lunes, 3 de octubre de 2016
Desde Cuba con Calor
El viaje del pìtcher Novato de los Marlins José Fernández desde desertor cubano a estrella de Grandes Ligas.
Jordan Ritter. 16 de julio de 2013. Grantland
Miami era hermosa. José Fernández lo recuerda bien.
Él la vio primero hace unos cinco años, mientras flotaba en un bote a diez millas de la costa, las luces desplegadas arriba y afuera, apretadas alrededor de un pedazo de tierra que se estiraba al norte y el oeste por varias miles de millas. Él sabía poco de la ciudad. Sabía que había cubanos, los pocos afortunados quienes habían tenido éxito en el viaje que él intentaba ahora. Sabía que había beisbol. Había oído de algunos que la vida ahí no era fácil, que era dura. De todas formas, él sabía que quería ir. Y sabía que, por lo menos esa noche, no llegaría a la costa.
Porque por más cercanas que estuviesen esas luces, Fernández vio otro par de luces más cercanas, las luces de un bote perteneciente a la guardia costera de Estados Unidos, a pocos centenares de yardas. “Cuando ves esas luces”, dice Fernández, “sabes que se acabó. Has oído las historias de esas personas. Son increíbles en su trabajo”.
Su trabajo en esas aguas, por lo menos desde que Estados Unidos cambió su política en 1995, es enviar de vuelta a los cubanos a su lugar de origen. La ley es extraña, pero simple. Si eres un desertor cubano quien llega a suelo estadounidense, te puedes quedar. Si eres capturado en el agua, te vas a casa.
Fernández fue atrapado en el agua. La guardia costera lo enviaría a Cuba. El gobierno cubano lo metería en prisión. Eso estaba bien, pensó Fernández. Él necesitaba sobrevivir. Mientras él cumpliera eso, algun día, podría salir otra vez.
Fue a finales de la tarde del pasado viernes, en el día 102 de la carrera de grande liga de José Fernández, cuando el pitcher estrella de los Marlins estuvo cerca, muy cerca, de recordar correctamente el nombre de su entrenador.
El tema apareció mientras Fernández se estiraba cerca del plato en Marlins Park antes de la práctica de bateo, miraba al coach de banca Rob Leary caminar hacia él. “Hey Larry”, dijo Fernández, lo suficientemente claro para alguien quien ha estado hablando inglés por solo cinco años, pero no lo suficiente para evitar que su amigo, el pitcher abridor Kevin Slowey estallara en risas.
“¿Cómo lo llamaste? Dijo Slowey saltando a medio camino para pasar su mano por el hombro de Leary.
Fernández enfocó la mirada. “¿Qué quieres decir, con como lo llamé?” Un pelotero de primer año de 20 años de edad quien ha construido una reputación por lanzar como si no tuviera 20 años ni fuese un novato, Fernández es el as de su equipo, una estrella. Aún así se encuentra en una posición difícil. Él ha pasado el tiempo suficiente en Estados Unidos para adaptarse a la cultura americana, pero no lo suficiente en el país o las Grandes Ligas para saber cuando, exactamente, los veteranos bromean con él.
“¿Cuál es el nombre de este tipo?, preguntó Slowey, señalando a Leary de manera que Fernández no pudiera ver la espalda del uniforme. Fernández agitó la cabeza. “Pregúntale a (Adeiny) Hechavarría”, dijo Fernández, desviando la atención hacia el otro desertor cubano del equipo, quien habla poco inglés. “Él no sabe los nombres de la mitad de los jugadores del equipo”.
Pero no, Slowey insistió: Por el momento, se trataba de Fernández. Tenía que haber alguna satisfacción en capturar al novato en un error, porque por la mayor parte de la temporada, Fernández había parecido casi infalible, al liderar a todos los abridores novatos con efectividad de 2.75 y ubicarse tercero en las mayores en imparables permitidos por cada nueve innings, todo durante una temporada cuando se suponía que él debía estar en AA.
