuelo de haber visto el sencillo con que Jim Rice puso el juego 2-0 al impulsar a Rick Burleson. En Identificación y Extranjería había poca gente. En menos de media hora teníamos la solvencia de antecedentes penales. Atravesamos la calle Ayacucho hasta la plaza Andrés Eloy Blanco. Frente a la muralla del río Manzanares compré una kolita Sifón. El color encarnado se evaporaba en mi paladar con efluvios de refresco. La brisa llenó mis pulmones cuando entramos al puente Guzmán Blanco. Traté de olvidar el ajuste de cuentas que me esperaba al regresar a casa. El bullicio de la Avenida Bermúdez quedaba relegado ante mi búsqueda de argumentos sólidos para justificar mi presencia en la parte trasera del camión. El sol caía a plomo sobre Cumaná. Por mi rostro bajaban ríos de sudor frío. Raimundo me templó el brazo varias veces. _ Mira Alberto. Tarzán sale ahora más temprano. Un tropel de tambores de hojalata me hizo traspasar el laberinto del camión. Un hombre embadurnado en negro humo, esgrimía unas alas de metal y escupía rojo vegetal sobre el asfalto. La gente se arremolinaba alrededor del diablo de Cumaná. Era una tradición popular que se extendía a lo largo del año. Por primera vez no sentí miedo cuando Tarzán agarró el tridente y simuló enterrarlo en el vientre de un desamparado indiecito. Las perolas retumbaban entre mis sienes como el regaño que imaginaba me iba a dar Papá al regresar en la tarde a Cumanacoa. Hasta me di cuenta que el tridente se desviaba milímetros antes de llegar a la piel del indiecito para romper una diminuta vesícula cargada de rojo vegetal. Las mujeres se llevaban las manos a los ojos y gritaban "¡Pobrecito!". Entendía las carreras de los niños por esconderse detrás de las faldas de sus madres. Más de una vez traté de hacerlo y mamá me sacaba de los escondites más rebuscados. No recuerdo otra ocasión que me haya molestado tanto con ella. Ese miedo brutal que me carcomía la boca del estómago regresaba abrochado a tener que enfrentar a papá en la noche. El resto de la tarde nos distrajimos siguiendo los vuelos en picada de los alcatraces sobre el mar en Puerto Sucre. Estuve tentado a prender el radio. Me confié en que los Medias Rojas seguían ganando el juego. Además de que el momento frente al mar despegaba cualquier mente de la rutina diaria, hasta de la amenaza de regaño que me aguardaba en casa. Cuando el sol retozaba en el horizonte apretamos el paso por toda la Avenida Bermúdez hasta llegar a la estación de carros por puesto. Brairo me templó varias veces el brazo a mitad de trayecto. _¿Que te pasa Alberto? Ya con esta son como 3 muchachas bonitas y ni siquiera te das cuenta. Cada paso que daba quería reducirlo al máximo, para llegar a casa el mes siguiente cuando a papá se le hubiese olvidado lo del camión. Las sombras alargaron las dimensiones del carro entre los cocotales de la salida hacia Cumanacoa. En las curvas de Gamero el chofer detuvo el carro. Varias personas levantaban las manos. Sobre el pavimento yacían dos cuerpos. Un olor volátil alborotaba el anochecer. Mientras levantaron el choque quise sintonizar el radio. Sólo salían ruidos de interferencia. El carro llamaba a seguir con una detonación en el escape. El chofer hundió el acelerador y dos nubes blancas salieron del escape. La orina se paralizó en mi vejiga y salí corriendo detrás de unos matorrales. Raimundo me preguntó como iba el juego. Empezó a sonreírse. Dijo que solo los Medias Rojas echaban por la borda una ventaja de catorce juegos en julio. Me lo quedé mirando con ardor en los ojos. Las palabras no salían, igual que la parálisis al ver a Papá desde la plataforma del camión. Brairo recordó que Boston ganaba 2-0. Raimundo estiró los pies debajo del cajín delantero. Recitó las virtudes de un equipo inspirado como los Yanquis. Por algo tenían a un jugador al que llamaban Mister Octubre. Todavía ignoraba que razones le iba a dar a Papá para viajar a Cumaná en un camión. En medio de aquel laberinto emocional emergió el jonrón de Carlton Fisk en la Serie Mundial de 1975. Tomé impulso y le dije a Raimundo que los Yanquis iban a tener que echarle pichón para ganar. A través de la ventanilla sorprendí al sol contagiando de