viernes, 7 de octubre de 2016

De tal padre, tal hijo. ¿Te gustan los Cachorros? ¡Nada que ver!

Ben Strauss. The New York Times. 28-09-2016. Cuando yo era niño, tenía una pesadilla recurrente. Me imaginaba entrar al cajón e bateo para mi primer turno al bate en Grandes Ligas, mi nombre era anunciado en los parlantes, seguido de un rugido de la multitud. El sueño se dañaba, sin embargo, cuando yo miraba mi camiseta y veía “Cachorros” impreso en letras rojas brillantes. Como puede ver, yo crecí en una familia inclinada hacia los medias Blancas. Mi papá es un Media Blanca a sangre y fuego, como lo fue su padre. En nuestra casa, los Cachorros eran tanto un enemigo mortal como un equipo de beisbol. Mi padre no compraba en una tienda cercana, Cubs Food, solo debido al nombre (la tienda no tenía nada que ver con el equipo). Él no compraba The Chicago Tribune porque su compañía matriz es dueña de los Cachorros. El pensamiento de usar un uniforme de los Cachorros era suficiente para hacerme llorar. Desafortunadamente, mi carrera en el beisbol se desinfló en mi adolescencia, así que me sentí aliviado de mi pesadilla. Pero este otoño, los fanáticos de los Medias Blancas enfrentan una realidad mucho más aterradora: Los Cachorros, quienes tienen el mejor record del beisbol, son favoritos para ganar su primera Serie Mundial en más de un siglo. Gran parte de Chicago está zumbando de expectativas, Stephen Colbert estuvo en Wrigley Field vestido de vendedor de perros calientes recientemente, lo cual nos deja como los malolientes de la fiesta del jardín. “No puedo escuchar el radio; no puedo abrir el periódico”, me dijo mi padre hace un par de semanas. “Si ellos ganan, yo pudiera mudarme a Canadá”. En Chicago, tienes que escoger un equipo de beisbol. No dos, solo uno. El lado sur pertenece a los Medias Blancas, y el lado norte a los Cachorros. Mi padre es nativo del lado sur, pero yo fui una anomalía, al crecer a menos de una milla de Wrigley Field. Esa podría ser la razón de porque la rivalidad siempre se ha sentido tan personal. Pasé mis años de formación en el equivalente de un territorio ocupado. Tratar de discutir en el campo de juego con una turba de fanáticos de 12 años de los Cachorros, que Frank Thomas, el toletero de los Medias Blancas, es mejor pelotero que Sammy Sosa de los Cachorros. Eso deja cicatrices, créame. Los Cachorros son la obsesión de los fanáticos de los Medias Blancas mucho más que viceversa. Ser fanático de los Medias Blancas en Chicago, o en cualquier parte, es existir a la sombra de los Cachorros. Los patiblancos son el segundo equipo de la segunda ciudad, el insulto avanza, y molesta. Los Cachorros tienen Wrigley Field y su vibrante vecindario, lleno de bares restaurantes elegantes. A través de los años ’80 y ’90, los Cachorros construyeron una audiencia nacional cuando sus juegos fueron transmitidos de costa a costa por WGN, con la narración del querido Harry Caray, un antiguo narrador de los Medias Blancas. Los Medias Blancas, mientras tanto, juegan en un vecindario de clase obrera en un estadio tedioso con vista panorámica de un autopista. Con sólo tres títulos de Serie Mundial (1906, 1917 y 2005) a su nombre, los Medias Blancas han sido perdedores por mucho tiempo, también, solo que sin romanticismo. Así que nos flagelamos, como hicimos durante los playoffs del año pasado cuando un bar del lado sur ofrecía cervezas gratis cada vez que un bateador de los Cachorros despachaba un jonrón. Mi padre a lo largo de su vida, ha observado indiferencia hacia los Medias Blancas en todas partes, especialmente en el lado norte, lo cual refuerza el punto de vista que él me transmitió. Una lavandería cercana a nuestra casa empezó una promoción de los Cachorros, así que dejamos de ir ahí. Nos lamentábamos de la asistencia (los Medias Blancas no han superado a los cachorros desde 1994) y de la cobertura de los medios (nos quejábamos cada vez que los Cachorros encabezan el segmento deportivo de las noticias locales). Cuando la película “Rookie of the Year” apareció en 1993, la boicoteamos. ¿Por qué? El protagonista de la película, un muchacho bendecido con una recta de 100 millas por hora, lanzaba para los Cachorros. Lo que contribuía a hacer más llevaderas esas indignidades a través de los años era la miseria de los Cachorros. Recuerdo escuchar en el radio del carro un juego de los Cachorros en septiembre de 1998. Ellos estaban en medio de la carrera por el banderín, y el jardinero Brant Brown dejó caer un elevado que ocasionó una grave derrota. “¡Noooo!” sollozó el narrador de los Cachorros, Ron Santo, con la voz enronquecida de dolor. Yo estaba tan impulsivo que le di una patada al tacómetro y le dejé una marca. En 2003, vi el colapso de los Cachorros ante los Marlins en la serie de campeonato de la Liga Nacional con una mezcla de miedo y placer. La mañana siguiente a que Steve Bartman, el infortunado fanático de los Cachorros que tomó un elevado de foul, para ayudar a que empezara un ataque de los Marlins en el sexto juego, yo compré una gorra de los Marlins para usarla en la escuela. Manejé mi bicicleta hacia Wrigley la noche del séptimo juego y me paré detrás de la pared del jardín central, desesperado mientras los cachorros perdían. (Mi padre fue al cine las noches de los juegos sexto y séptimo). Mi padre dice que no siempre odió a los Cachorros. Creció en Hyde Park, en el lado sur, y dijo que solo después que se mudó al lado norte en los años ’70, cuando un fanático irritante de los Cachorros, amigo de él, lo llevó a ese camino de resentimiento. La mayoría de los fanáticos de los Cachorros que yo sepa, siempre han estado más preocupados por los Cardenales de San Luis que por los Medias Blancas. El apoyo declarado del Presidente Obama por los Medias Blancas ha sido una buena noticia. Él es nuestra celebridad para contrarrestar la impresionante lista de fanáticos de los Cachorros: Bill Murray, Eddie Vedder y Vince Vaughn, entre ellos. Y estuvo la carrera por la Serie Mundial de 2005. Mi papá estaba en el juego de campeonato en Houston, y recuerdo hablar con él esa noche, con lágrimas en mis ojos. Aún así, no pude evitar imaginar que si los Cachorros hubiesen ganado, todo habría sido más grande, más importante. El título de una columna de Associated Press ese octubre se me quedó grabado: “La Nación de los Medias Blancas es muy pequeña”. A medida que me desarrollé como periodista deportivo, mis intereses por aupar un equipo se diluyeron. No sentí ninguna malicia mientras cubría la transformación de los Cachorros ejecutada por Theo Epstein, llevándolos de equipo secundario a contendor. Si hubiese tenido 10 años habría estado molesto y disgustado, pero está bien. Dejar ir una vida de odio se siente bien. Si los Cachorros lo ganan todo en octubre, lo veré desde mi nueva casa en Washington, y estaré feliz por mis amigos quienes han sido seguidores de los Cachorros toda una vida. También pensaré en mi papá. Imaginó que se pondrá a llenar un crucigrama en casa, con el televisor apagado, las persianas cerradas y el teléfono desconectado. Pero a medida que las calles se llenen de fanáticos de los Cachorros, también pensaré en toda una vida de memorias de los Medias Blancas con él, desde mi primer dia inaugural, cuando tenía tres años de edad, hasta la Serie Mundial de 2005. Pensaré en los perros calientes y los aros de cebolla asada y aprender a anotar el beisbol. Espero que mi papá pueda encontrar algo de solaz en eso. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

jueves, 6 de octubre de 2016

Las historias íntimas del Monstruo Verde de Fenway.