Fernández había llamado menos la atención que otro novato cubano, Yasiel Puig de los Dodgers de Los Angeles, el de complexión llamativa y más notables arrancadas emocionales, pero a diferencia de Puig, Fernández estaría en Nueva York esa noche, jugando para el equipo de estrellas de la Liga Nacional. También a diferencia de Puig, Fernández ha querido hablar de su historia, una de deserciones fallidas y tiempo en prisión, una que aún a él le cuesta creer, que se haya convertido en pitcher estrella a los 20 años de edad.
Pero aún no puede recordar el nombre de su entrenador. “Vamos hombre”, dijo Slowey. “Primer y segundo nombre, ¿Cuál es?”
“Ah, vayan al carajo”, dijo Fernández: “No lo sé”. Continuó estirándose mientras sus compañeros de equipo seguían riendo. Hay unas pocas cosas, que el novato todavía tiene que aprender.
Si alguien quería encontrar un buen bate cerca del hogar de la niñez de Fernández en Santa Clara, Cuba, más le valía alejarse de los árboles y dirigirse a los campos. Los bates Louisville eran escasos en la isla, así que un niño de 5 años en busca de un bate apropiado, tenía que inventar con los palos cercanos a la granja de su familia. Arrancar la rama de un árbol no servía de nada. Una rama verde, explica Fernández, probablemente esté húmeda. Las ramas húmedas se rompen.
Él buscaba palos que habían estado en el campo por un bien tiempo, los que había endurecido el sol caribeño. Una vez que tenía un bate apropiado, Fernández tomaba un bolso de su casa y merodeaba en búsqueda de piedras. Las mejores piedras, por supuesto, eran las más parecidas en tamaño a una pelota de beisbol, pero Fernández no podía ser tan meticuloso. Cualquier cosa que encontrara, la tomaba, al menos el tiempo suficiente para lanzarla al aire y batearla con su nuevo palo hallado, esperaba enviarla lo suficientemente lejos para traspasar la línea de árboles que había designado como territorio de jonrón. Entonces el corría las bases, la primera podía ser un árbol, la segunda una piedra, la tercera una marca en la tierra, todo dependía del día, luego regresaba a su bolso de piedras y volvía a empezar. Jugaba solo, por horas. Se permitía soñar. Algún día, si trabajaba duro, él podía jugar en la liga cubana.
No tenía razón para fantasear con las ligas mayores. Por una parte, Fernández no sabía nada de MLB. “Oía que el mejor beisbol estaba ahí”, dice él, “pero yo no conocía a los peloteros, ni los equipos, ni nada”. Segundo, él no tenía motivo para pensar que saldría de Cuba. Aunque compartía una cama con su abuela, por los patrones cubanos él era de clase media alta. “La clase media de Cuba nos es lo mismo que la clase media de aquí”, dice la hermanastra de Fernández, Yadenis Jimenez. Pero Fernández nunca pasó hambre. Nunca pensó que era pobre.
“No teníamos motivos para querer salir de Cuba”, dice Ramón Jimenez, el padrastro de Fernández. “Para muchas personas, eso tenía sentido. Pero nosotros estábamos bien”.
De hecho, Fernández probablemente estaría aún en Cuba de no haber sido por un disgusto profesional sufrido por Jimenez. Le fue negada la oportunidad de salir del país para una misión médica en Venezuela debido a que el gobierno consideró que él podía desertar. “Hasta entonces”, dice él, “no teníamos motivo para querer salir de Cuba, para pensar en eso. Pero ese incidente fue un recordatorio. Cuando estás allá, es como si estuvieras en una prisión. Yo tenía que salir de ahí”. Así que el desertaría primero, planificó Jimenez, entonces ahorraría suficiente dinero para traer a sus hijos con él.