sarampión a las nubes y de azul marino a la noche. La brisa fría fue insuficiente para tratar de explicarme por qué seguía un equipo tan irregular como los Medias Rojas. La desesperación que sentí al ver como perdían juego tras juego mientras los Yanquis ganaban y descontaban la volátil distancia, me hacía volver a los exámenes del Liceo donde llegaba a las últimas preguntas cuando faltaba más de media hora para terminar. No sé por qué me sudaban las manos, solo pensaba en el reloj. Me parecía resbalar por la cuesta de un cerro y no había ninguna mata de donde agarrarme. Al terminar el examen, veía clarito la solución de los problemas. Salía al patio chasqueando el piso con mis zapatos de goma y esquivaba a mis compañeros. El ulular de las chicharras destacaba los últimos relumbrones del atardecer. En las curvas de Bichoroco, Raimundo suspiró y asomó el rostro a la ventanilla. Un carro que venía pidiendo paso desde Cedeño pasó como un trueno. _Así van a pasar los Yanquis. Apreté el puño derecho. La desaparición de la ventaja de catorce juegos permanecía atragantada en mi garganta. La noche cojeó sobre el neumático del chofer. Un olor a caucho quemado borró la carrera por el banderín del Este de la Liga Americana. El chofer dirigió el carro hacia unos matorrales aledaños a la carretera. Raimundo quiso ayudar con el caucho de repuesto. El chofer atravesó la barriga y levantó la mano. _Si quieres me ayudas a aflojar las tuercas. El caucho desinflado me trajo las transmisiones de la serie entre Yanquis y Boston de la primera semana de septiembre. Los Medias Rojas parecían los Osos Revoltosos, quizás Walter Matthau hubiese dicho que sus muchachos lo hacían mejor. Los marcadores de aquellos juegos me hicieron darle de puñetazos a la almohada y hasta al tronco de la mata de guayaba del patio. Todos los juegos se perdieron por más de 3 carreras. Cuando levanté el caucho para meterlo en el baúl del carro divisé en medio de la oscuridad un punto brillante donde varios pedazos de vidrio se hundieron en la goma. Al pasar por Arenas, aproveché las luces y traté de sintonizar la emisora en el radio. Solo escuchaba un ruido de fondo. En el radio del carro solo sonaba música. Frente a la Ceiba de la entrada a Cumanacoa entró la señal de Noti Rumbos con las noticias de las seis de la tarde. Adherí la oreja a la corneta del radio. Raimundo tuvo que gritar para despedirse. -Mira chico, mejor vas pensando que le vas a inventar a tu papá. Olvídate de ese equipo, si perdieron 14 juegos de ventaja seguro que perdieron este también. Seguí caminando por la calle Flores sin voltear a mirar. En la esquina de la escuela la noticia salió del radio como puñal en la espalda. "…y en dramático juego realizado esta tarde en Fenway Park, el torpedero Bucky Dent sentenció a los Medias Rojas de Boston con un cuadrangular ante Mike Torrez en el séptimo inning que puso a ganar a los Yanquis. Desde allí no perdieron la delantera a pesar de los esfuerzos de Carlton Fisk, Jim Rice, Fred Lynn y Carl Yastrzemski quien entregó el último out con un elevado a la tercera base…" Mis pasos tropezaron varias veces con la penumbra del crepúsculo. Una ráfaga de viento entró por mi camisa como un bloque de hielo. Miraba hacia el cielo buscando el azul de la capa de ozono pero solo respiraba vapores espinosos. El parasol de cajas de cartón que había improvisado a un lado del tanque de agua no sería mi refugio preferido las próximas tardes. Subiría al techo de la casa, pero sin la misma emoción de escuchar los nombres de Fisk, Yastrzemski, Eckersley, Evans y compañía. Sería inevitable imaginar como jugarían los Medias Rojas en el playoff. Detuve mis pies en la esquina antes de llegar a casa. Quería que llegase pronto abril para ver a los Medias Rojas desquitarse de los Yanquis. La idea de ver a los Mulos de Manhattan en el lugar que debían ocupar los Patirrojos borraba por completo los gritos de Papá llamándome desde el portal. Si sólo a Luis Tiant le hubiera tocado lanzar uno de aquellos juegos de septiembre a esos Yanquis. A cada paso que daba hacia la casa me parecía avanzar a más velocidad de los 100 kilómetros por hora que rodaba el camión. Mis pies resbalaban en la