Stan Grossfeld. The Boston Globe. 26-09-2016. Las bases están llenas y David Ortíz escupe sus manos, aplaude dos veces, y entra en la caja de bateo ante los odiados Yanquis. El jardinero izquierdo de Nueva York, Brett Gardner retrocede hacia la zona de seguridad. A menos de 10 pies detrás de él, Christian Elias el operador de la pizarra del Monstruo Verde, mira sobre el hombro de Gardner. Elias está en el lugar donde estaría parado el jardinero izquierdo en la mayoría de los estadios menos en Fenway Park. Por un cuarto de siglo, él ha tenido el mejor asiento de la casa. Ha operado la pizarra por más de 1800 juegos. Eso es más que lo que el gran Carl Yastrzemski jugó en Fenway. Suficientes juegos para no tener que mirar para saber lo que ocurre en el campo. “Conoces los sonidos del juego”, dice él. “Puedes hacerlo por los fanáticos”. Para probarlo, Elias cierra sus ojos y quita el volumen al televisor. Big Papi hace swing y golpea un elevado altísimo a la izquierda hacia la zona de seguridad. Jackie Bradley hace pisa y corre y anota. Elias oye el rugido inicial, luego un murmullo, seguido de una animación moderada. “Elevado de sacrificio”, dice él. “Entra una carrera”. Momentos despues, un número uno amarillo es soltado en la pizarra manual con un sonido pesado. Ese es un sonido que Elias podría extrañar. Recientemente se reunió con el presidente de los Medias Rojas, Sam Kennedy, y anunció que se retiraba al final de la temporada. “Eso es algo un poco emocional”, dice Elias de 44 años. “Eso ha sido una buena parte de mi vida. De verdad no recuerdo mi vida sin hacer eso”. En 1992, a los 19 años de edad, el soñaba con obtener un trabajo de verano a nivel del terreno de Fenway. “¿Cuál muchacho quien crezca alrededor de aquí no ha querido estar en esa grama legendaria?” dice Elias. Pero no había trabajo, excepto en la pizarra. Elias puso una cara algo desilusionada cuando le ofrecieron el trabajo. “Dije, está bien, lo haré, pero en el fondo de mi mente, me dije que lo haría solo por un verano”, recuerda él. “Resultó ser un cuarto de siglo de increíble diversión. Ha sido un trabajo de ensueño”. Ahora él le dice a los otros operadores que tan cómodo es su trabajo; tienen teléfonos celulares, televisión por cable, y laptops. “Yo sueno como uno de esos tipos viejos”, dice él con una risa. “En aquel entonces nosotros estábamos desconectados del mundo exterior. Una vez que esa puerta se cerraba a las 7:30, no salíamos otra vez hasta después del juego. No podíamos hablar con nuestras familias. “Así que, Mike Greenwell, por tres o cuatro horas era nuestro único contacto humano. Ese es un pensamiento que asusta”. Pero Elias se relacionó con los jardineros izquierdos de los Medias Rojas a través de los años. “Greenwell solo hablaba de beisbol”, dice él. “Manny Ramírez nunca hablaba de beisbol. Troy O’Leary nunca llegaba tan atrás”. O’Leary tenía una buena razón. “Una vez yo estaba trabajando ahí atrás y tuve alguna compañía en forma de amigos peludos corriendo alrededor”, dijo Elias. “Al estar yo solo ahí y esa no es una zona muy iluminada, estaba empezando a asustarme”. “Había muchos de ellos, así que tomé un palo de escoba y empecé a golpear la pared de metal para espantarlas. Finalmente luego de cinco o seis innings, Troy O’Leary vino y se asomó a través de una de las ranuras y dijo, ‘Epa hombre, ¿está todo bien?’ Le dije, ‘Roedores. Tengo algunos amigos peludos aquí’”. “Él no regresó a preguntar más. No quería tener nada que ver con eso”. El operador de la pizarra tiene una vista única de la acción. Ahora el espacio dentro de la pizarra está limpio, y los roedores han sido evacuados, reemplazados por giras ofrecidas durante el juego a los aficionados que compran entradas sobre el Monstruo Verde. Todavía no hay baño y solo hay cuatro bombillos de 60 vatios, junto a cientos de números y firmas. La pregunta que Elias ha oído más es acerca de lo que hacía Ramírez en la pared durante un juego de 2005 cuando los Medias Rojas casi fueron penalizados por tener solo ocho hombres en el campo. “Dice la leyenda que Manny vino y fue al baño”, dice él. “Él vino, pero no fue al baño. Aquí no hay baño; desde que empecé aquí no ha habido uno”. Ramírez venía muchas veces, dice Elias. “Hablábamos de todo menos de beisbol”, dice él. “Aún si él bateaba un jonrón en el inning anterior. Me preguntaba por mis hijos, hablábamos de la familia, a él le gustaban los carros, y fue muy cordial con nosotros. Nos reíamos mucho. A veces le dábamos algo de fruta. Él tenía una pequeña merienda” Entonces ¿Por qué casi perdió un pitcheo? “Manny entraba en la pared cuando (Terry) Francona salía”,dice Elias. “En ese entonces, 99.9 por ciento del tiempo, cuando el manager salía, eso indicaba que habría cambio de pitcher”. Ramírez se conectaba brevemente en línea y revisaba un portal de internet, eso era “definitivamente Manny en su elemento”, de acuerdo a Elias. Cuando se le pide más detalles, muestra una sonrisa fugaz y dice, “Lo que ocurre en la pared se queda en la pared”. “Entonces él estaba hablando con nosotros y oímos a la multitud agitarse”. Elias pensó que algun aficionado había saltado al terreno, pero en realidad el juego estaba apunto de reanudarse. “Francona no hizo el cambio de pitcher”, dice él. “Dejó al pitcher. Miramos hacia afuera y a la vez dijimos, ‘Ay, carajo’. Manny saltó y corrió hacia afuera mientras el pitcher estaba a punto de empezar su movimiento. La multitud emitió un grito de ánimo y eso se convirtió en un gran momento”. Parte de una tradición En sus días de juventud, Elias hacía varias trabajos y realizaba su tarea universitaria para la casa dentro de la pared. Se fajaba con ambos compromisos. “Me exigía mucho en aquellos largos juegos de las tardes dominicales”, dice él. “recogíamos tantas latas ahí que podíamos haber pagado la extensión del contrato de Mo Vaughn. Nunca hice ese trabajo por dinero, siempre fue por amor al beisbol”. Al principio, él fue un hombre de hierro junto al operador adjunto Rich Maloney. Estuvieron 12 temporadas juntos sin perder un juego. “Fuimos los Cal Ripken de los operadores de la pizarra”, dice Elias. Maloney ahora es un ejecutivo en Federal Express y tiene seis hijos. Él y Elias siguen siendo buenos amigos. “Él es insano”, dice Maloney. “Ama el beisbol absolutamente. Es joven de corazón, lo cual es una manera agradable de decir que es inmaduro. Nunca se dejó impresionar por las estrellas, trataba a todos de acuerdo a su expresión facial. Tiene un gran corazón y es el primero que se rie de si. Para cualquier pelotero quien quería visitarlo, Christian Elias tenía la puerta abierta. Elias piensa que la tradición de peloteros que van a visitar la pizarra ha pasado de generación en generación. El cerrador de los Yanquis, Mariano Rivera era un asíduo visitante, siempre preguntaba por los hijos de Elias. Las estrellas insurgentes como Bryce Harper de Washington considera muy importante presentarse fomalmente. “Lo agradable de eso es que es natural”, dice Elias. “No tiene nada que ver con patrocinantes o que sea una obligación de los peloteros. Ellos entienden la tradición de la pared y quieren saber de ella”. Elias señala las firmas de los peloteros y celebridades dentro de la pared. “La tenemos todas, desde Usain Bolt hasta Rene Russo hasta Neil Diamond”, dice él. “Tenemos a los dos líderes de juegos salvados de todos los tiempos, Mariano Rivera y Trevor Hoffman. Pedro Martinez, Nomar Garciaparra, Jimmy Piersall, Felix Hernandez, Barry Larkin, Tony Gwynn, Wade Boggs, Carlton Fisk, Johnny Damon, Roy Halladay. Manny Ramirez. “ Rheal Cormier escribió algo en francés”. Andy Pettite alcanzó la inmortalidad. “Esculpió su nombre en el concreto”, dice Elias. “No se va a ir a ninguna parte”. Pero la nueva generación de jardineros izquierdos de los Medias Rojas no la ha visitado aún, y Elías no sabe porqué. “Tengo que establecerme primero, me parece”, dijo el novato de los Medias Rojas Andrew Benintendi. Errores y bromas. Tal como en el terreno de juego, ocurren errores dentro de la pared, a veces con los marcadores de los juegos en otros estadios. “Había un juego en Minnesota, y lo teníamos marcado como retrasado por la lluvia”, dice Elias. “Entonces se jugaba en el Metrodomo, así que 30.000 personas aquí pensaron que el Metrodomo tenía huecos en el techo. Ese fue un error del operador de la pizarra”. Pero algunas veces no es su falta. Los jugadores de los Marineros cambiaron las tablillas de los equipos de manera que los marcadores eran correctos pero los equipos estaban equivocados. El teléfono sonó y desde la sala de control empezaron a gritarlos. “En lugar de tener a Detroit enfrentando a Kansas City, aparecía Detroit vs Minnesota”, dice Elias. “Todo estaba desordenado”. Despues del tercer inning, Elias salió afuera. Vio al futuro inquilino del Salón de la fama, Ken Griffey Jr. riéndose de él. “Entonces supe lo que había ocurrido”, dice él. Elias, quien también trabaja como director de ventas en Live Nation, ha disminuido su trabajo en Fenway a 30 juegos por temporada. Oh, y hay una cosa más. Él es un gran fanático de los Yanquis. “He sido fanático de los Yanquis desde niño”, dice él. “Hay fotos mías de un año de edad usando una gorra de los Yanquis”. Su padre es fanático de los Yanquis, y ambos iban a un bar de Davis Square en Somerville que tenía WPIX (Canal 11 de Nueva York) en el cable. “Yo tenía 7 años de edad, y los dos nos tomábamos seis Coca-Cola y veíamos el juego”, dice Elias. Así que cuando Dave Roberts se robó la segunda base en la serie de campeonato de la Liga Americana de 2004 ¿Estaba él ligando que Derek Jeter lo tocara con el guante para ponerlo fuera? “Si”, dice Elias. “Muchos peloteros lo sabían. Muchos no lo tomaban en cuenta. Todos lo veían como una broma. Así es el beisbol, todo en sana broma. Sin tomarlo muy en serio”. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

miércoles, 5 de octubre de 2016

La Emoción Copa la Escena Luego de la Trágica Pérdida de José Fernández.