Todos en Cuba, dice Jimenez, conocen a alguien quien sabe de alguien quien trafica con desertores. Si quieres escapar, entonces haces unas llamadas, tal vez tienes varias reuniones, pagas algo entre 500 y 10.000 $ (Fernández dice que su deserción costó alrededor de un billete grande), y lo próximo que sabes, es que vas camino a un bote. Esa es la parte fácil. La mayoría de los desertores potenciales son capturados, y generalmente, esos son los afortunados. Muchos cubanos se refieren al espacio de agua entre La Habana y Miami como el cementerio más grande del Caribe. Si la corriente no te lleva, siempre existe la amenaza de un bote con fugas de agua, la bala de un soldado, o, en algunos casos, un tiburón agresivo.
Jimenez lo intentó en varias oportunidades. Falló trece veces. Usualmente, su bote nunca llegaba al agua. Su grupo llegaba a la playa y esperaba por su salida, pero tan pronto como llegaba el bote, un miembro del grupo, un agente encubierto, hacía una llamada. La policía llegaba. Si Jimenez y los otros eran afortunados, regresaban a casa. Si no, terminaban en la cárcel.
Eventualmente, sin embargo, Jimenez notaba un patrón. El agente encubierto típicamente esperaba hasta que los desertores hicieran su llamada final, en la cual coordinaban el tiempo exacto de salida, y entonces empezaba la redada. De esa manera, cuando el bote llegaba, la policía podía arrestar a todas las partes involucradas. Si un grupo podía mantener secreto el tiempo de salida, pensó él, entonces podrían escapar antes que llegara la policía. Jimenez cambió su enfoque. En vez de esperar en tierra firme, él y su grupo pasaban horas metidos en el agua. El agente encubierto no tenía otra opción que seguirlos. Solo en ese momento los desertores enviaban un co-conspirador de vuelta a la playa con un teléfono celular, el cual usaba para coordinar la salida. Sus arreglos ya no eran escuchados. Nadie sabía cuando llegaría el bote, ni Jimenez, ni sus compañeros desertores, ni algun posible infiltrado del gobierno en el grupo. Ellos estaban en el mar, solo con la cabeza fuera del agua. Esperaban. Cuando el bote llegaba, saltaban a bordo. Si había algun agente presente, no tenía oportunidad de llamar. Para el momento cuando regresara a tierra firme para tomar su teléfono, los desertores se habrían ido.
Una vez que Jimenez llegó a Florida, se estableció en Tampa. Primero, trabajaba en el aeropuerto, lavando carros. Pero pronto encontró trabajo en el campo médico, y ahorró suficiente dinero para empezar a enviarle a los miembros de su familia. Para entonces, José era un adolescente, a pocos años de enlistarse en el servicio militar obligatorio cubano. También era un pitcher con una recta decente, y mientras más hablaba con Jimenez, más fantaseaba con la vida en Estados Unidos. A los 14 años de edad, él y su madre decidieron desertar.
Tres veces, intentaron salir hacia Miami. Tres veces fallaron. Fernández pasó unos meses en una prisión cubana, un desertor frustrado rodeado de asesinos, un muchacho de 14 años de edad encerrado con hombres crecidos. No quiere pensar otra vez en la comida, “No tengo idea de cómo describiría eso en inglés”, dice él, “pero créeme, no lo quieres saber”. Él trata de no recordar todos esos cuerpos hacinados en un espacio tan pequeño. Y no deja que su mente regrese al espectro de la muerte en ese lugar. “Para ellos, sus vidas habían terminado”, dice Fernández. “¿Qué les importaba si te mataban? Era solo una muerte más”.
Luego que Fernández saliera de prisión, a la edad de 15 años él y su madre planearon otro intento. Esta vez, en vez de salir desde el norte hacia Miami, por décadas la vía más rápida para los desertores cubanos, viajarían al sur, a la provincia de Sancti Spiritus y partirían desde una playa cercana a la ciudad de Trinidad. En vez de dirigirse a Estados Unidos, llegarían a Cancun. La ruta alterna era más larga, pero menos revisada por la policía. El mar era más rudo, pero no existía la amenaza de ver las luces de la guardia costera. En Trinidad, José y su madre, Maritza, se unieron a su hermanastra Yadenis y su madre, así como a otros ocho escapistas.
