viernes, 21 de septiembre de 2018

Desde la plataforma de un camión

Ahora que los Medias Rojas de Boston han asegurado el campeonato de la División Este de la Liga Americana es inevitable recordar aquel juego de playoff del 1 de octubre de 1978 ante los Yanquis de Nueva York, que significó una derrota terrible luego de perder una ventaja de catorce juegos a mediados de julio. Este año, cuando se cumplen 40 de aquella catástrofe, muchos entendidos asomaron como favoritos a los Yanquis, en una especie de reedición de los sucesos de 1978. Esta vez no hubo necesidad de un juego de desempate, los patirrojos se apropiaron del título de su división este 20 de septiembre y aún cuando probablemente se tengan que volver a medir a los Yanquis en la serie divisional, al menos lograron un desquite parcial. A continuación un texto que escribí a partir de varios recuerdos de aquel primero de octubre. Desde la plataforma de un camión Tenía varios días arreglando los pormenores del viaje a Cumaná con Raimundo y Brairo. En julio había terminado el último año de Bachillerato. La emoción de ingresar a una Universidad me hacía andar a una velocidad similar al vuelo de los pájaros. Dos días antes había llenado la planilla del CNU en medio de una lista de requisitos que nos hacía sentir como hombres de negocios. Brairo señaló un renglón al final de la lista. La constancia de antecedentes penales había que sacarla en Cumaná. Papá me dio un billete de cinco bolívares para pagar el carro por puesto. Agarré el radio con forma de cubo negro y lo metí bajo el brazo. Ese día jugaban los Yanquis y los Medias Rojas el partido de desempate para pasar al playoff de la temporada de 1978. Encontré a Raimundo bajo la sombra de la Ceiba al comienzo de la carretera que lleva de Cumanacoa a Cumaná. Habíamos acordado pedir una "cola". Así dispondríamos de un dinero extra para pasear en Cumaná. Cuando el sol arreció entre las ramas del árbol, un camión sin carga se detuvo ante las señas de Raimundo. Varios gritos atravesaron el aire de la tarde. Brairo corría con la voz encerrada en el pecho. Saltamos a la plataforma metálica del camión. La brisa generada por el impulso del vehículo aliviaba el ardor del sol en la piel. Cuando Brairo recuperó el aliento se encaró con Raimundo. _¿Y se iban a ir sin mí? _Dijimos a la una en punto bajo la Ceiba. Ya es la una y media. El viento se llevó los gritos de Brairo. Señaló mi radio. _¿Ya empezó el juego? El ruido del viento impedía escuchar el radio. El juego debía comenzar a la una de la tarde. Bob Lemon, el manager de los Yanquis anunció a Ron Guidry. Don Zimmer se decidió por Mike Torrez. Boston vio evaporarse una ventaja de 14 juegos en el mes de julio. Ahora debía resumir la temporada en un juego. Raimundo enfrentó su voz con el viento. _No vengas a disimular con el juego. Tú te traes algo entre manos. Brairo sonrió. Miró hacia el fondo de la carretera. Un racimo de nísperos se quedó suspendido en la mira cuando su madre lo gritó. Le recordó el viaje a Cumaná. Brairo sólo tuvo tiempo de vestirse. _Si acaso me paré en la casa de Briceida para decirle que seguía pendiente con los nísperos. Me pegué el radio a la oreja y le dí volumen. La voz de Buck Canel vencía al viento. "… es un elevado a la izquierda Yastrzemski espera y se va el primero de los Yanquis con un boleto, cero carreras, cero hits…" A la altura de Tataracual se perdió la señal de la emisora. Carl Yastrzemski acababa de poner adelante a Boston con jonrón solitario. Mi sensación de disgusto se paralizó cuando Raimundo señaló un carro vino tinto que salió de la curva. _¿Ese no es el carro de tu Papá? El Caprice aceleró en la recta de Los Cocos. Distinguí los detalles del carro. Comprendí que estaba en aprietos cuando identifiqué la cara de tío Miguel a través de la ventanilla. Papá bajó la velocidad frente al camión. De inmediato aceleró. La imagen del regaño que me esperaba al regresar a casa apretó mi cuello hasta los confines del corazón. Raimundo se puso las manos