Tyler Kepner. The New York Times. 26-09-2106. Miami—Eso no ganó un banderín. Ni curó el adolorido corazón de un deporte y una comunidad. Lo único que todos quieren, que José Fernández regrese a Marlins Park y retome su vida, nunca ocurrirá. Pero lo que Dee Gordon hizo el lunes 26 de septiembre por la noche, cuando el abridor de la alineación de unos Marlins sin aliento, fue uno de esos momentos tremendos que nos hacen tomar en cuenta al deporte. Gordon, un bateador zurdo, entró a la caja de bateo como derecho, el lado desde donde bateaba Fernández. Vio un envío desde ese lado, cambió de casco, vio otro envío, y entonces largó un batazo elevado hacia el jardín derecho. La pelota pasó sobre una pizarra negra que mostraba el número 16 de Fernández, el número que cada Marlin llevaba en su espalda el lunes, el número que ningún Marlin volverá a usar. La pelota aterrizó en el segundo piso, jonrón, el primero de Gordon en más de 300 turnos al bate en esta temporada. “Primer swing que hizo, y fue la primera vez que llevó la pelota hasta el segundo piso”, dijo Christian Yellich de los Marlins. “Si eso no te dice nada, no sé que más esperas”. Los compañeros de equipo impactaron el dugout moviendo sus manos, de la manera como Fernández solía celebrar, mientras Gordon corría las bases en llanto. Señaló hacia el cielo luego de cruzar el plato, a punto de colapsar en los brazos de sus compañeros, con muchas lágrimas en el ambiente. El jonrón empujó a los Marlins a una victoria 7-3 ante los Mets. Cuando terminó el juego, los Marlins se reunieron en un círculo alrededor del montículo. Se arrodillaron y dejaron sus gorras. Una hora después, regresaron para un saludo final. “Es el juego más difícil que haya jugado”, dijo Gordon. Me mantuve viendo la pizarra y viendo su nombre. ¿Cómo es posible que él no esté aquí?” Gordon y Giancarlo Stanton dijeron que se mantuvieron esperando a que Fernández apareciera, y les dijera que se había burlado de todos ellos. Por un momento, Yellich dijo, que olvidó que todos estaban usando el mismo número de Fernández. Vio la camiseta de un compañero y sintió una punzada de agonía. Eso era real. Gordon empezó y terminó su día de trabajo con una franela que dice “RIP” con la imagen de Fernández en la segunda letra. Los tributos estaban en todas partes, desde el relicario de flores y velas de los fanáticos a las afueras del estadio hasta los mensajes que los peloteros dejaron en el terreno. “Descansa con Dios”, escribió el cátcher J.T. Realmuto. Fernández falleció a los 24 años de edad, el domingo temprano, uno de tres muertos cuando una lancha de pesca de 32 pies se estrelló contra un rompeolas de Miami Beach. Estaba programado para abrir contra los Mets el lunes, probablemente la apertura final de su más reciente temporada de éxito. En vez de eso, los Marlins saltaron al campo con el montículo vacío, flanqueado por ocho jugadores de posición apesadumbrados. Había una guardia de honor, y los equipos intercambiaron abrazos alrededor del infield luego que un coro cantara el himno nacional. Los Marlins formaron un círculo alrededor del montículo, entonces se acercaron, y Stanton les hizo unas indicaciones. Señalaron hacia arriba y jugaron pelota. “Me quedé en blanco en ese momento”, dijo Stanton. “Muchos de nosotros hablaban de: ‘Por qué estamos aquí ahora? ¿Cuál es el propósito de esto? ¿Cómo afrontamos esto juntos?’ Yo solo trataba de facilitar todo eso al decirles que estábamos ahí por José, y los seguidores de él”. El casillero de Fernández fue preservado en una esquina del clubhouse, su guante naranja se balanceaba en un extrema de la placa con su nombre, había una rosa púrpura en el cuello de su camiseta. Estuvo en su mejor forma aquí, con marca vitalicia en casa de 29-2. Adoraba pitchear frente a su madre, a quién salvó del mar enfurecido cuando ella se cayó del barco en su cuarto intento por desertar de Cuba, en 2008. Fernández, entonces un adolescente, había estado encarcelado por un intento anterior. “Él pitcheaba para ella”, dijo Scott Boras, el agente de Fernández, quién lloró mientras hablaba de su cliente antes del juego. “Yo solía echarle broma: Lleva a tu madre en las giras, porque tu efectividad es una carrera y media más baja cuando ella está en el estadio’. Le decía, ‘Dime que consejo te está dando’, y él se reía. Él se enfocaba mucho cuando ella estaba aquí”. Boras había volado desde California y pasó el día con la madre de Fernández. El domingo, después de una emotiva conferencia de prensa seguida de la cancelación de su juego con Atlanta, los Marlins habían visitado a la madre y la abuela de Fernández como equipo. La demoledora escena descubrió un profundo abismo emocional para el manager Don Mattingly. En 1969, su hermano mayor, Jerry, murió en un accidente de construcción a los 23 años. Mattingly tenía 8 años, y cuando un hombre de la compañía de construcción fue a csa con la noticia, sus padres lo enviaron a jugar afuera, para protegerlo. Mientras el equipo trataba de consolar a la familia de Fernández, la angustia personal de Mattingly regresó. “En realidad no fui parte de todo aquello, de lo que estaba pasando, pero ahora sé lo que ocurrió”, dijo Mattingly. “Conocí el dolor. Podía ver a mi mamá y a mi cuñada, lo que estaban pasando. Era muy duro”. El relevista de los Marlins A.J. Ramos dijo que estaba alegre, al menos, de haberle dicho a Fernández que lo quería. Fernández era asi de abierto, dijo Ramos, siempre le decía sus compañeros de equipo como se sentía. Pero la visita del domingo lo golpeó duro. “Esa fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer”, dijo Ramos. “Pienso que cuando ves a una madre perder a un hijo, y más alguien como José, yodo lo que habían pasado, las dificultades que tuvieron para llegar aquí, y cuando llegan aquí, se establecieron bien. Y entonces ocurre esto. Deseo que yo pudiese decir algunas palabras para hacerla sentir un poco mejor”. El dueño de los Marlins, Jeffrey Loria, estaba en Nueva York cuando se enteró de la muerte de Fernández el domingo en la mañana. Estaba sentado en la misma silla, dijo él, como cuando supo que su hermana había fallecido. La silla no está más ahora, dijo Loria, quién voló el domingo en la noche y visitó a la madre de Fernández después que lo hizo el equipo. “Ella saltó desde el sofá y llegó volando a mis brazos”, dijo Loria, quien llevará al equipo al funeral en los próximos días. “La sostuve. Eso es todo lo que podemos hacer”. Loria dijo que definitivamente “nadie usará ese número otra vez” en referencia al 16 de Fernández. El tenía un vínculo especial con Fernández, al insistir que los Marlins lo pusieran en el roster para la inauguración de la temporada de 2013, aunque Fernández tuviera 20 años de edad y nunca había pitcheado por encima de Clase A. Loria recordó una salida de compras que Fernández hizo en su primera gira, cuan emocionado lucía cargando bolsas de equipos electrónicos y video juegos. Loria llevó a Fernández a comprar valijas, y recordó algunas de sus pintorescas conversaciones. “Siempre había bromas de ida y vuelta como esa”, dijo Loria. Entonces hizo una pausa. “No puedo creer que esto haya pasado”, dijo él. Lo que hacía a Fernández tan especial, dijo Boras, es la manera como él abrazaba a todos los uniformados, no solo a los Marlins. Él estaba dispuesto a compartir el juego, y su historia resonó profundamente entre los cubano-americanos de Miami. La tarde del lunes en un parque de la Calle Ocho, en el corazón de Little Havana, Fernández estaba en la mente de muchos cubanos que jugaban el popular juego de dominó. “Para mí, es un gran orgullo que el sea de mi país, para esta ciudad y para todo el país”, dijo Bruno Guerrera, 78, quién salió de Cuba para visitar Estados Unidos hace 13 años y nunca regresó. Entre las juegos de dominó, Guerrera, quién creció en La Habana, se sentó en una mesa forrada con el mapa de Cuba y contó relatos de la historia beisbolera de su país. Estaba almorzando el domingo cuando un amigo le informó la noticia de Fernández. Guerrera dijo que estuvo muy alterado, tuvo que dejar de comer para tomarse la medicina de su tensión sanguínea. Recordaba a las estrellas cubanas Camilo Pascual, Luis Tiant, Orlando Peña y otros, y dijo que Fernández estaba encaminado en esa ruta. “Yo ví a este muchacho”, dijo Guerrera. “Si no se hubiese lesionado el brazo, iba a ser el mejor pitcher cubano de todos los tiempos”. Fernández ganó precisamente la mitad de sus aperturas (38 de 76), para lograr una referencia de grandeza. Tuvo una efectividad de 2.58 y un potencial infinito. Aquí, sin embargo, su legado siempre será más grande que eso. David Samson, el presidente del equipo, dijo que Fernández representaba la posibilidad, la materialización del sueño cubano de libertad. “Se ha hablado mucho, y llorado mucho, y rezado mucho, e intentado buscarle sentido a algo que no podemos encontrarle sentido”, dijo Samson. “No tiene sentido que una vida termine así, de una manera tan insignificante- Así que nuestro trabajo es hacer que su vida importe, y vamos a hacerlo por siempre”. James Wagner colaboró reportando. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

Vamos Cachorros Vamos: Como el himno de la victoria de Chicago mantiene vivo a un padre para sus hijas.