A lo largo de la ruta norteña hacia Miami, a veces había docenas o hasta centenares de potenciales desertores merodeando en la playa, esperando los botes. Pero en el sur, el grupo de Fernández estaba solo. Era cerca de la medianoche y la lluvia caía fría y contínua, eso los hizo buscar refugio cerca del agua hasta que encontraron una cueva. Se metieron en la cavidad, tenían los pies golpeados y sangrientos debido a las rocas afiladas que había en la cueva. Cerca había un faro, al ver policías, asumieron que estaban cazando desertores. “Pensamos, Nunca sospecharán que estamos aquí”, dice Fernández. “Nadie estaría lo suficientemente loco para hacer esto tan cerca de ponerse en evidencia”. Cuando la luz se dirigía en la dirección de ellos, se acostaban. Cuando pasaba, se permitían levantarse.
Abajo ellos vieron una entrada, el agua que se extendía desde la cueva hacia el mar. Fernández se sumergió en el agua para revisar la profundidad. No pudo llegar al fondo, lo cual lo convenció de que era lo suficientemente hondo para que se desplazara una lancha. Mediante el teléfono, él dirigió al conductor de la lancha para que entrara a la cueva. La lancha llegó, ellos abordaron, e inmediatamente salieron a todo motor. Pronto llegaron a aguas internacionales, donde los esperaba un yate. “Volteen alrededor y miren”, les dijo el capitán. “Esta es la última vez que verán Cuba”, “Si, bien”, pensó Fernández. Él había creído eso en los viajes previos, y cada vez terminó de vuelta en la isla. Esta vez, no se dejaría llevar de regreso.
Para Fernández es difícil recordar muchos de los días siguientes, pero recuerda el bote, grande y lujoso, mucho más que lo que requería su grupo. Él recuerda las olas golpeando la cubierta, lanzando el bote en todas direcciones, convenciéndolos de que pronto estarían muertos. Recuerda el mareo; eso es lo que todos recuerdan, parados en cubierta en condición deplorable. Él no recuerda haberse desmayado, pero su hermana dice que estuvo inconsciente por casi 24 horas. Él recuerda despertar, abrir los ojos cuando las aguas se calmaron y su madre le cocinó un plato de jamón.
Y entonces el recuerda el impacto. Lo oyó una noche mientras hablaba con el capitán. Después del impacto, él oyó los gritos. Una ola se había estrellado sobre la cubierta y arrastró a la madre de Fernández hacia el mar. Él vio el cuerpo de ella y antes que tuviera tiempo de pensar, saltó. Un círculo de luz brilló en el agua, y Fernández pudo acercarse a su madre atravesando las olas hasta más de 20 metros del bote. Ella podía nadar, pero solo un poco, y mientras Fernández se aproximaba a ella, levantaba agua salada con cada brazada. Olas, “estúpidas, grandes”, dice él, lo levantaban hasta el cielo, entonces lo lanzaban hacia abajo. Cuando alcanzó a su madre, le dijo, “Agárrate a mi espalda, pero no me hundas. Vamos a ir poco a poco, y lo lograremos”. Ella se aferró al hombro izquierdo de él. Con su brazo derecho, su brazo de pitchear, el avanzaba. Quince minutos después, llegaron al yate. Lanzaron una cuerda, y ellos subieron a bordo. Por el momento, al menos, iban a estar bien.
Pronto, llegaron a México. Había menos luces que en Miami, esta vez si llegaron a la costa. Entraron a la mansión de los operadores del anillo de traficantes. Adentro esperaban docenas de desertores, habían estado esperando por un buen rato. Cuba estaba muy lejos, pero Estados Unidos estaba más lejos.
