lunes, 1 de abril de 2013
Una canción que inflama la piel
La fotografía de los niños celebrando en el montículo estrujó varias zonas de mis antebrazos y algo ardió justo debajo del ojo izquierdo, hacia la parte inferior de la sien. El equipo venezolano de béisbol infantil había ganado invicto el VII campeonato mundial efectuado en el estadio José Antonio Casanova de Fuerte Tiuna.
Me levanté directo a cepillarme, la espuma se derramó sobre mi franela tres cuartos de manga y el agua chispeó sobre el pantalón. Mamá corrió detrás de mí hasta el borde del solar de asfalto. Hasta que mordí la mitad de la arepa me dejó entrar al campo. El fluído emocional al correr hacia la tercera base reflejaba la misma alegría de aquellos niños luego de vencer al equipo cubano 9-2 en el juego final del campeonato.
El frío de Kenmore Square apenas me hizo entrar a una tienda de barajitas mientras el reloj marcara una hora antes del comienzo de aquel juego de los Medias Rojas de Boston a principios de abril de 1983. Quería llegar al estadio sin preguntar, sentir cada una de las voces de historia y anécdotas, pasión y escalofrío contenidas en las calles aledañas a parque de pelota. A la distancia distinguí las torres de luz y apreté el paso. En medio de varias fachadas similares a locales residenciales, me paraba, giraba, soltaba la mirada hasta lo más alto. No puede ser. Si acabo de ver el estadio desde un lugar más lejano. Hice señas a un señor que pasaba. ¡Estás en toda la entrada de Fenway Park! Me quedé petrificado. El lugar donde Babe Ruth empezó su carrera en Grandes Ligas, el escenario de tantos estacazos de Ted Williams, la casa de los chicos cardíacos del Sueño Imposible de 1967, acerqué mis oidos al muro para ver si podía escuchar la algarabía de aquel jonrón de Carlton Fisk en el sexto juego de la Serie Mundial de 1975, o aquel vuelacercas agónico de David Ortíz en el cuarto juego de la Serie de Campeonato de la Liga Americana en 2004.
Salió un roletazo que zumbaba cual cigarrón. Antes que pudiera mover el guante sentí mil aguijones entre el ojo y la sien. Mamá corrió desde la acera y me cargó hacia el centro de salud ubicado al pasar la calle. Varios círculos escarlata estirados sobre la franela la hicieron correr con lágrimas en los ojos. El doctor presionó una gasa con agua fría en la herida. Fue sólo un raspón. Colocó algodón impregnado en yodo. Grité más duro que cuando el árbitro principal exclama ¡Play ball! Aún palpando la curita debajo de la sien agarré el guante. Pasé más de media hora rogando a mamá, me asomaba por la ventana y la pelota circulando de tercera a segunda a primera me hacía apretar los ojos hasta que las lágrimas bajaban por la garganta.
El señor me detuvo antes de traspasar los torniquetes. Había un brillo fantasmal en sus ojos. Tuve que echarme a un costado para evitar el tropel de aficionados. Es un juego muy hermoso. El naranja de infield embutido en ese penacho verde de grama y chispeado de tres puntos blancos y un pentágono de goma que llaman hogar donde llegan los lanzamientos y los corredores y el árbitro grita hasta que se le brotan todas la venas de la cara. Pero lo más profundo, lo más emocional, lo más fantasioso de este juego es lo que ocurre a mitad del séptimo inning. Luego que termina la parte de arriba del inning, ocurre el acto más sublime de cualquier deporte que haya presenciado. Entra y disfruta el encuentro, el wind up del pitcher, el dobleplay, los tiros del right fielder al hogar, más cuando llegue el séptimo inning ¡ya verás!
El silbato de la olla de presión distrajo la mirada de mamá. Corrí más duro que Emil Zatopek en el remate del maraton de los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952. Agarré el guante del cartón de la tercera base y antes que me lo pusiera salió un roletazo incandescente, agarré la pelota a mano limpia y lancé a primera, en la distancia escuchaba los gritos de mamá, ¡bravo hijo!, esa alegría la reconocí en los rostros de los chiquillos saltando luego de ganar el campeonato mundial. Dentro de Fenway Park, en medio de las vigas metálicas revestidas de un verde inmerso en el campo visual, escuché varios epítetos contra Antonio Armas, estaba recién llegado de Oakland y los fanáticos de Boston le conminaban a batear o regresar a California. Sólo el séptimo inning atenuó aquellos gritos. En un instante el tiempo se detuvo y empezó una ingravidez inexplicable. Todos los aficionados balanceandose de un lado a otro en una magia de armonía. “Take me out to the ball game. Take me out with the crowd. Buy me some peanuts and cracker jack. I don’t care if I ever get back. Let me root, root, root, for the home team, if they don’t win it’s a shame. For it’s a one, two, three strikes you’re out at the old ball game”. (“Llevame a la pelota. Lleváme al béisbol. Compra papitas, maní, tostón. No me importa si nunca regreso, pues voy a apoyar a mi equipo, si no ganan que dolor. A la una, dos, tres strikes y estás en el parque de béisbol”) Una electricidad fluía en las miradas, recordaba la sonrisa del hombre a la entrada de Fenway. Flotábamos en la emoción de sentir la esencia del béisbol. Y en los ojos ardían muchas humedades.
Alfonso L. Tusa C.
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