Steve Goodman falleció en 1984 pero su tema musical de los Cachorros se ha convertido en una parte esencial de la experiencia de Wrigley Field y proporciona un poderoso recuerdo para la familia que él dejó. Michael Rosenberg. SI.com. Jueves 29 de septiembre de 2016. Rosanna Goodman tenía siete años de edad cuando su mami le dijo que su papi había fallecido. Ella sabía que se suponía que debía estar triste, así que puso una cara triste. Pero ella no entendía. Su padre viajaba mucho en su trabajo como músico. Ella pensaba que él regresaría. Steve Goodman había hecho chistes a expensas de la muerte desde que fue diagnosticado de leucemia a los 20 años de edad. Él se llamaba Cool Hand Leuk, y cuando sonaba el timbre de la casa, él le decía a su familia, “Si es un tipo con una manta y una guadaña, díganle que no estoy”. El no quería un funeral. A su solicitud, su esposa, Nancy, hizo una fiesta. Pero eso solo confundió más a la pequeña Rosanna. Tres años después, luego que la familia Goodman se mudó a la ciudad de Nueva York, Rosanna soñaba que veía a su padre detrás del portón de una casa grande, y despertaba llorando. Ahí fue cuando finalmente recibió el impacto: Él se había ido para siempre. Las próximas tres décadas secaron las lágrimas y suavizaron las memorias. A veces Rosanna no está segura si un recuerdo de su padre es verdaderamente de ella, o si oyó una historia repetida tantas veces que su cerebro la ha adoptado como propia. Pero está segura de recordar las naranjas. Su padre había leído que las frutas cítricas podrían ayudar a vencer el cáncer, y se sentaba con bolsas de naranjas y sus hijas a su lado, se comía las naranjas y veía el béisbol. Hombre, Steve Goodman amaba el beisbol. Era fanático de los Cachorros y decía que programaba sus giras “tomando en cuenta la quimioterapia y la temporada de beisbol”. Memorizaba las estadísticas como un niño coleccionista de barajitas de beisbol. “Eso era insano”, dice su viuda, Nancy Goodman Tenney. “Él era una enciclopedia de beisbol”. Hasta escribió tres canciones sobre los Cachorros: “A Dying Cubs Fan’s Last Request” (“La última petición de un fanático de los Cachorros agonizante”), “The Cubs Go Marching In”, y la que aún cantan en Wrigley Field después de cada victoria: Go, Cubs, go! Go, Cubs, go! Hey, Chicago, what do you say? The Cubs are gonna win today Goodman escribió muchas canciones mejores que “Go, Cubs, Go”. Escribió “City of New Orleans”, la cual fue un éxito con Johnny Cash, Willie Nelson y Arlo Guthrie. Jimmy Buffett ha cantado “Banana Republics” (escrita por Goodman) tan a menudo que la mayoría de las personas asume que es original de Buffett. Goodman gano dos Grammy, ambos póstumos, uno en 1985 por Mejor Canción Country (City of New Orleans”) y el otro dos años después por Best Contemporary Folk Album, Unfinished Business. Aún así, “Go, Cubs, Go” puede ser la canción que los chicagoenses asocian más con Goodman, lo cual es lógico. Steve quería tanto a los Cachorros que cuando él y su esposa Nancy buscaban apartamento en Chicago, encontraron uno a tres cuadras de Wrigley Field. Algunas veces, si él y los Cachorros estaban en la ciudad por una semana, él asistía a los juegos todos los días. Le gustaba sentarse en las gradas. A menudo llevaba a una de sus hijas pero rara vez compraba boletos. Un amigo quien trabajaba como portero lo dejaba entrar gratis. Entonces se podía hacer eso. Lo Cachorros rara vez vendían todos los boletos. El beisbol era un negocio, pero aún no era un gran negocio. Cuando Steve estaba enfermo y la familia se mudó a Seal Beach, Calif., en 1980, él se llevó su obsesión beisbolera consigo. Siguió aupando a los Cachorros, estuvo emocionado cuando sus hijas jugaron beisbol de pequeñas ligas, y llevaba a su familia a los juegos de los Angelinos para darle a su vida un toque de beisbol. Él estaba muy consciente de que le quedaba poco tiempo, sin embargo seguía obsesionado con el beisbol. Algunas personas llamarían a eso una pérdida de tiempo. Treinta y dos años después, con los Cachorros visualizando su primer campeonato desde 1908, podemos decir con certeza: No lo fue. ***** Sarah Goodman Voyer tenía nueve años de dad cuando su padre falleció. Sabía que él había estado enfermo, y que había estado en coma. Entendía que él había muerto pero se convenció de que no era verdad. “Fue fácil para mi tener una fantasía por tanto tiempo”, dice ella. “Era algo que me permitía pensar”. Su padre hacía rato había confundido la línea entre aquí y lejos. Cuando estaba de gira, como a menudo lo hacía, escribía cuentos en las tarjetas postales y las enviaba a Nancy para que las leyera a sus hijas a la hora de dormir. Uno de los personajes se llamaba “I Don’t Know Jones”. Otro se llamaba Penny y era del tamaño de una moneda. Tenerlo cerca era muy divertido, sus hijas no querían que se fuera. Una vez las llevó a ver Superman en el cine, y tan pronto como salieron, él dijo, “¿Quieren ver la película otra vez?” Por supuesto lo hicieron, así que regresaron a la sala. Él llamaba a sus amigos tarde en la noche solo para contarles un chiste. No tenía que ser un buen chiste. Muchos de sus chistes no eran buenos. O nuevos. Pero disfrutaba tanto contándolos que sus amigos se reían de todas formas. Sarah recuerda ver The Benny Hill Show, uno de los favoritos de su padre: “Solo era divertido cuando lo veía con papá. Me reventaba de histeria cuando lo veía con él. Trataba de verlo sola, y no era divertido. Había algo con su presencia, que si él pensaba que era divertido, era divertido para mi”. Steve tenía un sentido de comediante que permeaba todo lo que hacía. Una de sus canciones, “You Never Even Called Me By My Name”, intentaba combinar todas las letras de cada canción country de la historia. Cuando se puso calvo por la quimioterapia, él tituló su próximo álbum fue Artistic Hair. Tenía esa cualidad fuera de escena también, Cuando los Goodman vacacionaban en la isla Catalina de California, a la cual él llamaba Poor Man`s Hawaii (El Hawaii de los Pobres), le mostraba a sus hijas el sitio donde los Cachorros habían realizado sus entrenamientos primaverales desde 1921 hasta 1951. Le dijo a sus hijas que “los fantasmas de los Cachorros” estaban ahí. Era un viaje personal, aunque él solo tenía tres años de edad cuando los Cachorros efectuaron su último juego en la isla Catalina. El beisbol era una manera de formar memorias donde no existían. Cuando Steve era niño, se fugaba de la escuela para que su abuelo lo llevara a Wrigley. Como la mayoría de los fanáticos de los Cachorros, su miseria era ganada y heredada. Si usted oye de una canción llamada “A Dying Cubs Fan’s Last Request” pero en realidad no la ha oído, podría asumir que termina con los Cachorros ganando la Serie Mundial. No es así. Goodman era muy divertido para hacer eso, y muy involucrado con el beisbol. En lugar de eso, él canta acerca de “el funeral de un doblejuego en Wrigley Field de cualquier fin de semana veraniego”, cuando el exigido jardinero Keith Moreland deja caer “un elevado de rutina”. La canción no trata del triunfo de los Cachorros, porque ser fanático de los Cachorros nunca ha consistido en verlos ganar. Trata de una comunidad que sabe que los Cachorros probablemente no ganarán, pero los apoyan de todas formas. Goodman nació en 1948, tres años después que los Cachorros jugaron por última vez una Serie Mundial. Cuando él cantó la canción, los Cachorros no habían jugado en los playoffs durante la existencia de él. “Denle a todos dos bolsas de maní y una merengada”, dice Goodman en la canción, “y estaré listo para morir”. Él falleció el 20 de septiembre de 1984. Cuatro días después, los Cachorros ganaron la división este de la Liga Nacional. Se perdió de verlos en la postemporada por dos semanas. Esa fue la última broma que los Cachorros le jugaron a Steve Goodman. Una vez grabó un video de “A Dying Cubs Fan’s Last Request” en los asientos de Wrigley mientras Sarah corría las bases. Después él dijo que ella estaba viviendo el sueño de su niñez. Pero ella era pequeña. No se daba cuenta que significaba eso. No en ese momento. ***** Jessie Goodman tenía 12 años de edad cuando su padre falleció, suficiente edad para entender la muerte, pero no suficiente para tratar con ella. Ella había tenido una vida dura. Steve y Nancy la adoptaron luego que los médicos dijeran que Steve era estéril (los médícos estaban equivocados; Sarah y Rosanna son sus hijas biológicas), y ella batalló con episodios de salud mental desde temprana edad. Como adulto, Jessie tuvo trabajos como cuidadora de mascotas, pero tenía dificultades mentales y físicas, y Rosanna eventualmente supervisaba