“Yo no sabía lo que iba a pasar”, dice Fernández de su estadía en la costa mexicana. En México no hay política de “Pie húmedo, pie seco” como en Estados Unidos. Allí, los desertores cubanos son deportados si los capturan, y el grupo de Fernández oyó conversaciones de políticos sobornables y forjamiento de documentos. “No haces preguntas”, dice él. “Lo que sea que esas personas te pidan hacer, lo haces”. Así que él esperó por más de una semana.
Pronto se subieron a un bus con dirección al norte, hacia Veracruz. Allí tomaron otro bus, también hacia el norte. Se suponía que el viaje era hasta una ciudad fronteriza llamada Reynosa. Pero en el trayecto el bus tuvo una parada. Una mujer y cuatro hombres, uniformados de policías, subieron a bordo. Fernández vio como le dijeron a los cubanos, uno por uno, que se bajaran. Él se recostó con la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y pretendió estar dormido.
Alguien lo tocó en el hombro. Era hora de que Fernández también bajara del bus. Se pararon a un lado de la carretera, y cuando les preguntaron, le entregaron a los oficiales el número telefónico de uno de los traficantes. Si tenían problemas, les dijo el hombre, díganle a las personas que me llamen. Mientras tanto, los oficiales caminaban de arriba abajo y miraban a los emigrantes. Si veían una pieza de joyería que les gustara, la tomaban. Si tenías algo de dinero encima, lo tomaban también. Bien, pensó Fernández. Esto es todo. Vamos de vuelta ahora, pero está bien. Siempre y cuando no muramos.
No murieron. En vez de eso, cuando los oficiales, o quienes quiera que fuesen, habían tomado todo lo que querían, dejaron que los desertores regresaran al bus. Pocas horas después llegaron a Reynosa. Desde Reynosa, atravesaron la frontera hacia Texas. Si eres cubano no importa si llegas en lancha o en bus; tan pronto como pisas suelo estadounidense, eres bienvenido. “Cuando llegamos a Texas”, dice Fernández, “y estábamos parados en la oficina de inmigración para obtener nuestros papeles, lo cual finalmente estaba ocurriendo, era como si…” y él hace una pausa.
“Solo, no lo sé. Solo…Caramba”.
Eso fue el 5 de abril de 2008. Nueve días después, bajo un árbol en un campo de beisbol de pequeñas ligas al norte de Tampa, Fernández conoció al hombre quien cambiaría su vida. Orlando Chinea es un desertor cubano de cabello gris y piel café quién fuma al menos un Montecristo diario y cree que todos los pitchers pueden ser mejores si solo saltaran más neumáticos y cortaran más árboles.
Él miró al Fernández de 15 años de edad, espigado pero solo pesaba 80 kilogramos, y no sabía que pensar. Un antíguo entrenador de pitcheo en la liga japonesa y para el equipo nacional cubano, Chinea ahora trabajaba de manera privada con prospectos del area de Tampa. Había acordado observar a Fernández sin cobrar, pero si el muchacho no era lo suficientemente bueno, él no iba a desperdiciar el tiempo de nadie. Fernández lanzaba. “No sabía pitchear”, dice Chinea. “Él podía lanzar”. Su recta llegaba a las 84 millas por hora. Su curva era recortada, no usaba todo el brazo, pero al menos el envío curveaba. Suficientemente bueno, pensó Chinea.