alrededor de la boca. Quería saber como iba el juego. Giré el interruptor. La voz de Canel traspasaba una nube de interferencias. "…Chris Chambliss la rueda por las paradas cortas. Rick Burleson la toma y fuerza en segunda a Lou Piniella. Cuando han transcurrido 3 innings y medio. Boston sigue venciendo 1- 0 a los Yanquis…" La tensión del juego diluyó un poco el miedo de tener que explicarle a papá mi presencia en aquel camión. Sabía que tendría que hablar con él un buen rato. Sólo el duelo entre Torrez y Guidry detuvo la preocupación. El camión entró a Cumaná a las dos de la tarde. Nos bajamos frente al cine Paramount. Cuando salté el radio casi cae al pavimento. El volumen aumentó. "…cuando tenemos cinco innings completos Boston sigue venciendo a los Yanquis 1-0. Antes de llegar a la oficina de Identificación y Extranjería pasamos por la casa de mis abuelos maternos. Toqué el timbre varias veces. Busqué una llave en mi bolsillo. Les dije a los muchachos que pasaran. Llamé en todos los cuartos. La soledad saltaba en cada zancada. En el comedor me lancé sobre el televisor. La pantalla mostraba el terreno del Fenway Park. Varios minutos más tarde los comentaristas se disculpaban con la audiencia porque el satélite de transmisión ya no estaría disponible para el juego. Me quedaba el consuelo de haber visto el sencillo con que Jim Rice puso el juego 2-0 al impulsar a Rick Burleson. En Identificación y Extranjería había poca gente. En menos de media hora teníamos la solvencia de antecedentes penales. Atravesamos la calle Ayacucho hasta la plaza Andrés Eloy Blanco. Frente a la muralla del río Manzanares compré una kolita Sifón. El color encarnado se evaporaba en mi paladar con efluvios de refresco. La brisa llenó mis pulmones cuando entramos al puente Guzmán Blanco. Traté de olvidar el ajuste de cuentas que me esperaba al regresar a casa. El bullicio de la Avenida Bermúdez quedaba relegado ante mi búsqueda de argumentos sólidos para justificar mi presencia en la parte trasera del camión. El sol caía a plomo sobre Cumaná. Por mi rostro bajaban ríos de sudor frío. Raimundo me templó el brazo varias veces. _ Mira Alberto. Tarzán sale ahora más temprano. Un tropel de tambores de hojalata me hizo traspasar el laberinto del camión. Un hombre embadurnado en negro humo, esgrimía unas alas de metal y escupía rojo vegetal sobre el asfalto. La gente se arremolinaba alrededor del diablo de Cumaná. Era una tradición popular que se extendía a lo largo del año. Por primera vez no sentí miedo cuando Tarzán agarró el tridente y simuló enterrarlo en el vientre de un desamparado indiecito. Las perolas retumbaban entre mis sienes como el regaño que imaginaba me iba a dar Papá al regresar en la tarde a Cumanacoa. Hasta me di cuenta que el tridente se desviaba milímetros antes de llegar a la piel del indiecito para romper una diminuta vesícula cargada de rojo vegetal. Las mujeres se llevaban las manos a los ojos y gritaban "¡Pobrecito!". Entendía las carreras de los niños por esconderse detrás de las faldas de sus madres. Más de una vez traté de hacerlo y mamá me sacaba de los escondites más rebuscados. No recuerdo otra ocasión que me haya molestado tanto con ella. Ese miedo brutal que me carcomía la boca del estómago regresaba abrochado a tener que enfrentar a papá en la noche. El resto de la tarde nos distrajimos siguiendo los vuelos en picada de los alcatraces sobre el mar en Puerto Sucre. Estuve tentado a prender el radio. Me confié en que los Medias Rojas seguían ganando el juego. Además de que el momento frente al mar despegaba cualquier mente de la rutina diaria, hasta de la amenaza de regaño que me aguardaba en casa. Cuando el sol retozaba en el horizonte apretamos el paso por toda la Avenida Bermúdez hasta llegar a la estación de carros por puesto. Brairo me templó varias veces el brazo a mitad de trayecto. _¿Que te pasa Alberto? Ya con esta son como 3 muchachas bonitas y ni siquiera te das cuenta. Cada paso que daba quería reducirlo al máximo, para llegar