su salud. Ella falleció repentinamente en 2012, justo después de su cumpleaños 40, de una hemorragia cerebral, después de tener colitis ulcerativa. La suya no fue una vida fácil. Pero hubo momentos brillantes, y algunos de los más brillantes involucraron a sus dos grandes amores: los animales y el beisbol. Cada vez que Jessie visitaba Chicago en sus años de adultez, ella quería ir a ver un juego de los Cachorros con su abuela. ***** Rosanna (left), wearing her dad's Cubs jacket, and Sara escort their grandmother, Minnette, to the mound to throw the first pitch before a game at Wrigley in 2008. Courtesy of Rosanna Goodman ¿Como se puede evitar que un padre amado se aleje en el pasado? Rosanna y Sarah pueden contar historias, pero las historias se hacen viejas y repetitivas; cuando un hombre tiene 32 años de muerto, no hay muchas historias nuevas. Ellas pueden cerrar sus ojos y recordar cuando saltaban en el pecho de su padre en la mañana, antes que él se conectara su catéter. Pero eso es solo una memoria. El beisbol ayuda a las hijas de Steve Goodman a conectarse con su padre. El juego lo mantiene en sus vidas presentes. Ellas dicen que cada vez que ven un juego, especialmente si están involucrados los Cachorros, sienten como si él estuviera con ellas. El beisbol es un regalo que él les dio, lo haya querido o no, una luz que nunca se apaga. Las muchachas pasaron la mayor parte de su niñez en California y Nueva York, y rara vez han vivido en Chicago. Pero se sienten como en casa ahí. Sarah, dice, “Chicago fue mágica y todavía lo es. Es una de mis ciudades favoritas. Hay una cualidad en ella, un olor, una sensación, hay algo muy hogareño y reconfortante en esa ciudad”. El año pasado, mientras se desarrollaban los playoffs de la Liga Nacional, Rosanna pensó: Oh no. Después de pasar la mayor parte de su niñez en Nueva York, ella se convirtió en fanática de los Mets. Pero los Cachorros era el equipo de su padre. Ella le preguntó a sus amigos: ¿Qué hago yo aquí? ¿Por quien voy? Ella se decidió por los Cachorros. Quiere que ganen la Serie Mundial, por su padre y por todas las personas que cantan su canción cuando los Cachorros ganan. Las cenizas de Steve Goodman fueron esparcidas en dos lugares. Su hermano lanzó algo de ellas sobre la pared del jardín izquierdo en Wrigley. La familia esparció el resto en Doubleday Field en Cooperstown. Aún así las hijas juran que su padre nunca se fue completamente. Los amigos de él las cuidan. Los royalties de sus canciones han ayudado a mantenerlas. Su carrera las inspira; Rosanna dice que decidió hacerse cineasta independiente a los 30 debido al ejemplo que su padre dio con su carrera musical; ella ahora vive en Phoenix y trabaja como productora de música, video y películas. “Si esta persona lo pudo hacer, luchando contra el cáncer con tres hijas, ¿Por qué no puedes empezar ahora y hacer eso? dice ella. “Eso es parte de lo que me empuja a triunfar. No hay duda de quien fue él, y su influencia en las personas quienes lo amaron, todo ha sido parte de nuestra vida y ayudó a criarnos. Él ha estado muy presente. Las cualidades de él, y como se conectaba con las personas, su sentido del humor… esas son cosas que me guían en como trato a las personas en mi vida”. Sarah, es una trabajadora social en Los Angeles, donde vive con su esposo y dos hijos. “Saber que fuiste querida y cuidada de esa manera, es algo que se queda contigo”, dice ella. “Sigue siendo algo de lo que saco provecho. Es importante. Necesitas esa experiencia”. Ellas juran que algunas veces él se les aparece para decirles hola. Hablan de eso todo el tiempo. Rosanna recuerda hacer un viaje a Florida con un novio para ir a un campo de minigolf e inmediatamente pelear con él. Entonces hizo un hoyo en uno, y en el momento cuando la pelota entró en el hoyo, “Banana Republics” sonó en los parlantes, la versión de su papá, no la de Buffett. La canción, que trata de ir al trópico “esperando hallar algo de diversión”, le recordó que no había hecho ese viaje para pelear. Cuando Rosanna tenía unos 25 años, estaba quebrada, y leyó un artículo acerca de fondos no reclamados. Investigó y había 500 $ en Illinois a nombre de ella y su padre. Y cuando las muchachas llevaron a la mamá de Steve a Paris, se registraron en el hotel, encendieron el televisor, y apareció una versión francesa de “City of New Orleans”. Ellas piensan que era su papá agradeciéndoles por llevar a su mamá a Paris. Eso puede parecerle alocado a usted, de la manera como la maldición de Billy Goat probablemente le parece alocada. Ha oído esa historia: Supuestamente el dueño de un bar de Chicago llamado Billy Sianis fue conminado a salir de Wrigley Field durante la Serie Mundial de 1945 porque su cabra mascota olía mal, así que él maldijo a los Cachorros, y ellos no han regresado a la Serie Mundial desde entonces. Una necedad. Pero el punto no es que alguna Billy Goat (o su dueño) haya maldecido a los Cachorros. El punto es que los Cachorros fueron tan ineptos, tan incapaces por tanto tiempo, que pudieron hacer creer a unas personas racionales que su equipo fue sentenciado a una eternidad adversa por una animal de granja. El beisbol te lleva tan lejos como lo permita tu imaginación. Los papá también. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

lunes, 3 de octubre de 2016

Desde Cuba con Calor

El viaje del pìtcher Novato de los Marlins José Fernández desde desertor cubano a estrella de Grandes Ligas. Jordan Ritter. 16 de julio de 2013. Grantland Miami era hermosa. José Fernández lo recuerda bien. Él la vio primero hace unos cinco años, mientras flotaba en un bote a diez millas de la costa, las luces desplegadas arriba y afuera, apretadas alrededor de un pedazo de tierra que se estiraba al norte y el oeste por varias miles de millas. Él sabía poco de la ciudad. Sabía que había cubanos, los pocos afortunados quienes habían tenido éxito en el viaje que él intentaba ahora. Sabía que había beisbol. Había oído de algunos que la vida ahí no era fácil, que era dura. De todas formas, él sabía que quería ir. Y sabía que, por lo menos esa noche, no llegaría a la costa. Porque por más cercanas que estuviesen esas luces, Fernández vio otro par de luces más cercanas, las luces de un bote perteneciente a la guardia costera de Estados Unidos, a pocos centenares de yardas. “Cuando ves esas luces”, dice Fernández, “sabes que se acabó. Has oído las historias de esas personas. Son increíbles en su trabajo”. Su trabajo en esas aguas, por lo menos desde que Estados Unidos cambió su política en 1995, es enviar de vuelta a los cubanos a su lugar de origen. La ley es extraña, pero simple. Si eres un desertor cubano quien llega a suelo estadounidense, te puedes quedar. Si eres capturado en el agua, te vas a casa. Fernández fue atrapado en el agua. La guardia costera lo enviaría a Cuba. El gobierno cubano lo metería en prisión. Eso estaba bien, pensó Fernández. Él necesitaba sobrevivir. Mientras él cumpliera eso, algun día, podría salir otra vez. Fue a finales de la tarde del pasado viernes, en el día 102 de la carrera de grande liga de José Fernández, cuando el pitcher estrella de los Marlins estuvo cerca, muy cerca, de recordar correctamente el nombre de su entrenador. El tema apareció mientras Fernández se estiraba cerca del plato en Marlins Park antes de la práctica de bateo, miraba al coach de banca Rob Leary caminar hacia él. “Hey Larry”, dijo Fernández, lo suficientemente claro para alguien quien ha estado hablando inglés por solo cinco años, pero no lo suficiente para evitar que su amigo, el pitcher abridor Kevin Slowey estallara en risas. “¿Cómo lo llamaste? Dijo Slowey saltando a medio camino para pasar su mano por el hombro de Leary. Fernández enfocó la mirada. “¿Qué quieres decir, con como lo llamé?” Un pelotero de primer año de 20 años de edad quien ha construido una reputación por lanzar como si no tuviera 20 años ni fuese un novato, Fernández es el as de su equipo, una estrella. Aún así se encuentra en una posición difícil. Él ha pasado el tiempo suficiente en Estados Unidos para adaptarse a la cultura americana, pero no lo suficiente en el país o las Grandes Ligas para saber cuando, exactamente, los veteranos bromean con él. “¿Cuál es el nombre de este tipo?, preguntó Slowey, señalando a Leary de manera que Fernández no pudiera ver la espalda del uniforme. Fernández agitó la cabeza. “Pregúntale a (Adeiny) Hechavarría”, dijo Fernández, desviando la atención hacia el otro desertor cubano del equipo, quien habla poco inglés. “Él no sabe los nombres de la mitad de los jugadores del equipo”. Pero no, Slowey insistió: Por el momento, se trataba de