Ese verano, ellos trabajaron. De ocho am hasta 1:30 pm. “De lunes a lunes”, dice Chinea. “Sin descanso”. En un mes, Fernández nunca tocó una pelota de beisbol. Pasaba una hora al día estirándose, luego se ejercitaba unas horas, carreras, algo de pesas, natación, lanzar el balón medicinal, y por supuesto, saltar neumáticos y derribar árboles. En ocasiones él se quejaba. Pero se contenía. “Yo pensaba en cuantas personas hay en Estados Unidos”, dice Fernández. “De todas esas personas, muchas de ellas son beisbolistas. De todos esos beisbolistas, muchos son pitchers. Y entonces pensaba, ¿Están esos pitchers ejercitandose al aire libre ahora? Probablemente en alguna parte, si. Así que yo no podía abandonar”. Chinea dice: “Él no podía renunciar. No importaba si odiaba los ejercicios. Él amaba el beisbol”. Chinea quien ha trabajado con los cubanos Liván Hernández, Orlando “El Duque” Hernández, y José Contreras, dice, “No he conocido a nadie quien quiera tanto al beisbol como José”.
Además, ¿qué más podía hacer? Fernández no tenía amigos y hablaba poco inglés. El beisbol era familiar. En el calor, en el medio de un entrenamiento, se sentía casi como si estuviera de vuelta en el hogar. Así que cada día el aparecía y trabajaba. Finalmente, Chinea le permitió empezar a pitchear, y compró un guante Wilson en Walmart por 13.99 $.
Ese otoño él llego a las pruebas de Alonso High School, una de las escuelas secundarias más poderosas del estado. Él fue una de las últimas adiciones, incluido en el último grupo de prueba del día. Lanzó. La pistola de radar marcó 94. Si, el entrenador Landy Faedo se decidió. Podían utilizarlo en el equipo.
El próximo año, Fernández se llevó un marcador Sharpie al espejo de su baño. Escribió allí, en números grandes, “98”. Noventa y ocho milla por hora. Cada día, esa era la meta. Trabajando junto a Chinea, él llegaría allí pronto.
En las tardes, Fernández iba desde la escuela a la práctica de beisbol. Después de la práctica, se quedaba en el campo con Chinea, y trabajaban cada noche desde las 6 hasta las 9. Los fines de semana, trabajaban en las mañanas. Chinea se aparecía en la casa de Fernández los domingos, listo para arrancar a las 5:30 am. En Navidad, él trabajaba. La víspera de Año Nuevo, él estaba en el campo pasadas las 9 pm.
Era bueno, pero nunca suficientemente bueno. Una tarde, Fernández pitcheó siete innings para Alonso High School, ponchó 15 bateadores. El día siguiente, mientras se ejercitaba, le pidió a Chinea que evaluara su actuación. “Porquería”, dijo Chinea. “Pitcheaste como un preinfantil”. Si, tuvo muchos ponches, pero, Chinea señaló que la mayoría de ellos llegaron con curvas recortadas. “¿Te estás entrenando para ser un pitcher de escuela secundaria?” Preguntó Chinea. “¿O te estás entrenando para las Grandes Ligas?”
Fernández se fue. Se suponía que Chinea le iba a dar la cola, pero en lugar de eso, él se fue caminando a casa. Chinea lo siguió mientras él caminaba. “Sube al carro”, dijo Chinea, pero Fernández lo rechazó. “Está bien”, replicó Chinea, y se fue a toda velocidad. El día siguiente Chinea le dijo que estaba suspendido, no habría entrenamientos privados por al menos dos semanas. Al final de esas dos semanas, Fernández había perdido 6 millas por hora en su recta. Bien, decidió él. No discutiría más con Chinea.
Aún así, podía ser duro para Fernández quedarse tranquilo. Nunca había sido alguien quien controlara sus emociones. Como pelotero de escuela secundaria, terminaba los swings de jonrón lanzando el bate y levantando ambos brazos al aire, y después de su primer batazo largo en la secundaria, se quitó el casco mientras doblaba en segunda base y lo agitó sobre su cabeza. Marcaba los ponches gritando “¡siéntate!” y era conocido, por decirle al árbitro, cuando era necesario, que estaba ciego. “¿Era él arrogante?” pregunta Shane Bishop, un compañero de equipo de secundaria quien ahora juega en Eckerd College. “Pienso que nadie discutirá contigo si dices que él era arrogante, pero el lo demostraba en el trabajo. Hacía todo lo que podía para respaldar todo lo que decía”.
