lunes, 1 de abril de 2013

Ruth Ann Steinhagen fallece a los 83; le disparó a un beisbolista.

Bruce Webber. TNewYorkTimes. 23-03-2013. La noche del 14 de junio de 1949, una mujer joven le dio una inmensa propina, 5 $, a un recepcionista del Edgewater Beach Hotel de Chicago para entregar una nota a otro cliente, Eddie Waitkus, el primera base de los Filis de Filadelfia, que visitaban la ciudad para jugar con los Cachorros. Los dos nunca se habían encontrado, pero ella necesitaba verlo, explicaba en la nota, en la cual se llamaba Ruth Anne Burns. ¿Podía él ir a su habitación? Ella ordenó dos cocteles de whisky y un daiquirí al servicio de habitación y los bebió mientras esperaba. Waitkus recibió la nota tarde en la noche y telefoneó a su habitación a eso de las 11 p.m. Cuando ella contestó, dijo que se había acostado y necesitaba vestirse. ¿La esperaría media hora y luego tocaría la puerta? La mujer, mecanógrafa de 19 años en una compañía de seguros, cuyo verdadero nombre era Ruth Ann Steinhagen, planeaba apuñalear a Waitkus con un cuchillo cuando él entrara a la habitación, dijo después. Pero luego que ella abrió la puerta, el le pasó por un lado y se sentó en una silla. Entonces ella fue al armario y sacó un rifle calibre .22 que había comprado hacía poco. “Tengo una sorpresa para ti”, le dijo. Apuntándolo, lo forzó a levantarse y moverse hacia la ventana. “Me has estado molestando por dos años, y ahora vas a morir”, le dijo a Waitkus, de acuerdo a un titular del The New York Times. Luego le disparó. La historia fue una sensación en los periódicos, y un antecedente a una míriada de ataques a celebridades en décadas posteriores, incluyendo el asesinato de John Lennon y el ataque a cuchillo en plena cancha de la tenista Monica Seles. Waitkus sobrevivió, el impacto fue en el lado derecho del pecho, y regresó al béisbol la próxima temporada. Ms. Steinhagen fue arrestada y acusada de asalto con intento de asesinato. Pero menos de tres semanas después del disparo, un juez la declaro enferma y la internó en un hospital psiquiátrico, donde pasó tres años. No tuvo más pena. Poco se sabe de su vida posterior, excepto que en 1970, se mudó a una casa pequeña del norte de Chicago con sus padres y su hermana, a todos los cuales sobrevivió. Era una existencia tan reclusiva que cuando murió el 29 de diciembre, a los 83 años, su muerte pasó por debajo de la mesa hasta que el Chicago Tribune la reportó el 15 de marzo. El periódico informó que la noticia de su muerte se atravesó cuando investigaban registros públicos para otro artículo. Anthony Brucci, el investigador principal de la oficina de examinadores médicos de Cook County en Illinois, dijo que la causa de la muerte fue un hematoma subdural a consecuencia de una caída. Ms Steinhagen no deja supervivientes directos. El encuentro en el Edgewater Beach Hotel fue recreado por Bernard Malamud, quien ubicó un evento similar en la sección inicial de su novela de 1952 "The Natural", la cual presenta al béisbol como una fuente de mitología norteamericana. Fue adaptada en una película de 1984 protagonizada por Robert Redford como el pelotero ficticio Roy Hobbs, cuyo ascenso al estrellato es interrumpido por una seductora mujer, interpretada por Barbara Hershey, quién lo invita a un hotel y le dispara. Ruth Catherine Steinhagen nació en Cicero, Ill., el 23 de diciembre de 1929, y se graduó en una secundaria de Chicago, de acuerdo a una biografía de Waitkus de 2002, "Basebal's Natural", de John Theodore. Cuando era una muchacha adoptó el nombre de Ann. Ms. Steinhagen tenía tendencia a enamorarse de hombres inalcanzables. Le dijo a la policía que antes de que empezara a fijarse en Waitkus, había fracasado con la estrella cinematográfica Alan Ladd y un infielder de los Cachorros, Peanuts Lowrey. Se obsesionó con Waitkus durante las tres temporadas que este jugó con los Cachorros, coleccionaba fotografías de él y hablaba de él a toda hora, dijo su familia luego del disparo. Cuando Waitkus fue cambiado a Filadelfia luego de la temporada de 