Fernández. Tenía que haber alguna satisfacción en capturar al novato en un error, porque por la mayor parte de la temporada, Fernández había parecido casi infalible, al liderar a todos los abridores novatos con efectividad de 2.75 y ubicarse tercero en las mayores en imparables permitidos por cada nueve innings, todo durante una temporada cuando se suponía que él debía estar en AA. Fernández había llamado menos la atención que otro novato cubano, Yasiel Puig de los Dodgers de Los Angeles, el de complexión llamativa y más notables arrancadas emocionales, pero a diferencia de Puig, Fernández estaría en Nueva York esa noche, jugando para el equipo de estrellas de la Liga Nacional. También a diferencia de Puig, Fernández ha querido hablar de su historia, una de deserciones fallidas y tiempo en prisión, una que aún a él le cuesta creer, que se haya convertido en pitcher estrella a los 20 años de edad. Pero aún no puede recordar el nombre de su entrenador. “Vamos hombre”, dijo Slowey. “Primer y segundo nombre, ¿Cuál es?” “Ah, vayan al carajo”, dijo Fernández: “No lo sé”. Continuó estirándose mientras sus compañeros de equipo seguían riendo. Hay unas pocas cosas, que el novato todavía tiene que aprender. Si alguien quería encontrar un buen bate cerca del hogar de la niñez de Fernández en Santa Clara, Cuba, más le valía alejarse de los árboles y dirigirse a los campos. Los bates Louisville eran escasos en la isla, así que un niño de 5 años en busca de un bate apropiado, tenía que inventar con los palos cercanos a la granja de su familia. Arrancar la rama de un árbol no servía de nada. Una rama verde, explica Fernández, probablemente esté húmeda. Las ramas húmedas se rompen. Él buscaba palos que habían estado en el campo por un bien tiempo, los que había endurecido el sol caribeño. Una vez que tenía un bate apropiado, Fernández tomaba un bolso de su casa y merodeaba en búsqueda de piedras. Las mejores piedras, por supuesto, eran las más parecidas en tamaño a una pelota de beisbol, pero Fernández no podía ser tan meticuloso. Cualquier cosa que encontrara, la tomaba, al menos el tiempo suficiente para lanzarla al aire y batearla con su nuevo palo hallado, esperaba enviarla lo suficientemente lejos para traspasar la línea de árboles que había designado como territorio de jonrón. Entonces el corría las bases, la primera podía ser un árbol, la segunda una piedra, la tercera una marca en la tierra, todo dependía del día, luego regresaba a su bolso de piedras y volvía a empezar. Jugaba solo, por horas. Se permitía soñar. Algún día, si trabajaba duro, él podía jugar en la liga cubana. No tenía razón para fantasear con las ligas mayores. Por una parte, Fernández no sabía nada de MLB. “Oía que el mejor beisbol estaba ahí”, dice él, “pero yo no conocía a los peloteros, ni los equipos, ni nada”. Segundo, él no tenía motivo para pensar que saldría de Cuba. Aunque compartía una cama con su abuela, por los patrones cubanos él era de clase media alta. “La clase media de Cuba nos es lo mismo que la clase media de aquí”, dice la hermanastra de Fernández, Yadenis Jimenez. Pero Fernández nunca pasó hambre. Nunca pensó que era pobre. “No teníamos motivos para querer salir de Cuba”, dice Ramón Jimenez, el padrastro de Fernández. “Para muchas personas, eso tenía sentido. Pero nosotros estábamos bien”. De hecho, Fernández probablemente estaría aún en Cuba de no haber sido por un disgusto profesional sufrido por Jimenez. Le fue negada la oportunidad de salir del país para una misión médica en Venezuela debido a que el gobierno consideró que él podía desertar. “Hasta entonces”, dice él, “no teníamos motivo para querer salir de Cuba, para pensar en eso. Pero ese incidente fue un recordatorio. Cuando estás allá, es como si estuvieras en una prisión. Yo tenía que salir de ahí”. Así que el desertaría primero, planificó Jimenez, entonces ahorraría suficiente dinero para traer a sus hijos con él. Todos en Cuba, dice Jimenez, conocen a alguien quien sabe de alguien quien trafica con desertores. Si quieres escapar, entonces haces unas llamadas, tal vez tienes varias reuniones, pagas algo entre 500 y 10.000 $ (Fernández dice que su deserción costó alrededor de un billete grande), y lo próximo que sabes, es que vas camino a un bote. Esa es la parte fácil. La mayoría de los desertores potenciales son capturados, y generalmente, esos son los afortunados. Muchos cubanos se refieren al espacio de agua entre La Habana y Miami como el cementerio más grande del Caribe. Si la corriente no te lleva, siempre existe la amenaza de un bote con fugas de agua, la bala de un soldado, o, en algunos casos, un tiburón agresivo. Jimenez lo intentó en varias oportunidades. Falló trece veces. Usualmente, su bote nunca llegaba al agua. Su grupo llegaba a la playa y esperaba por su salida, pero tan pronto como llegaba el bote, un miembro del grupo, un agente encubierto, hacía una llamada. La policía llegaba. Si Jimenez y los otros eran afortunados, regresaban a casa. Si no, terminaban en la cárcel. Eventualmente, sin embargo, Jimenez notaba un patrón. El agente encubierto típicamente esperaba hasta que los desertores hicieran su llamada final, en la cual coordinaban el tiempo exacto de salida, y entonces empezaba la redada. De esa manera, cuando el bote llegaba, la policía podía arrestar a todas las partes involucradas. Si un grupo podía mantener secreto el tiempo de salida, pensó él, entonces podrían escapar antes que llegara la policía. Jimenez cambió su enfoque. En vez de esperar en tierra firme, él y su grupo pasaban horas metidos en el agua. El agente encubierto no tenía otra opción que seguirlos. Solo en ese momento los desertores enviaban un co-conspirador de vuelta a la playa con un teléfono celular, el cual usaba para coordinar la salida. Sus arreglos ya no eran escuchados. Nadie sabía cuando llegaría el bote, ni Jimenez, ni sus compañeros desertores, ni algun posible infiltrado del gobierno en el grupo. Ellos estaban en el mar, solo con la cabeza fuera del agua. Esperaban. Cuando el bote llegaba, saltaban a bordo. Si había algun agente presente, no tenía oportunidad de llamar. Para el momento cuando regresara a tierra firme para tomar su teléfono, los desertores se habrían ido. Una vez que Jimenez llegó a Florida, se estableció en Tampa. Primero, trabajaba en el aeropuerto, lavando carros. Pero pronto encontró trabajo en el campo médico, y ahorró suficiente dinero para empezar a enviarle a los miembros de su familia. Para entonces, José era un adolescente, a pocos años de enlistarse en el servicio militar obligatorio cubano. También era un pitcher con una recta decente, y mientras más hablaba con Jimenez, más fantaseaba con la vida en Estados Unidos. A los 14 años de edad, él y su madre decidieron desertar. Tres veces, intentaron salir hacia Miami. Tres veces fallaron. Fernández pasó unos meses en una prisión cubana, un desertor frustrado rodeado de asesinos, un muchacho de 14 años de edad encerrado con hombres crecidos. No quiere pensar otra vez en la comida, “No tengo idea de cómo describiría eso en inglés”, dice él, “pero créeme, no lo quieres saber”. Él trata de no recordar todos esos cuerpos hacinados en un espacio tan pequeño. Y no deja que su mente regrese al espectro de la muerte en ese lugar. “Para ellos, sus vidas habían terminado”, dice Fernández. “¿Qué les importaba si te mataban? Era solo una muerte más”. Luego que Fernández saliera de prisión, a la edad de 15 años él y su madre planearon otro intento. Esta vez, en vez de salir desde el norte hacia Miami, por décadas la vía más rápida para los desertores cubanos, viajarían al sur, a la provincia de Sancti Spiritus y partirían desde una playa cercana a la ciudad de Trinidad. En vez de dirigirse a Estados Unidos, llegarían a Cancun. La ruta alterna era más larga, pero menos revisada por la policía. El mar era más rudo, pero no existía la amenaza de ver las luces de la guardia costera. En Trinidad, José y su madre, Maritza, se unieron a su hermanastra Yadenis y su madre, así como a otros ocho escapistas. A lo largo de la ruta norteña hacia Miami, a veces había docenas o hasta centenares de potenciales desertores merodeando en la playa, esperando los botes. Pero en el sur, el grupo de Fernández estaba solo. Era cerca de la medianoche y la lluvia caía fría y contínua, eso los hizo buscar refugio cerca del agua hasta que encontraron una cueva. Se metieron en la cavidad, tenían los pies golpeados y sangrientos debido a las rocas afiladas que había en la cueva. Cerca había un faro, al ver policías, asumieron que estaban cazando desertores. “Pensamos, Nunca sospecharán que estamos