Como estudiante de segundo año, él lideró a Alonso a un título estadal. En su año final, lo hizo de nuevo. Durante ese año Chuck Hernández, ahora coach de pitcheo de los Marlins, lo vio jugar. Fernández se había comprometido con la University of South Florida, pero cuando Hernández vio a Fernández pitchear, le dio malas noticias al cuerpo técnico de USF. “Ustedes no tendrán a ese muchacho”, dijo Hernández, como lo recuerda una historia del Miami Herald. “Él no va para ninguna universidad”.
Tenía razón. Los Marlins convirtieron a Fernández en la decimocuarta escogencia del draft de 2011.
Para finales de la escuela secundaria, Chinea había cambiado su mensaje. Fernández ya no pitcheaba como un preinfantil. “Estás listo para las Grandes Ligas”, le dijo Chinea. “Eres mejor que algunos de esos tipos justo ahora”.
Fernández nunca planeó pasar mucho tiempo en las ligas menores. “Tenía mucha autoconfianza”, dice Wayne Rosenthal, el coordinador de pitcheo de ligas menores de los Marlins. “Era arrogante? Si, diría que lo era. Era el nuevo muchacho de la cuadra, la gran escogencia del draft, y hablaba como tal. Algunos peloteros decían, ‘¿Qué está haciendo este tipo?’ Más le vale respaldar lo que dice’. Bien, lo hizo”.
Los coaches de Fernández en ligas menores, como sus coaches de escuela secundaria, trabajaron para atenuar las expresiones emocionales altisonantes. Había que dejar de discutir con los árbitros, quitarse el casco después de los jonrones, decirle a sus víctimas de ponches cuando y donde deberían sentarse. “Es un juego diferente en Estados Unidos”, dice Chinea. “No puedes mostrar la misma pasión. Las reglas son diferentes”.
En 2012, Fernández quemó la pelota Clase A, dejó marca de 14-1 con 1.75 de efectividad, ponchando 10.6 bateadores por cada nueve innings. Ese año él llegó al campo de entrenamiento, esperando aprender. “Recuerdo haber hablado con él un día en la primavera”, dice el relevista Steve Cishek. “Y él decía como se sentía emocionado de estar ahí, de cómo quería mantenerse quieto y ver como es todo, aprender de los veteranos. Yo lo veo y le digo, ‘Está bien, hombre, eso es muy bueno’. Bien lo próximo que sabes, es que él está en las Grandes Ligas, y merodea alrededor del clubhouse, gritando, riendo, de todo. Es como si fuese el dueño del lugar”.
Fernández nunca jugó por encima de Clase A el año pasado, y aunque planeaba pasar como un trueno por las menores, él esperaba al menos empezar este año en AA. Los Marlins, son embargo, se preparaban para ser un desastre en 2013. Luego de un receso en el cual vendieron todos los peloteros de calibre, el equipo estaba jugando en un estadio inmaculado de 634 millones de dólares pero a menudo casi vacio. El parque, financiado en gran parte con fondos públicos, premió a los residentes del condado de Miami-Dade con la segunda nómina peor pagada del beisbol y un roster que de seguro clasificaba entre los peores de las Grandes Ligas. Así que, aunque Fernández brillara, su equipo aún sería de bajo rendimiento. Y todo ese tiempo, la franquicia estaría consumiendo una de sus tres temporadas jugando por el salario mínimo. Mientras más pronto lo subieran, más pronto sería elegible para arbitraje. Y mientras más pronto ocurriera eso, más rápido sería cambiado a un equipo de presupuesto grande.
“ Las personas pueden debatir sobre eso”, dijo Mike Redmond, el manager de los Marlins. “Pero veo a este muchacho y lo quiero en el equipo. Por supuesto que todos lo queremos”. El día previo a la inauguración de la temporada, los Marlins colocaron a los lanzadores Henderson Álvarez y Nathan Eovaldi en la lista de incapacitados.