plataforma. Aunque sentí un estallido en el pecho cuando pasó el carro de Papá lo que permanecía en mi corazón eran los catorce juegos que los Yanquis se habían quitado de encima para dejar en el camino a los bostonianos. Entré a la casa con la mirada en el piso. Tío Miguel me indicó que Papá me esperaba en la oficina. Había cierta dureza en sus mejillas. Quiso detenerme pero ya había empuñado la manilla de la puerta. Papá sacaba unas cuentas en la máquina sumadora. Un estornudo detuvo su tecleo. -¿Te diste cuenta de la imprudencia que cometiste? En mis oídos todavía resonaba la campanita de Noti Rumbos antes de la noticia de la derrota de los Medias Rojas. Bajé la mirada. Papá apagó el cigarrillo. Sus manos apretaron los dedos hacia arriba, parecían llamas ardientes que llegaban hasta sus ojos. Una andanada de venas brotadas inundaron su frente. Por su cuello corrían Orinocos de sudor. Dio dos manotazos sobre el escritorio que me hicieron parpadear. Bajé la mirada. Escondí mis ojos en el último rincón de la oficina. Miraba mis zapatos. Sobre el piso de granito aparecían los dibujos metálicos de la plataforma del camión. Resbalaba en cada curva. Me aferraba al radio en medio del deslizamiento. La voz de Papá quemaba el aire de la oficina, la tensión subió la temperatura de mis ojos. Quería hablar. Papá arremetía con trompetas en la voz. Dos lágrimas asomaron en mis pestañas. La voz de papá viajaba simultánea con la pelota atrapada en el guante de Graig Nettles. Papá gesticulaba y acentuaba las palabras cuando hablaba del camión y la facilidad con que una persona puede salir despedida de su plataforma al mínimo frenazo. Me llevé las manos a la boca varias veces. La pelota rebotaba contra todas las paredes. El concierto de percusión se extendía. Abría los ojos y desviaba la mirada hacia la confluencia de las paredes con el piso. Papá dibujaba una y otra vez como me pude haber caído de la plataforma del camión. Mis manos pasaban sudorosas sobre mi frente, el jonrón de Bucky Dent seguía estallando entre mis sienes. La brisa fría de la carretera seguía pinchando mi rostro en medio de la cinética de la vegetación. Papá subía la voz y saltaba de la plataforma del camión a la oficina. Seguía insistiendo en saber como fue que decidimos montarnos en aquel camión. Mis ojos solo llegaban hasta las rayas de cal del estadio donde los Medias Rojas acababan de ser eliminados por los Yanquis. Los pasos de papá alrededor de la habitación terminaban en explosiones de regaño. Para mí eran sólo chasquidos en medio de la desolación del Fenway Park. El desagrado de Papá aumentaba. En un momento me estremeció por los hombros. Me anunció que pasaría una semana sin la mesada de dos bolívares diarios. Sentí varios aguijones en los ojos. Guarecí el mentón en mi pecho y agarré el pomo de la puerta. Papá se levantó de su silla. Quiso acercarse pero abrí la puerta y salí disparado hacia el porche. En mi mente sintonizaba una y mil veces el radio de cubo negro para ligar el jonrón de Yastrzemski en el noveno inning. Siempre terminaba bateando ese mísero elevado al cuadro. Papá quiso tranquilizarme al ver como me senté en la acera con la cabeza entre las manos _Vamos. No es para tanto. Todos cometemos travesuras a tu edad y después nos reponemos. Mi frente continuaba aferrada a mi antebrazo derecho. Si pero de seguro él no se había antojado de seguir a un equipo que perdiera una ventaja de 14 juego como los Medias Rojas. Reponerse iba a costar 6 largos meses hasta la llegada de abril. Mientras tanto había que aguantar el temporal de los yanquistas. Aquella noche sólo recé una oración "¿Por qué Bucky Dent se tenía que antojar de dar jonrón hoy?". Papá levantó la mirada y respiró profundo. Dio dos palmadas en mi espalda y regresó a la oficina. -No te vayas a quedar mucho tiempo aquí. Ahora el camión corría más rápido, el radio sonaba a toda la voz de Buck Canel. Cada curva casi sacaba al camión de la vía. Mis pies permanecían clavados sobre la plataforma, en busca del inning del jonrón para repetirlo y darle otra oportunidad a Mike Torrez. Un rumor de ráfagas zumbaba en la cola del camión. Me aferré al techo de la cabina. El impacto de varias gotas