1948, ella tuvo un descalabro emocional, le dijo su madre a los reporteros, y se mudó a un apartamento pequeño donde construyó una especie de santuario para Waitkus. Mr. Theodore escribió que como Waitkus era del area de Boston, ella desarrolló un gusto desbordado por el guisado de frijoles. Debido a que Waitkus era descendiente de lituanos, ella estudió lituano. “Lo vi por primera vez en 1947”, dijo Ms. Steinhagen de Waitkus en una nota autobiográfica que escribió luego del intento de asesinato, bajo la guía de un psiquiatra nombrado por la corte. “Solía ir a todos los juegos sólo para verlo. Solíamos esperarlos a que salieran del clubhouse después de los juegos, y todo el tiempo lo miraba, fui construyendo en mi mente la idea de matarlo. A medida que pasaba el tiempo, me ponía más loca por el tipo. Sabía que nunca lo conocería en circunstancias normales, por lo que concluí, nunca será mío, y si no puedo tenerlo, nadie lo tendrá. Entonces decidí que lo mataría. No sabía como o cuando, pero sabía que lo mataría”. Su plan era suicidarse después, le dijo a la policía, pero no tuvo la valentía de hacerlo. En vez de eso, llamo al recepcionista del hotel y le dijo que le había disparado a un hombre. Se arrodilló al lado de Waitkus y le sostuvo la mano, dijo ella. La bala había perforado uno de los pulmones de Waitkus y se alojó en los músculos de su espalda, esas lesiones requirieron varias operaciones. Él jugó seis temporadas luego de la agresión, terminó su carrera con .285 de promedio de bateo. En 1950, jugó en la Serie Mundial con los Filis, un equipo apodado los Whiz Kids; perdieron con los Yanquis. Waitkus, quién había servido con la armada en Filipinas durante la segunda guerra mundial, declinó presentar cargos contra Ms. Steinhagen cuando esta salió del hospital, y a través de su difícil experiencia, habló con una tranquilidad que le daba poca importancia al daño que le causó. “Una vez que comprobó que ella no representaba una amenaza para él, no sentía rabia ni ansias de venganza”, dijo de su padre Edward Waitkus Jr., un abogado de Boulder, Colo., en una entrevista telefónica. “Entendió que fue una víctima producto de la fantasía”. “El único resentimiento que tenía fue que el incidente le costó la temporada de 1949, y había estado jugando muy bien. Había sobrevivido tres años en las junglas de Filipinas con apenas unos rasguños, y regresa aquí y está ‘loca chica con una pistola”, como él solía decir, lo saca del juego”. Mr. Waitkus dijo que su padre sufrió de síndrome post-traumático, posiblemente por su experiencia en la guerra, pero también por el intento de asesinato. Falleció de cáncer en el esófago en 1972. “Sus nervios estuvieron alterados por un tiempo”, dijo Mr. Waitkus. “El bajón como atleta fue difícil para él. Y nunca reconoció los problemas, pero ellos lo afectaron el resto de su vida”. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

Una canción que inflama la piel

La fotografía de los niños celebrando en el montículo estrujó varias zonas de mis antebrazos y algo ardió justo debajo del ojo izquierdo, hacia la parte inferior de la sien. El equipo venezolano de béisbol infantil había ganado invicto el VII campeonato mundial efectuado en el estadio José Antonio Casanova de Fuerte Tiuna. Me levanté directo a cepillarme, la espuma se derramó sobre mi franela tres cuartos de manga y el agua chispeó sobre el pantalón. Mamá corrió detrás de mí hasta el borde del solar de asfalto. Hasta que mordí la mitad de la arepa me dejó entrar al campo. El fluído emocional al correr hacia la tercera base reflejaba la misma alegría de aquellos niños luego de vencer al equipo cubano 9-2 en el juego final del campeonato. El frío de Kenmore Square apenas me hizo entrar a una tienda de barajitas mientras el reloj marcara una hora antes del comienzo de aquel juego de los Medias Rojas de Boston a principios de abril de 1983. Quería llegar al estadio sin preguntar, sentir cada una de las voces de historia y anécdotas, pasión y escalofrío contenidas en las calles aledañas