aquí”, dice Fernández. “Nadie estaría lo suficientemente loco para hacer esto tan cerca de ponerse en evidencia”. Cuando la luz se dirigía en la dirección de ellos, se acostaban. Cuando pasaba, se permitían levantarse. Abajo ellos vieron una entrada, el agua que se extendía desde la cueva hacia el mar. Fernández se sumergió en el agua para revisar la profundidad. No pudo llegar al fondo, lo cual lo convenció de que era lo suficientemente hondo para que se desplazara una lancha. Mediante el teléfono, él dirigió al conductor de la lancha para que entrara a la cueva. La lancha llegó, ellos abordaron, e inmediatamente salieron a todo motor. Pronto llegaron a aguas internacionales, donde los esperaba un yate. “Volteen alrededor y miren”, les dijo el capitán. “Esta es la última vez que verán Cuba”, “Si, bien”, pensó Fernández. Él había creído eso en los viajes previos, y cada vez terminó de vuelta en la isla. Esta vez, no se dejaría llevar de regreso. Para Fernández es difícil recordar muchos de los días siguientes, pero recuerda el bote, grande y lujoso, mucho más que lo que requería su grupo. Él recuerda las olas golpeando la cubierta, lanzando el bote en todas direcciones, convenciéndolos de que pronto estarían muertos. Recuerda el mareo; eso es lo que todos recuerdan, parados en cubierta en condición deplorable. Él no recuerda haberse desmayado, pero su hermana dice que estuvo inconsciente por casi 24 horas. Él recuerda despertar, abrir los ojos cuando las aguas se calmaron y su madre le cocinó un plato de jamón. Y entonces el recuerda el impacto. Lo oyó una noche mientras hablaba con el capitán. Después del impacto, él oyó los gritos. Una ola se había estrellado sobre la cubierta y arrastró a la madre de Fernández hacia el mar. Él vio el cuerpo de ella y antes que tuviera tiempo de pensar, saltó. Un círculo de luz brilló en el agua, y Fernández pudo acercarse a su madre atravesando las olas hasta más de 20 metros del bote. Ella podía nadar, pero solo un poco, y mientras Fernández se aproximaba a ella, levantaba agua salada con cada brazada. Olas, “estúpidas, grandes”, dice él, lo levantaban hasta el cielo, entonces lo lanzaban hacia abajo. Cuando alcanzó a su madre, le dijo, “Agárrate a mi espalda, pero no me hundas. Vamos a ir poco a poco, y lo lograremos”. Ella se aferró al hombro izquierdo de él. Con su brazo derecho, su brazo de pitchear, el avanzaba. Quince minutos después, llegaron al yate. Lanzaron una cuerda, y ellos subieron a bordo. Por el momento, al menos, iban a estar bien. Pronto, llegaron a México. Había menos luces que en Miami, esta vez si llegaron a la costa. Entraron a la mansión de los operadores del anillo de traficantes. Adentro esperaban docenas de desertores, habían estado esperando por un buen rato. Cuba estaba muy lejos, pero Estados Unidos estaba más lejos. “Yo no sabía lo que iba a pasar”, dice Fernández de su estadía en la costa mexicana. En México no hay política de “Pie húmedo, pie seco” como en Estados Unidos. Allí, los desertores cubanos son deportados si los capturan, y el grupo de Fernández oyó conversaciones de políticos sobornables y forjamiento de documentos. “No haces preguntas”, dice él. “Lo que sea que esas personas te pidan hacer, lo haces”. Así que él esperó por más de una semana. Pronto se subieron a un bus con dirección al norte, hacia Veracruz. Allí tomaron otro bus, también hacia el norte. Se suponía que el viaje era hasta una ciudad fronteriza llamada Reynosa. Pero en el trayecto el bus tuvo una parada. Una mujer y cuatro hombres, uniformados de policías, subieron a bordo. Fernández vio como le dijeron a los cubanos, uno por uno, que se bajaran. Él se recostó con la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y pretendió estar dormido. Alguien lo tocó en el hombro. Era hora de que Fernández también bajara del bus. Se pararon a un lado de la carretera, y cuando les preguntaron, le entregaron a los oficiales el número telefónico de uno de los traficantes. Si tenían problemas, les dijo el hombre, díganle a las personas que me llamen. Mientras tanto, los oficiales caminaban de arriba abajo y miraban a los emigrantes. Si veían una pieza de joyería que les gustara, la tomaban. Si tenías algo de dinero encima, lo tomaban también. Bien, pensó Fernández. Esto es todo. Vamos de vuelta ahora, pero está bien. Siempre y cuando no muramos. No murieron. En vez de eso, cuando los oficiales, o quienes quiera que fuesen, habían tomado todo lo que querían, dejaron que los desertores regresaran al bus. Pocas horas después llegaron a Reynosa. Desde Reynosa, atravesaron la frontera hacia Texas. Si eres cubano no importa si llegas en lancha o en bus; tan pronto como pisas suelo estadounidense, eres bienvenido. “Cuando llegamos a Texas”, dice Fernández, “y estábamos parados en la oficina de inmigración para obtener nuestros papeles, lo cual finalmente estaba ocurriendo, era como si…” y él hace una pausa. “Solo, no lo sé. Solo…Caramba”. Eso fue el 5 de abril de 2008. Nueve días después, bajo un árbol en un campo de beisbol de pequeñas ligas al norte de Tampa, Fernández conoció al hombre quien cambiaría su vida. Orlando Chinea es un desertor cubano de cabello gris y piel café quién fuma al menos un Montecristo diario y cree que todos los pitchers pueden ser mejores si solo saltaran más neumáticos y cortaran más árboles. Él miró al Fernández de 15 años de edad, espigado pero solo pesaba 80 kilogramos, y no sabía que pensar. Un antíguo entrenador de pitcheo en la liga japonesa y para el equipo nacional cubano, Chinea ahora trabajaba de manera privada con prospectos del area de Tampa. Había acordado observar a Fernández sin cobrar, pero si el muchacho no era lo suficientemente bueno, él no iba a desperdiciar el tiempo de nadie. Fernández lanzaba. “No sabía pitchear”, dice Chinea. “Él podía lanzar”. Su recta llegaba a las 84 millas por hora. Su curva era recortada, no usaba todo el brazo, pero al menos el envío curveaba. Suficientemente bueno, pensó Chinea. Ese verano, ellos trabajaron. De ocho am hasta 1:30 pm. “De lunes a lunes”, dice Chinea. “Sin descanso”. En un mes, Fernández nunca tocó una pelota de beisbol. Pasaba una hora al día estirándose, luego se ejercitaba unas horas, carreras, algo de pesas, natación, lanzar el balón medicinal, y por supuesto, saltar neumáticos y derribar árboles. En ocasiones él se quejaba. Pero se contenía. “Yo pensaba en cuantas personas hay en Estados Unidos”, dice Fernández. “De todas esas personas, muchas de ellas son beisbolistas. De todos esos beisbolistas, muchos son pitchers. Y entonces pensaba, ¿Están esos pitchers ejercitandose al aire libre ahora? Probablemente en alguna parte, si. Así que yo no podía abandonar”. Chinea dice: “Él no podía renunciar. No importaba si odiaba los ejercicios. Él amaba el beisbol”. Chinea quien ha trabajado con los cubanos Liván Hernández, Orlando “El Duque” Hernández, y José Contreras, dice, “No he conocido a nadie quien quiera tanto al beisbol como José”. Además, ¿qué más podía hacer? Fernández no tenía amigos y hablaba poco inglés. El beisbol era familiar. En el calor, en el medio de un entrenamiento, se sentía casi como si estuviera de vuelta en el hogar. Así que cada día el aparecía y trabajaba. Finalmente, Chinea le permitió empezar a pitchear, y compró un guante Wilson en Walmart por 13.99 $. Ese otoño él llego a las pruebas de Alonso High School, una de las escuelas secundarias más poderosas del estado. Él fue una de las últimas adiciones, incluido en el último grupo de prueba del día. Lanzó. La pistola de radar marcó 94. Si, el entrenador Landy Faedo se decidió. Podían utilizarlo en el equipo. El próximo año, Fernández se llevó un marcador Sharpie al espejo de su baño. Escribió allí, en números grandes, “98”. Noventa y ocho milla por hora. Cada día, esa era la meta. Trabajando junto a Chinea, él llegaría allí pronto. En las tardes, Fernández iba desde la escuela a la práctica de beisbol. Después de la práctica, se quedaba en el campo con Chinea, y trabajaban cada noche desde las 6 hasta las 9. Los fines de semana, trabajaban en las mañanas. Chinea se aparecía en la casa de Fernández los domingos, listo para arrancar a las 5:30 am. En Navidad, él trabajaba. La víspera de Año Nuevo, él estaba en el campo pasadas las 9 pm. Era bueno, pero nunca suficientemente bueno. Una tarde, Fernández pitcheó siete innings para Alonso High School, ponchó 15 bateadores. El día siguiente, mientras se ejercitaba, le pidió a Chinea que evaluara su actuación. “Porquería”, dijo Chinea. “Pitcheaste como un preinfantil”. Si, tuvo muchos ponches, pero, Chinea señaló que la mayoría de ellos llegaron con