me hizo voltear. Papá me alzó por los hombros. Le pregunté por qué se trabaja tanto por algo para perderlo todo al final. Papá sacudió el agua de mi camisa. Me dijo que tenía media hora viéndome desde la oficina. -Lo que pasó, es pasado. Ahora debes seguir adelante. Claro, debes corregir los errores. Desde la plataforma del camión trataba de mirar el dugout de los Medias Rojas ¿Estarían pensando en el jonrón de Bucky Dent? ¿Discutirían como harían la próxima temporada para contener a los Yanquis? Me fui hacia el cuarto con la cabeza entre los hombros. La fotografía en el periódico me hizo detenerme en la acera bajo el sol matinal. Carl Yastrzemski en el dugout de los Yanquis felicitando a Reggie Jackson luego del juego. Doblé el periódico y lo metí debajo del brazo. Las piedrecillas volaban al contacto con la punta de mis zapatos. Después de tirar el periódico en el rincón más alejado del cuarto, empezaron a aparecer imágenes más serenas en mi mente. Yastrzemski debía tener mucho carácter y autoestima para entrar al dugout de sus vencedores y reconocerles sus méritos luego de una larga batalla de seis meses. Las próximas dos semanas olvidé por completo los trámites para ingresar a la Universidad. En mi mente solo ebullía el eco del último out a manos de Graig Nettles. Un mediodía el niño de enfrente jugaba con unos globos de helio. El estruendo de un camión vacío sobre la batea de la calle dibujó lágrimas en la cara del niño. Los globos volando sobre la plataforma del camión destaparon mis oídos para escuchar un radio que decía: "La semana entrante vence el plazo para enviar los papeles al CNU". Me levanté sin dejar de mirar la plataforma del camión. En otras noticias decían que Boston había cambiado al lanzador Bill Lee a los Expos de Montreal. Mientras sacaba los papeles de bachillerato de una carpeta regresó a mi mente aquella serie de cuatro juegos en septiembre. "Si al menos Bill Lee hubiese lanzado uno de esos juegos". Salí a la calle para ver si veía al camión solo quedaba el resplandor meridiano. Los globos flotaban muy altos sobre la calle. Alfonso L. Tusa C.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Esquina de las Barajitas: 1969 Topps. Joe Schultz.

Bruce Markusen. Los trabajadores del Salón de la Fama también son aficionados al beisbol y les gusta compartir sus historias. Aquí está la perspectiva de un aficionado desde Cooperstown. Joe Schultz luce feliz en su barajita Topps de 1969. Parece no tener idea de la cercana situación que está por experimentar. Convertirse en el primer manager de los Pilotos de Seattle. Sin mucho talento, o mucha fanaticada, o algo que se acercara a un estadio de grandes ligas, Schultz y los Pilotos enfrentarían la senda de su primera temporada en la historia de la franquicia. Sería la única temporada de Schultz como manager de los Pilotos, quienes lo despidieron al final de la temporada. De hecho, sería la única temporada de los Pilotos. Por eso fue que la franquicia se reubicó abruptamente en Milwaukee, convirtiéndose en Cerveceros antes del inicio de su segunda temporada. En realidad, Schultz tenía muy poco conocimiento de que dirigiría a los Pilotos cuando esa fotografía fue tomada por un fotógrafo de la Topps Gum Company. La fotografía es vieja, tomada en 1967 o 1968, durante el entrenamiento primaveral, cuando Schultz aún era el coach de tercera base de los Cardenales de San Luis. Como los Pilotos aun no jugaban su primer juego, y apenas se habían reportado para el entrenamiento primaveral de 1969, Topps no tenía fotografías actualizadas de Schultz usando el uniforme azul, amarillo y blanco de los Pilotos. Afortunadamente, Topps encontró una foto de archivo de Schultz sin la gorra de los Cardenales. Debido a esa apariencia genérica, la barajita fue diseñada para la colección de 1969. Como se puede ver en su barajita Topps. Schultz tenía poco cabello en su cabeza hacia finales de la década de 1960. Imagino que la mayoría de ese remanente de cabellos se desvaneció durante la temporada de 1969, mientras los Pilotos perdían juego tras juego, frustrando a Schultz y su cuerpo técnico. No hay nada como perder hasta envejecer para un manager de grandes ligas. Los