a casa el mes siguiente cuando a papá se le hubiese olvidado lo del camión. Las sombras alargaron las dimensiones del carro entre los cocotales de la salida hacia Cumanacoa. En las curvas de Gamero el chofer detuvo el carro. Varias personas levantaban las manos. Sobre el pavimento yacían dos cuerpos. Un olor volátil alborotaba el anochecer. Mientras levantaron el choque quise sintonizar el radio. Sólo salían ruidos de interferencia. El carro llamaba a seguir con una detonación en el escape. El chofer hundió el acelerador y dos nubes blancas salieron del escape. La orina se paralizó en mi vejiga y salí corriendo detrás de unos matorrales. Raimundo me preguntó como iba el juego. Empezó a sonreírse. Dijo que solo los Medias Rojas echaban por la borda una ventaja de catorce juegos en julio. Me lo quedé mirando con ardor en los ojos. Las palabras no salían, igual que la parálisis al ver a Papá desde la plataforma del camión. Brairo recordó que Boston ganaba 2-0. Raimundo estiró los pies debajo del cajín delantero. Recitó las virtudes de un equipo inspirado como los Yanquis. Por algo tenían a un jugador al que llamaban Mister Octubre. Todavía ignoraba que razones le iba a dar a Papá para viajar a Cumaná en un camión. En medio de aquel laberinto emocional emergió el jonrón de Carlton Fisk en la Serie Mundial de 1975. Tomé impulso y le dije a Raimundo que los Yanquis iban a tener que echarle pichón para ganar. A través de la ventanilla sorprendí al sol contagiando de sarampión a las nubes y de azul marino a la noche. La brisa fría fue insuficiente para tratar de explicarme por qué seguía un equipo tan irregular como los Medias Rojas. La desesperación que sentí al ver como perdían juego tras juego mientras los Yanquis ganaban y descontaban la volátil distancia, me hacía volver a los exámenes del Liceo donde llegaba a las últimas preguntas cuando faltaba más de media hora para terminar. No sé por qué me sudaban las manos, solo pensaba en el reloj. Me parecía resbalar por la cuesta de un cerro y no había ninguna mata de donde agarrarme. Al terminar el examen, veía clarito la solución de los problemas. Salía al patio chasqueando el piso con mis zapatos de goma y esquivaba a mis compañeros. El ulular de las chicharras destacaba los últimos relumbrones del atardecer. En las curvas de Bichoroco, Raimundo suspiró y asomó el rostro a la ventanilla. Un carro que venía pidiendo paso desde Cedeño pasó como un trueno. _Así van a pasar los Yanquis. Apreté el puño derecho. La desaparición de la ventaja de catorce juegos permanecía atragantada en mi garganta. La noche cojeó sobre el neumático del chofer. Un olor a caucho quemado borró la carrera por el banderín del Este de la Liga Americana. El chofer dirigió el carro hacia unos matorrales aledaños a la carretera. Raimundo quiso ayudar con el caucho de repuesto. El chofer atravesó la barriga y levantó la mano. _Si quieres me ayudas a aflojar las tuercas. El caucho desinflado me trajo las transmisiones de la serie entre Yanquis y Boston de la primera semana de septiembre. Los Medias Rojas parecían los Osos Revoltosos, quizás Walter Matthau hubiese dicho que sus muchachos lo hacían mejor. Los marcadores de aquellos juegos me hicieron darle de puñetazos a la almohada y hasta al tronco de la mata de guayaba del patio. Todos los juegos se perdieron por más de 3 carreras. Cuando levanté el caucho para meterlo en el baúl del carro divisé en medio de la oscuridad un punto brillante donde varios pedazos de vidrio se hundieron en la goma. Al pasar por Arenas, aproveché las luces y traté de sintonizar la emisora en el radio. Solo escuchaba un ruido de fondo. En el radio del carro solo sonaba música. Frente a la Ceiba de la entrada a Cumanacoa entró la señal de Noti Rumbos con las noticias de las seis de la tarde. Adherí la oreja a la corneta del radio. Raimundo tuvo que gritar para despedirse. -Mira chico, mejor vas pensando que le vas a inventar a tu papá. Olvídate de ese equipo, si perdieron 14 juegos de ventaja seguro