lunes, 14 de agosto de 2017

El Juego que Nunca Olvidaré. Tony Conigliaro.

The Game I’ll Never Forget. George Vass. Bonus Books. 1999. Pp. 47-51. Pocos peloteros han tenido un comienzo tan prometedor como el que tuvo el jardinero Tony Conigliaro con los Medias Rojas de Boston. Bateó 24 jonrones en su temporada de novato en 1964, y el año siguiente lideró la Liga Americana con 32 vuelacercas a los 20 años de edad. Aparentemente estaba destinado a la grandeza hasta que fue golpeado en la cara por un pelotazo en 1967. Nunca más fue el mismo pelotero. Falleció a los 45 años de edad en 1990. No me gusta hablar de eso, el recuerdo es horrible. No soporto pensar en eso, me enferma. Primero fue el soplido, el silbido en mis oídos, el dolor intenso, terrible. En un momento estaba parado en el plato. En el siguiente movimiento yacía en el suelo, y cuando recuperé el sentido, no estaba seguro de lo que había pasado y no podía ver. El hueso de mi mejilla estaba roto. Mi ojo estaba inflamado. Era 1967, el año cuando los Medias Rojas ganaron el banderín. Estábamos en una cerrada batalla de cuatro equipos, cuando enfrentamos a los Angelinos de California el 18 de agosto. El derecho Jack Hamilton lanzaba por los Angelinos. Le bateé un sencillo en el segundo inning. Eso subió mi promedio hasta .290. Tenía una buena temporada, 20 jonrones para mediados de agosto, 67 carreras empujadas. Pero todo terminó en un instante. Cuando fui a batear en el cuarto inning, había dos outs, nadie en base. Me paré allí, ajusté mi casco, tal vez me acerqué un poco al plato, como siempre lo hice. Hamilton solo hizo un lanzamiento. ¿Fue una recta? No lo sé. Nunca la vi. Me dicen que la pelota se le escapó de las manos, salió disparada. Debió haber sido así. No puedo recordar nada. Solo el zumbido terrible en mis oídos, el silbido, el dolor. Era intenso. Nunca había sentido algo como eso. Ni lo he vuelto a sentir después. Quiero olvidarlo, trato de hacerlo. Me sacaron del terreno en camilla. Estaba consciente y sabía lo que había ocurrido. Pero era como una pesadilla. Después me enteré de que ganamos el juego 3-2 pero ya eso no me importaba. El dolor en el lado izquierdo de mi rostro era terrible. El ojo estuvo cerrado durante los primeros siete días, y los médicos no sabían cual sería el resultado, que tan seria era la lesión. Cuando el ojo se abrió, los médicos descubrieron que se había formado una vesícula y se había roto, parecía que mi visión se había dañado permanentemente. Todavía había esperanza de que se estabilizara la condición. Fui al entrenamiento primaveral de 1968, pero sabía que no podía hacer nada. No podía ver la pelota, no tenía ninguna percepción de profundidad. Cuando fui examinado de nuevo, los médicos me dijeron que la condición estaba empeorando. Estaba afectado cuando tuve que anunciar en abril de 1968 que no podría volver a jugar. Estaba convencido de eso. No había razón para pensar que sería capaz de ver lo suficientemente bien la pelota parta batear. No podía hablar de beisbol. Ni siquiera me animaba a pensar en eso. Estuve en la banca (con un permiso especial) en la Serie Mundial de 1967 ante los Cardenales de San Luis. Fue duro sentarse ahí y ver sin ser capaz de ayudar. Pero entonces todavía tenía esperanzas de que para la primavera todo estaría bien. Cuando llegó la primavera y descubrí que no podía ver lo suficientemente bien para jugar, que mi ojo estaba empeorando, estaba abatido. Me fui a cantar en un club nocturno, solo para tener algo que hacer, solo para tener algo en que distraer la mente luego de lo que había ocurrido. Los próximos meses de 1968 fueron los peores de mi vida. Me sentía como si hubiese sido torturado. No podía comer. No podía pensar. No me podía mantener de pie. Mi visión del ojo izquierdo había sido 20-15. Ahora era 20-30. No podía leer. Me derrumbé. Atravesaba un camino espinoso. Había perdido toda esperanza. Quienes me aliviaron en esos difíciles momentos fueron los integrantes de mi familia, mi padre, mi madre y mis dos hermanos menores, Billy y Richie. Ellos siempre estuvieron a mi lado. Creo que mi padre se sentía peor que yo por lo que había ocurrido, pero nunca lo demostró. Me dijo, “Te pudieron haber matado, pudieras estar muerto ahora mismo. Deberías estar agradecido por estar vivo”. Y tenía razón. Cuando empiezo a sentir pena por mi, pienso en todas las personas que fueron más desafortunadas que yo, quienes perdieron los brazos o las piernas, o quienes quedaron completamente ciegos. Y pienso “¿De que me quejo?” Nunca disfruté cantar en los clubes nocturnos. Había sido divertido antes, cuando no estaba obligado a hacerlo, pero no ahora. Solo era algo que hacer. Traté de pitchear, de entrenar en el estadio, en las mañanas, cuando no había más nadie sino el coach de pitcheo y yo. Pero cuando me advirtieron que eso podía empeorar mi condición. También tuve que renunciar a eso. Ese debió haber sido el punto más bajo de mi vida. Ni siquiera podía ir al estadio a ver jugar a mi equipo. No es que no quisiera ir, sino que no podía soportarlo. Fui a un solo juego todo ese verano, y solo porque el gobernador me iba a entregar un premio. El premio era por coraje, pero para mi eso no era coraje para nada. No había nada que pudiera hacer acerca de lo que me había ocurrido, y no pienso que tratar de no sentir pena por ti mismo sea algo que merezca llamarse coraje. Estuve solo tres innings en ese juego. Lo más difícil de hacer sin llorar fue escuchar el himno nacional. Me fui a casa y vagué por los pasillos. Más adelante ese verano, me dieron las primeras buenas noticias. Los médicos me dijeron que mi condición se había estabilizado y que si quería podía intentar pitchear otra vez. Cuando fui a la Liga Instruccional de invierno en Florida en 1968 no tenía esperanza de hacer otra cosa que no fuese pitchear. No sé si me pude convertir en pitcher o no. Pero cuando bateé me pareció ver bien la pelota, y estaba bateando líneas. Billy Gardner, mi manager en esa liga, me dijo, “Mira, estás loco si sigues pitcheando, de la manera como estás bateando deberías regresar al jardín derecho”. Seguí su consejo y continué bateando hasta que llegó el momento de ir a mi próximo examen de la vista en Boston, el 20 de noviembre de 1968, el Dr. Charles Regan, quien me examinó, estaba sorprendido”. “Debes haber estado yendo a la iglesia regularmente, rezando tu rosario, porque este es un pequeño milagro”, me dijo él. “No hay explicación para lo que ha ocurrido. El hueco de tu retina se ha cerrado. La vista de tu ojo izquierdo es 20-20”. Ese fue el comienzo de mi regreso, el cual duró un par de temporadas. Jugué lo suficientemente bien (.255, 20 jonrones, 82 carreras empujadas, en 141 juegos) para ser el regreso del año en 1969, y a pesar de los problemas recurrentes fui capaz de mantenerme jugando hasta que finalmente me retiré. El beisbol es mi vida, doy gracias a Dios por darme una segunda oportunidad, una oportunidad que nunca pensé tener o tuve alguna esperanza de tener, luego de lo ocurrido en ese juego de 1967. Traducción: Alfonso L. Tusa C. 15-07-2017.