Pilotos perdieron muchos juegos ese verano, acumularon 98 derrotas para terminar últimos en la división oeste de la Liga Americana. Al final de la temporada, Schultz probablemente podía peinarse con una toalla, un cepillo hubiese resultado obsoleto. Aunque Schultz no ganara muchos juegos con los Pilotos, tuvo éxito al forjarse una imagen como uno de los managers más pintorescos de la era de la expansión. Mucho de esa imagen viene del icónico libro de Jim Bouton: Ball Four, el cual muestra muchas historias acerca del manager de los Pilotos que pudieran haber sido tituladas, The World According to Joe Schultz. La historia de Schultz en el beisbol profesional empezó en 1932, cuando apareció en su primer juego de ligas menores, ¡a la edad de 13 años! Es difícil imaginar a un muchacho de 13 años de edad tomar un turno al bate en un juego profesional, y batear un imparable nada menos, pero eso fue exactamente lo que hizo Schultz. En realidad, él era el recogebates de los Buffaloes de Houston, y salió como bateador emergente porque su padre, el manager del equipo, quería darle la oportunidad de tomar un turno en el día final de la temporada. Por supuesto, nada de eso hubiese sido permitido en el beisbol profesional de hoy, para jugar en las ligas menores, los peloteros deben tener al menos 16 años de edad. Siete años luego de su celebrado debut como adolescente, Schultz llegaría a las mayores con los Piratas de Pittsburgh, donde jugó fragmentos de tres temporadas como catcher de reserva. Luego pasó a los Carmelitas de San Luis, donde estuvo seis temporadas, como catcher a medio tiempo y bateador emergente. Como jugador, Schultz tuvo una carrera poco llamativa. Pero fue un catcher inteligente y muy laborioso que mostraba pasión y entusiasmo por el juego. Esa reputación le procuró un trabajo como coach con los Carmelitas en 1949. La temporada siguiente, se convirtió en manager de ligas menores, algo que hizo por 13 temporadas. En 1963, los Cardenales de San Luis lo llevan de vuelta a las mayores como su coach de tercera base. En las próximas seis temporadas, Schultz envió al plato infinidad de corredores, mientras los poderosos Cardenales ganaban los banderines en 1964, 1967 y 1968. Y conquistaban los campeonatos mundiales en 1964 y 1967. A mediados de la temporada de 1968, los aún en período de gestación Pilotos de Seattle le ofrecieron a Schultz la dirección del equipo. Para un hombre de beisbol como Schultz, esa era la oportunidad que había buscado desde que empezó su carrera como coach. Al final de la temporada, los Pilotos llegaron a un acuerdo con Schultz, pero no podían anunciar públicamente la contratación debido a que él todavía era coach de los Cardenales, quienes estaban encaminados a ganar el banderín que los llevaría a la Serie Mundial. La decisión de contratar a Schultz, rumorada desde agosto, se convirtió en el secreto peor guardado del beisbol. Como resultado de los rumores, el nombre de Schultz saldría a la luz pública durante la Serie Mundial de 1968. Mientras las cámaras de la NBC mostraban a Schultz en la caja de coach de los Cardenales, campeones de la Liga Nacional, los narradores Curt Gowdy y Harry Caray se referían a él reiteradamente como “el primer manager en la historia de los Pilotos de Seattle”. Hablaron tan abiertamente del movimiento de Schultz que eso se convirtió en una de las subtramas de la serie entre los Cardenales y los Tigres de Detroit. Finalmente, durante el noveno inning del séptimo juego, el gerente general de los Pilotos, Marvin Milkes anunció oficialmente que Schultz sería el manager de los Pilotos. Para ese momento, Schultz era un nombre muy familiar en el area de San Luis. Se había hecho famoso al apodar a los Cardenales de 1967 como “El Birdos”. Pero más allá del medio oeste, Schultz era un virtual desconocido. Muchos aficionados lo veían como un hombre misterioso, aunque hubiese cumplido 50 años y había trabajado en el beisbol durante casi cuatro décadas. Ciertamente no era una figura de la casa, y no necesariamente una escogencia natural para afrontar el primer año de la franquicia en Seattle. Schultz y los Pilotos confiaban en que él iba a salir del anonimato. En enero y febrero