que perdieron este también. Seguí caminando por la calle Flores sin voltear a mirar. En la esquina de la escuela la noticia salió del radio como puñal en la espalda. "…y en dramático juego realizado esta tarde en Fenway Park, el torpedero Bucky Dent sentenció a los Medias Rojas de Boston con un cuadrangular ante Mike Torrez en el séptimo inning que puso a ganar a los Yanquis. Desde allí no perdieron la delantera a pesar de los esfuerzos de Carlton Fisk, Jim Rice, Fred Lynn y Carl Yastrzemski quien entregó el último out con un elevado a la tercera base…" Mis pasos tropezaron varias veces con la penumbra del crepúsculo. Una ráfaga de viento entró por mi camisa como un bloque de hielo. Miraba hacia el cielo buscando el azul de la capa de ozono pero solo respiraba vapores espinosos. El parasol de cajas de cartón que había improvisado a un lado del tanque de agua no sería mi refugio preferido las próximas tardes. Subiría al techo de la casa, pero sin la misma emoción de escuchar los nombres de Fisk, Yastrzemski, Eckersley, Evans y compañía. Sería inevitable imaginar como jugarían los Medias Rojas en el playoff. Detuve mis pies en la esquina antes de llegar a casa. Quería que llegase pronto abril para ver a los Medias Rojas desquitarse de los Yanquis. La idea de ver a los Mulos de Manhattan en el lugar que debían ocupar los Patirrojos borraba por completo los gritos de Papá llamándome desde el portal. Si sólo a Luis Tiant le hubiera tocado lanzar uno de aquellos juegos de septiembre a esos Yanquis. A cada paso que daba hacia la casa me parecía avanzar a más velocidad de los 100 kilómetros por hora que rodaba el camión. Mis pies resbalaban en la plataforma. Aunque sentí un estallido en el pecho cuando pasó el carro de Papá lo que permanecía en mi corazón eran los catorce juegos que los Yanquis se habían quitado de encima para dejar en el camino a los bostonianos. Entré a la casa con la mirada en el piso. Tío Miguel me indicó que Papá me esperaba en la oficina. Había cierta dureza en sus mejillas. Quiso detenerme pero ya había empuñado la manilla de la puerta. Papá sacaba unas cuentas en la máquina sumadora. Un estornudo detuvo su tecleo. -¿Te diste cuenta de la imprudencia que cometiste? En mis oídos todavía resonaba la campanita de Noti Rumbos antes de la noticia de la derrota de los Medias Rojas. Bajé la mirada. Papá apagó el cigarrillo. Sus manos apretaron los dedos hacia arriba, parecían llamas ardientes que llegaban hasta sus ojos. Una andanada de venas brotadas inundaron su frente. Por su cuello corrían Orinocos de sudor. Dio dos manotazos sobre el escritorio que me hicieron parpadear. Bajé la mirada. Escondí mis ojos en el último rincón de la oficina. Miraba mis zapatos. Sobre el piso de granito aparecían los dibujos metálicos de la plataforma del camión. Resbalaba en cada curva. Me aferraba al radio en medio del deslizamiento. La voz de Papá quemaba el aire de la oficina, la tensión subió la temperatura de mis ojos. Quería hablar. Papá arremetía con trompetas en la voz. Dos lágrimas asomaron en mis pestañas. La voz de papá viajaba simultánea con la pelota atrapada en el guante de Graig Nettles. Papá gesticulaba y acentuaba las palabras cuando hablaba del camión y la facilidad con que una persona puede salir despedida de su plataforma al mínimo frenazo. Me llevé las manos a la boca varias veces. La pelota rebotaba contra todas las paredes. El concierto de percusión se extendía. Abría los ojos y desviaba la mirada hacia la confluencia de las paredes con el piso. Papá dibujaba una y otra vez como me pude haber caído de la plataforma del camión. Mis manos pasaban sudorosas sobre mi frente, el jonrón de Bucky Dent seguía estallando entre mis sienes. La brisa fría de la carretera seguía pinchando mi rostro en medio de la cinética de la vegetación. Papá subía la voz y saltaba de la plataforma del camión a la oficina. Seguía insistiendo en saber como fue que decidimos montarnos en aquel camión. Mis ojos solo llegaban hasta las rayas de cal