“Para ese momento si me preguntaban por el mejor pitcher que teníamos en las ligas menores, bien, este es el tipo”, dijo Rosenthal, el coordinador de pitcheo. “Se puede reclamar si esa fue la decisión correcta todo lo que se quiera, pero la conclusión era, que ese era el tipo que estaba listo para subir”. Fernández estaba en un centro comercial en Palm Beach Gardens cuando Rosenthal lo llamó de vuelta al estadio. Allí, el habló por teléfono con el dueño del equipo, Jeffrey Loria. Loria tenía algo que decirle.
Minutos después, Fernández se sentó solo en su carro, y lloró. En nueve días, subiría al montículo para abrir contra los Mets de Nueva York.
El pasado viernes en el terreno, Fernández estaba reunido con sus colegas pitchers antes de la práctica de bateo. Habían pasado más de tres meses desde que permitió una carrera y tres imparables en aquella primera apertura ante los Mets, y menos de una semana desde que supo que regresaría a Nueva York para el Juego de Estrellas. Su recta toca las 99 millas, su cambio puede flotar o hundirse de pronto, y su curva se aleja tanto de los bates que el compañero de equipo Logan Morrison la llama “la desertora”.
“Él es muy corajudo”, dice el infielder de los Marlins, Plácido Polanco, quien compara la actitud de Fernández en el terreno con la de Albert Pujols. “Él no se deja intimidar, no le importa quien seas”. Slowey ve en Fernández a una versión de Francisco Liriano antes de la lesión. “Sólo José conoce su cuerpo”, dice Slowey. “Él está totalmente seguro de su mecánica”.
Pero él todavía es un novato. Y esa tarde sus compañeros siguieron echándole broma. “¡Nada de pantalones cortos en el terreno! Gritó Slowey, señalando los pantalones remangados de Fernández. “Vas a ser multado con 100 $ por eso”. Fernández murmuró y desenrolló sus pantalones, agitando la cabeza mientras Slowey reia. Él estaba programado para abrir el juego el día siguiente, pero Fernández ya estaba preparándose para eso.
“Esa es una regla que me gusta”, dijo él. “El día que abres, antes del juego puedes hacer lo que quieras. Ir al terreno cada vez que quieras, ponerte la ropa que quieras, hacer cualquier cosa”.
Agarró una banda de goma extra grande para estirar sus hombros. Estaba parado en medio del estadio de los Marlins, ya era millonario y a solo años de firmar un contrato que le reportaría muchos millones más. Estaba parado a menos de 20 millas del lugar donde había flotado en el océano aquella noche hacía más de cinco años y miró una ciudad que quizás nunca podría alcanzar.
Fernández había llegado desde un largo y tortuoso camino de muchas millas, y por un momento, se permitió hacer un inventario de la manera drástica como había cambiado su vida: “Es como si le dijeras a alguien, ‘Hey, voy a trabajar hoy’. ‘Oh, ¿si? ¿Qué vas a hacer?’ Y tú dices, ‘Voy a hacer lo que quiera’. ¿Puedes creer eso? Tenemos un día a la semana cuando podemos hacer cualquier cosa que queramos. ¿Cuántas personas pueden decir eso?”
En Cuba, muy pocas. Pero en el mismo número de años que les toma a muchos alcanzar un grado universitario, Fernández ha pasado de recluso a desertor a estrella de MLB. Así que si, él se permite disfrutar todo en su vida, hasta el lujo de romper el código de vestimenta una vez a la semana.
“Hombre”, continuó él, sonriendo mientras miraba a sus compañeros. “Si puedes decir eso, tienes un trabajo muy bueno”.
Jordan Ritter Conn es periodista de Grantland. Escribió The Defender: Manute Bol’. Journey from Sudan to the NBA and Back Again, un e-book multimedia publicado por The Atavist.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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