de 1969, Schultz se convirtió en el remolino del programa de banquetes y discursos, se presentó en escuelas primarias, liceos, almuerzos, clubes sociales, organizaciones de fraternidad, cenas formales y casi cualquier tipo de evento público celebrado en el gran noroeste. Se convirtió en el éxito de la programación, al cautivar audiencias con su sorprendente sentido del humor, sus ocurrencias y su entusiasmo por el juego. Día tras día, le decía a cualquiera que escuchara, que los Pilotos eran capaces de jugar beisbol para ganar y que terminarían terceros en la división oeste de la Liga Americana. Debido a su energía y aparente sinceridad, las personas en Seattle empezaron a creer en él. Schultz ayudó a crear algo de entusiasmo general en la fanaticada de Seattle. También crearía revuelo en el entrenamiento primaveral, al impresionar de inmediato a sus peloteros. Cuando los Pilotos llegaron al campamento primaveral, vieron a un manager quien epitomizaba la apariencia de la vieja escuela de managers de la década de 1960. El rostro sonrojado de Schultz, su cabeza calva y físico rechoncho (todos visibles en su barajita Topps de 1969) parecían algo fuera de lugar. Como manager a Schultz le gustaba repetir ciertas frases, las cuales reflejaban algo de la sabiduría simple que adquirió en casi 40 años de experiencia en el beisbol profesional. Una de sus favoritas se refería a su consejo básico de bateo: “Bien muchachos, se trata de una pelota redonda y un bate redondo y hay que batearla de plano”. Schultz tenía el tipo de vocabulario propio de los managers de antaño, rociado con muchas malas palabras de cuatro letras. Había maravillado a sus audiencias de invierno, incluyendo los grupos escolares, con tal lenguaje, pero su manera sazonada de hablar se convirtió en uno de los temas recurrentes de Ball Four. En el capítulo 1 de Junio de Ball Four, Bouton aporta cierta visión interna de las coloridas palabras del manager. Despues que los Pilotos vencieran a los Tigres campeones munidales, Schultz dio a sus peloteros un discurso de victoria. Esto es lo que Bouton escribió: “Joe dio su discurso habitual en el clubhouse: ‘Atáquenlos todo el tiempo. Acribíllenlos. Sean implacables…Saboreen esa Budweiser y vuelvan a vencerlos mañana’”. Quizás la charla más memorable de Schultz ocurrió cuando fue al montículo para hablar con el pitcher John Gelnar. Bouton plasmó esa conversación en Ball Four. Gelnar nos contó de la gran conversación que tuvo con Joe en el montículo. Había dos tipos más ahí y Tom Matchik (de los Tigres) iba a batear. “¡Quieres que le lance de alguna manera en particular, Joe?” preguntó Gelnar. “No, domínalo”, dijo Joe Schultz. “Lánzale duro abajo y después nos vamos a saborear algo de Budweiser”. Saborear algo de Budweiser. Esas palabras se convertirían en sinónimo de Schultz. Una y otra vez, le imploraba a sus Pilotos que terminaran todo y ganaran el juego, para irse a saborerar algo de Budweiser. Schultz disfrutaba su cerveza. Desafortunadamente, los Pilotos tuvieron pocas oportunidades de saborear Budweiser. Empezaron la temporada muy bien, se mantuvieron en el tercer lugar hasta principios de julio pero luego tuvieron una caída prolongada hacia el sótano el resto del camino. Al terminar la temporada, solo habían ganado 64 juegos, lo cual frustró a Schultz, pero no sorprendió a la mayoría de los observadores quienes veían en los Pilotos a un equipo de expansión con poco margen de respetabilidad. Al final de la temporada, los Pilotos decidieron que Schultz era parcialmente responsable de haber terminado en último lugar. Los Pilotos despidieron a Schultz, un hecho que muchos peloteros sintieron que era injusto debido al poco talento que tenía el equipo de Seattle. Don Mincher estaba molesto por el despido. Dijo que Schultz había sido un factor positivo en el clubhouse. “Nos mantuvo batallando”, le dijo Mincher a The Sporting News, “nos animó a través de la peor racha de derrotas”. La mayor parte del tiempo, los peloteros disfrutaban jugando para Schultz, debido a su energía y pasión. Hasta los peloteros quienes no lo veían como un verdadero manager reconocían que Schultz generaba entretenimiento y mantenía el