del estadio donde los Medias Rojas acababan de ser eliminados por los Yanquis. Los pasos de papá alrededor de la habitación terminaban en explosiones de regaño. Para mí eran sólo chasquidos en medio de la desolación del Fenway Park. El desagrado de Papá aumentaba. En un momento me estremeció por los hombros. Me anunció que pasaría una semana sin la mesada de dos bolívares diarios. Sentí varios aguijones en los ojos. Guarecí el mentón en mi pecho y agarré el pomo de la puerta. Papá se levantó de su silla. Quiso acercarse pero abrí la puerta y salí disparado hacia el porche. En mi mente sintonizaba una y mil veces el radio de cubo negro para ligar el jonrón de Yastrzemski en el noveno inning. Siempre terminaba bateando ese mísero elevado al cuadro. Papá quiso tranquilizarme al ver como me senté en la acera con la cabeza entre las manos _Vamos. No es para tanto. Todos cometemos travesuras a tu edad y después nos reponemos. Mi frente continuaba aferrada a mi antebrazo derecho. Si pero de seguro él no se había antojado de seguir a un equipo que perdiera una ventaja de 14 juego como los Medias Rojas. Reponerse iba a costar 6 largos meses hasta la llegada de abril. Mientras tanto había que aguantar el temporal de los yanquistas. Aquella noche sólo recé una oración "¿Por qué Bucky Dent se tenía que antojar de dar jonrón hoy?". Papá levantó la mirada y respiró profundo. Dio dos palmadas en mi espalda y regresó a la oficina. -No te vayas a quedar mucho tiempo aquí. Ahora el camión corría más rápido, el radio sonaba a toda la voz de Buck Canel. Cada curva casi sacaba al camión de la vía. Mis pies permanecían clavados sobre la plataforma, en busca del inning del jonrón para repetirlo y darle otra oportunidad a Mike Torrez. Un rumor de ráfagas zumbaba en la cola del camión. Me aferré al techo de la cabina. El impacto de varias gotas me hizo voltear. Papá me alzó por los hombros. Le pregunté por qué se trabaja tanto por algo para perderlo todo al final. Papá sacudió el agua de mi camisa. Me dijo que tenía media hora viéndome desde la oficina. -Lo que pasó, es pasado. Ahora debes seguir adelante. Claro, debes corregir los errores. Desde la plataforma del camión trataba de mirar el dugout de los Medias Rojas ¿Estarían pensando en el jonrón de Bucky Dent? ¿Discutirían como harían la próxima temporada para contener a los Yanquis? Me fui hacia el cuarto con la cabeza entre los hombros. La fotografía en el periódico me hizo detenerme en la acera bajo el sol matinal. Carl Yastrzemski en el dugout de los Yanquis felicitando a Reggie Jackson luego del juego. Doblé el periódico y lo metí debajo del brazo. Las piedrecillas volaban al contacto con la punta de mis zapatos. Después de tirar el periódico en el rincón más alejado del cuarto, empezaron a aparecer imágenes más serenas en mi mente. Yastrzemski debía tener mucho carácter y autoestima para entrar al dugout de sus vencedores y reconocerles sus méritos luego de una larga batalla de seis meses. Las próximas dos semanas olvidé por completo los trámites para ingresar a la Universidad. En mi mente solo ebullía el eco del último out a manos de Graig Nettles. Un mediodía el niño de enfrente jugaba con unos globos de helio. El estruendo de un camión vacío sobre la batea de la calle dibujó lágrimas en la cara del niño. Los globos volando sobre la plataforma del camión destaparon mis oídos para escuchar un radio que decía: "La semana entrante vence el plazo para enviar los papeles al CNU". Me levanté sin dejar de mirar la plataforma del camión. En otras noticias decían que Boston había cambiado al lanzador Bill Lee a los Expos de Montreal. Mientras sacaba los papeles de bachillerato de una carpeta regresó a mi mente aquella serie de cuatro juegos en septiembre. "Si al menos Bill Lee hubiese lanzado uno de esos juegos". Salí a la calle para ver si veía al camión solo quedaba el resplandor meridiano. Los globos flotaban muy altos sobre la calle. Alfonso L. Tusa C.

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