curvas recortadas. “¿Te estás entrenando para ser un pitcher de escuela secundaria?” Preguntó Chinea. “¿O te estás entrenando para las Grandes Ligas?” Fernández se fue. Se suponía que Chinea le iba a dar la cola, pero en lugar de eso, él se fue caminando a casa. Chinea lo siguió mientras él caminaba. “Sube al carro”, dijo Chinea, pero Fernández lo rechazó. “Está bien”, replicó Chinea, y se fue a toda velocidad. El día siguiente Chinea le dijo que estaba suspendido, no habría entrenamientos privados por al menos dos semanas. Al final de esas dos semanas, Fernández había perdido 6 millas por hora en su recta. Bien, decidió él. No discutiría más con Chinea. Aún así, podía ser duro para Fernández quedarse tranquilo. Nunca había sido alguien quien controlara sus emociones. Como pelotero de escuela secundaria, terminaba los swings de jonrón lanzando el bate y levantando ambos brazos al aire, y después de su primer batazo largo en la secundaria, se quitó el casco mientras doblaba en segunda base y lo agitó sobre su cabeza. Marcaba los ponches gritando “¡siéntate!” y era conocido, por decirle al árbitro, cuando era necesario, que estaba ciego. “¿Era él arrogante?” pregunta Shane Bishop, un compañero de equipo de secundaria quien ahora juega en Eckerd College. “Pienso que nadie discutirá contigo si dices que él era arrogante, pero el lo demostraba en el trabajo. Hacía todo lo que podía para respaldar todo lo que decía”. Como estudiante de segundo año, él lideró a Alonso a un título estadal. En su año final, lo hizo de nuevo. Durante ese año Chuck Hernández, ahora coach de pitcheo de los Marlins, lo vio jugar. Fernández se había comprometido con la University of South Florida, pero cuando Hernández vio a Fernández pitchear, le dio malas noticias al cuerpo técnico de USF. “Ustedes no tendrán a ese muchacho”, dijo Hernández, como lo recuerda una historia del Miami Herald. “Él no va para ninguna universidad”. Tenía razón. Los Marlins convirtieron a Fernández en la decimocuarta escogencia del draft de 2011. Para finales de la escuela secundaria, Chinea había cambiado su mensaje. Fernández ya no pitcheaba como un preinfantil. “Estás listo para las Grandes Ligas”, le dijo Chinea. “Eres mejor que algunos de esos tipos justo ahora”. Fernández nunca planeó pasar mucho tiempo en las ligas menores. “Tenía mucha autoconfianza”, dice Wayne Rosenthal, el coordinador de pitcheo de ligas menores de los Marlins. “Era arrogante? Si, diría que lo era. Era el nuevo muchacho de la cuadra, la gran escogencia del draft, y hablaba como tal. Algunos peloteros decían, ‘¿Qué está haciendo este tipo?’ Más le vale respaldar lo que dice’. Bien, lo hizo”. Los coaches de Fernández en ligas menores, como sus coaches de escuela secundaria, trabajaron para atenuar las expresiones emocionales altisonantes. Había que dejar de discutir con los árbitros, quitarse el casco después de los jonrones, decirle a sus víctimas de ponches cuando y donde deberían sentarse. “Es un juego diferente en Estados Unidos”, dice Chinea. “No puedes mostrar la misma pasión. Las reglas son diferentes”. En 2012, Fernández quemó la pelota Clase A, dejó marca de 14-1 con 1.75 de efectividad, ponchando 10.6 bateadores por cada nueve innings. Ese año él llegó al campo de entrenamiento, esperando aprender. “Recuerdo haber hablado con él un día en la primavera”, dice el relevista Steve Cishek. “Y él decía como se sentía emocionado de estar ahí, de cómo quería mantenerse quieto y ver como es todo, aprender de los veteranos. Yo lo veo y le digo, ‘Está bien, hombre, eso es muy bueno’. Bien lo próximo que sabes, es que él está en las Grandes Ligas, y merodea alrededor del clubhouse, gritando, riendo, de todo. Es como si fuese el dueño del lugar”. Fernández nunca jugó por encima de Clase A el año pasado, y aunque planeaba pasar como un trueno por las menores, él esperaba al menos empezar este año en AA. Los Marlins, son embargo, se preparaban para ser un desastre en 2013. Luego de un receso en el cual vendieron todos los peloteros de calibre, el equipo estaba jugando en un estadio inmaculado de 634 millones de dólares pero a menudo casi vacio. El parque, financiado en gran parte con fondos públicos, premió a los residentes del condado de Miami-Dade con la segunda nómina peor pagada del beisbol y un roster que de seguro clasificaba entre los peores de las Grandes Ligas. Así que, aunque Fernández brillara, su equipo aún sería de bajo rendimiento. Y todo ese tiempo, la franquicia estaría consumiendo una de sus tres temporadas jugando por el salario mínimo. Mientras más pronto lo subieran, más pronto sería elegible para arbitraje. Y mientras más pronto ocurriera eso, más rápido sería cambiado a un equipo de presupuesto grande. “ Las personas pueden debatir sobre eso”, dijo Mike Redmond, el manager de los Marlins. “Pero veo a este muchacho y lo quiero en el equipo. Por supuesto que todos lo queremos”. El día previo a la inauguración de la temporada, los Marlins colocaron a los lanzadores Henderson Álvarez y Nathan Eovaldi en la lista de incapacitados. “Para ese momento si me preguntaban por el mejor pitcher que teníamos en las ligas menores, bien, este es el tipo”, dijo Rosenthal, el coordinador de pitcheo. “Se puede reclamar si esa fue la decisión correcta todo lo que se quiera, pero la conclusión era, que ese era el tipo que estaba listo para subir”. Fernández estaba en un centro comercial en Palm Beach Gardens cuando Rosenthal lo llamó de vuelta al estadio. Allí, el habló por teléfono con el dueño del equipo, Jeffrey Loria. Loria tenía algo que decirle. Minutos después, Fernández se sentó solo en su carro, y lloró. En nueve días, subiría al montículo para abrir contra los Mets de Nueva York. El pasado viernes en el terreno, Fernández estaba reunido con sus colegas pitchers antes de la práctica de bateo. Habían pasado más de tres meses desde que permitió una carrera y tres imparables en aquella primera apertura ante los Mets, y menos de una semana desde que supo que regresaría a Nueva York para el Juego de Estrellas. Su recta toca las 99 millas, su cambio puede flotar o hundirse de pronto, y su curva se aleja tanto de los bates que el compañero de equipo Logan Morrison la llama “la desertora”. “Él es muy corajudo”, dice el infielder de los Marlins, Plácido Polanco, quien compara la actitud de Fernández en el terreno con la de Albert Pujols. “Él no se deja intimidar, no le importa quien seas”. Slowey ve en Fernández a una versión de Francisco Liriano antes de la lesión. “Sólo José conoce su cuerpo”, dice Slowey. “Él está totalmente seguro de su mecánica”. Pero él todavía es un novato. Y esa tarde sus compañeros siguieron echándole broma. “¡Nada de pantalones cortos en el terreno! Gritó Slowey, señalando los pantalones remangados de Fernández. “Vas a ser multado con 100 $ por eso”. Fernández murmuró y desenrolló sus pantalones, agitando la cabeza mientras Slowey reia. Él estaba programado para abrir el juego el día siguiente, pero Fernández ya estaba preparándose para eso. “Esa es una regla que me gusta”, dijo él. “El día que abres, antes del juego puedes hacer lo que quieras. Ir al terreno cada vez que quieras, ponerte la ropa que quieras, hacer cualquier cosa”. Agarró una banda de goma extra grande para estirar sus hombros. Estaba parado en medio del estadio de los Marlins, ya era millonario y a solo años de firmar un contrato que le reportaría muchos millones más. Estaba parado a menos de 20 millas del lugar donde había flotado en el océano aquella noche hacía más de cinco años y miró una ciudad que quizás nunca podría alcanzar. Fernández había llegado desde un largo y tortuoso camino de muchas millas, y por un momento, se permitió hacer un inventario de la manera drástica como había cambiado su vida: “Es como si le dijeras a alguien, ‘Hey, voy a trabajar hoy’. ‘Oh, ¿si? ¿Qué vas a hacer?’ Y tú dices, ‘Voy a hacer lo que quiera’. ¿Puedes creer eso? Tenemos un día a la semana cuando podemos hacer cualquier cosa que queramos. ¿Cuántas personas pueden decir eso?” En Cuba, muy pocas. Pero en el mismo número de años que les toma a muchos alcanzar un grado universitario, Fernández ha pasado de recluso a desertor a estrella de MLB. Así que si, él se permite disfrutar todo en su vida, hasta el lujo de romper el código de vestimenta una vez a la semana. “Hombre”, continuó él, sonriendo mientras miraba a sus compañeros. “Si puedes decir eso, tienes un trabajo muy bueno”. Jordan Ritter Conn es periodista de Grantland. Escribió The Defender: Manute Bol’. Journey from Sudan to the NBA and Back Again, un e-book multimedia publicado por The Atavist. Traducción: Alfonso L. Tusa C.