clubhouse animado y relajado. Aunque había perdido su sueño de ser manager luego de solo una temporada, Schultz se propuso mantenerse en el beisbol. Pocas semanas después del despido, aceptó un trabajo como coach de otro equipo de expansión de la Liga Americana, los Reales de Kansas City. Schultz llevó su buen humor con él en su regreso al medio oeste para trabajar con el manager Charlie Metro. Estuvo con los Reales solo una temporada, Schultz se mudó al final del año. En 1971, se unió al cuerpo técnico de los Tigres de Detroit, donde se convirtió en coach del manager Billy Martin. Esa primavera, los Tigres se preparaban para efectuar un juego de exhibición contra los Piratas de Pittsburgh en Bradenton, Fla. Luego de retirarse como pitcher, Jim Bouton ahora trabajaba como reportero deportivo para el canal televisivo ABC y fue asignado para cubrir el juego de entrenamiento primaveral de los Tigres ese día. Ese escenario determinó el primer encuentro entre Schultz y Bouton desde la publicación de Ball Four. Bouton había buscado la reunión con ahínco, pero a Schultz no le había gustado la manera como el pitcher lo había retratado, particularmente como alguien quien constantemente pronunciaba obscenidades. Autorizado por Martin, quien no quería tener que lidiar con Bouton, Schultz abordó a su antiguo pelotero mientras este entrevistaba a los miembros de los Piratas. Schultz le dijo a Bouton con brusquedad que saliera del campo antes que los Tigres empezaran a ejercitarse previo al juego. La reacción de Schultz sorprendió a Bouton. Él sentía que había mostrado a Schultz de manera pintoresca y amigable, de ninguna manera de forma degenerada. “Joe, eras uno de mis favoritos”, dijo Bouton, tratando de razonar con su ex manager. Pero Schultz no escucharía. “Vete de aquí”, gritó Schultz. Bouton salió del campo disgustado. “Había estado esperando por mucho tiempo la oportunidad de poner a Bouton en su lugar”, le dijo Schultz a Martin, de acuerdo al Sporting News. “Me contenta que me haya dado la oportunidad de correrlo”. De muchas maneras, el incidente pareció fuera de lo común para el tipo de personalidad de Schultz, quien generalmente era muy llevadero. Pero pareció malinterpretar la manera como Bouton lo retrató en su libro. Bouton había querido mostrar a Schultz como un héroe pintoresco, pero Schultz interpretó las palabras de Bouton como una burla, una parodia. Schultz permaneció con los Tigres hasta 1973. Cuando los Tigres despidieron a Martin, nombraron a Schultz manager interino, dándole su segunda oportunidad como dirigente. En 28 juegos tuvo una respetable marca de 14-14, y recibió elogios por su trabajo con el equipo, pero los Tigres no consideraron apropiado darle el trabajo a tiempo completo. Schultz no dirigiría otra vez. Schultz se estableció en San Luis para su vida pos-beisbol, allí permaneció por el resto de sus años. En 1989, un artículo de USA Today acerca de los Cardenales de 1964 reportó a Schultz como fallecido, aunque todavía trabajaba en una compañía de suplementos ferroviarios. Cuando el narrador de los Cardenales, Jack Buck, vio a Schultz unos días después, lo saludó diciéndole: “Me alegra ver que has resucitado”. Schultz viviría siete años más, mientras vivía una vida pacífica en San Luis. Finalmente sucumbió a una falla cardíaca en enero de 1996, tenía 77 años de edad. Durante una de sus entrevistas finales, a Schultz le preguntaron por su frase favorita, “saborearr algo de Budweiser”. Su respuesta al Milwaukee Journal fue muy clásica de Schultz. “En este momento tengo una en mi mano”. Entonces Schultz discutió lo que hubiera ocurrido si los Pilotos hubieran seguido con él y lo llevaran a Milwaukee en la mudanza del equipo. Manteniendo su perspectiva, Schultz dijo: “Hubiese estado en una buena ciudad con toda esa cerveza”. ________________________________________ Bruce Markusen es el gerente de Digital and Outreach Learning at the National Baseball Hall of Fame. Ha escrito siete libros de beisbol, incluyendo biografías de Roberto Clemente, Orlando Cepeda y Ted Williams, y A BaseballDynasty: Charlie Finley’s Swingin’ A`s, el cual fue premiado con la Seymour Medal de SABR. Traducción: Alfonso L. Tusa C.