a parque de pelota. A la distancia distinguí las torres de luz y apreté el paso. En medio de varias fachadas similares a locales residenciales, me paraba, giraba, soltaba la mirada hasta lo más alto. No puede ser. Si acabo de ver el estadio desde un lugar más lejano. Hice señas a un señor que pasaba. ¡Estás en toda la entrada de Fenway Park! Me quedé petrificado. El lugar donde Babe Ruth empezó su carrera en Grandes Ligas, el escenario de tantos estacazos de Ted Williams, la casa de los chicos cardíacos del Sueño Imposible de 1967, acerqué mis oidos al muro para ver si podía escuchar la algarabía de aquel jonrón de Carlton Fisk en el sexto juego de la Serie Mundial de 1975, o aquel vuelacercas agónico de David Ortíz en el cuarto juego de la Serie de Campeonato de la Liga Americana en 2004. Salió un roletazo que zumbaba cual cigarrón. Antes que pudiera mover el guante sentí mil aguijones entre el ojo y la sien. Mamá corrió desde la acera y me cargó hacia el centro de salud ubicado al pasar la calle. Varios círculos escarlata estirados sobre la franela la hicieron correr con lágrimas en los ojos. El doctor presionó una gasa con agua fría en la herida. Fue sólo un raspón. Colocó algodón impregnado en yodo. Grité más duro que cuando el árbitro principal exclama ¡Play ball! Aún palpando la curita debajo de la sien agarré el guante. Pasé más de media hora rogando a mamá, me asomaba por la ventana y la pelota circulando de tercera a segunda a primera me hacía apretar los ojos hasta que las lágrimas bajaban por la garganta. El señor me detuvo antes de traspasar los torniquetes. Había un brillo fantasmal en sus ojos. Tuve que echarme a un costado para evitar el tropel de aficionados. Es un juego muy hermoso. El naranja de infield embutido en ese penacho verde de grama y chispeado de tres puntos blancos y un pentágono de goma que llaman hogar donde llegan los lanzamientos y los corredores y el árbitro grita hasta que se le brotan todas la venas de la cara. Pero lo más profundo, lo más emocional, lo más fantasioso de este juego es lo que ocurre a mitad del séptimo inning. Luego que termina la parte de arriba del inning, ocurre el acto más sublime de cualquier deporte que haya presenciado. Entra y disfruta el encuentro, el wind up del pitcher, el dobleplay, los tiros del right fielder al hogar, más cuando llegue el séptimo inning ¡ya verás! El silbato de la olla de presión distrajo la mirada de mamá. Corrí más duro que Emil Zatopek en el remate del maraton de los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952. Agarré el guante del cartón de la tercera base y antes que me lo pusiera salió un roletazo incandescente, agarré la pelota a mano limpia y lancé a primera, en la distancia escuchaba los gritos de mamá, ¡bravo hijo!, esa alegría la reconocí en los rostros de los chiquillos saltando luego de ganar el campeonato mundial. Dentro de Fenway Park, en medio de las vigas metálicas revestidas de un verde inmerso en el campo visual, escuché varios epítetos contra Antonio Armas, estaba recién llegado de Oakland y los fanáticos de Boston le conminaban a batear o regresar a California. Sólo el séptimo inning atenuó aquellos gritos. En un instante el tiempo se detuvo y empezó una ingravidez inexplicable. Todos los aficionados balanceandose de un lado a otro en una magia de armonía. “Take me out to the ball game. Take me out with the crowd. Buy me some peanuts and cracker jack. I don’t care if I ever get back. Let me root, root, root, for the home team, if they don’t win it’s a shame. For it’s a one, two, three strikes you’re out at the old ball game”. (“Llevame a la pelota. Lleváme al béisbol. Compra papitas, maní, tostón. No me importa si nunca regreso, pues voy a apoyar a mi equipo, si no ganan que dolor. A la una, dos, tres strikes y estás en el parque de béisbol”) Una electricidad fluía en las miradas, recordaba la sonrisa del hombre a la entrada de Fenway. Flotábamos en la emoción de sentir la esencia del béisbol. Y en los ojos ardían muchas humedades. Alfonso L. Tusa C.