martes, 24 de marzo de 2015

La gloria y el dolor de pitchear.

Bob Ojeda. 26-05-2012. He vivido con dolor en mi brazo izquierdo desde que tenía 12 años, cuando mi papá me aliviaba con hielo después de cada salida en las pequeñas ligas. Mi papá, quién había lanzado en el ejército, fue una especie de pionero en el cuidado de brazos jóvenes. Además, me dijo que Sandy Koufax ponía hielo en su brazo. “Está bien papá”, le decía. “Vamos a ponerme hielo”. Pero esta vez el dolor era brutal, y, bien, ya no estaba en las Pequeñas Ligas. Era 1986, y estaba anunciado para iniciar el sexto juego de la Serie por el campeonato de la Liga Nacional contra los Astros de Houston. Había ganado 18 juegos en mi primera temporada con los Mets. En el segundo juego de la serie había lanzado completo en una victoria 5-1. Pero caramba. Me dolía mucho el brazo. Estaba pegado ahí como una garrapata. Así que, luego de años de hielo, analgésicos, masajes y dormir con camisas manga larga para mantener caliente mi brazo izquierdo, el doctor del equipo dijo que sólo quedaba una opción, pegarme algo en el brazo, como una aguja. Con algo poderoso a inyectar. Sólo que el doctor estaba en Washington. Yo estaba en Nueva York. El juego era en Houston. El masajista del equipo me llamó y me citen Shea Stadium. Fui a la sala de masajes, él me entregó dos jeringas y dos frasquitos: uno con un líquido transparente y el otro con cortisona. Los metí en mi chaqueta de cuero, tomé un taxi hacia el aeropuerto La Guardia y subi al avión rumbo a Washington. Me reuní con el doctor en un hotel donde dictaba una conferencia. Me revisó el codo, necesitaba saber donde dolía más. El líquido transparente, de nombre complicado, fue como un pinchazo. La cortisona me ardió como el infierno. Le agradecí y regresé a Nueva York, y luego fui a Houston. El 15 de octubre, fui al bull pen y empecé a lanzar. Algo andaba mal. Sentía como si tuviese dos bolsas de arena en el codo. Estaba en problemas, recuerdo haber pensado, pero tenía que tratar. Permití tres carreras en el primer inning. Davey Johnson, el manager, me mantuvo en el juego. Muy buena decisión. Para él. Para mí. Para mi codo del cual la arena había empezado a salir grano a grano. Lancé 5 innings. Ganamos en 16. Mi brazo izquierdo y yo íbamos a la Serie Mundial. Las relaciones entre los pitchers y sus brazos es única, extrema y hasta excesiva, se enfoca en el miedo y el dolor y la confianza y la esperanza. La relación empieza temprano y puede terminar de mala manera. En cualquier momento, Mike Pelfrey de los Mets se realizará una cirugía Tommy John en su codo. Michael Pineda tuvo una operación en el hombro. Johan Santana está regresando de una operación. La medicina ha hecho avances. Los milagros ocurren. Aún así, la catástofre está a solo un pitcheo, especialmente si se lanza con dolor. Una vez que empecé a lanzar, no estoy seguro si alguna vez el brazo izquierdo no me dolió. Por más de tres décadas, tanto en las Pequeñas Ligas, como en las Ligas Menores o el Fenway Park en Boston, había dolor. Punzante o atenuado, en el codo o el hombro. Lanzar rectas cuando era niño o lanzamientos quebrados como un zurdo tratando de permanecer en Grandes Ligas, todo produce dolor. Puede ser disminuido por una aspirina, una cerveza o cocteles poderosos de medicinas y licor. Pero nunca se va. Todo dependía de como se manejaba el dolor, y mi papá fue mi primer manager. Mi Papá, quien había sido cocinero en el ejército y sirvió en Iwo Jima, era un tipo alto y pesado. Quería que pensara que yo era rudo, por eso no me gustaban sus ideas de ponerme hielo en el brazo. Me habló de Koufax y lo escuché. Mi Papá había sido criado sin un padre que lo protegiera, con él me sentía débil de tanto que me cuidaba. Además del hielo, sólo me dejaba lanzar una vez por semana. Cero curvas hasta que cumplí 16 años. Como la mayoría de los niños, jugaba varias posiciones. Mi Papá no sólo era cuidadoso, también podía ser creativo. Cuando yo estaba pequeño y vivíamos en Anaheim, Calif., construimos una jaula de bateo en el patio. Un día fuimos a los muelles pesqueros de Newport para ver algunas redes de los botes pesqueros. Encontramos algunas con huecos que el capitán quería vender. Nos las llevamos a casa e hicimos lo que llamamos una jaula. Nos mudamos a un pueblo pequeño en California central. Yo era flaquito, feo y dolorosamente tímido. Pero hice desaparecer todo eso al ser un buen atleta. Mi equipo de Pequeñas Ligas tuvo marca de 15-0. Mi entrenador era un buen hombre llamado Burl Hyde. Papá quería asegurarse de que jugara para un buen entrenador, por eso cuando nos mudamos allí, me imagino que hizo algunas llamadas. Lo próximo que sé es que Papá me dice que vamos a ir a practicar pelota con este tipo. Practicamos, y recuerdo una gran sonrisa de ambos. Pronto estuve con los Red Legs de la Pequeña Liga local. Me enteré que eran el mejor equipo del pueblo cada año. Me dormía con el uniforme puesto. No podía llegar tarde, debía dejar tiempo para vomitar. Nervios. Jugué primera base, jardinero central y pitcher. Bateé alrededor de .400 y lancé duro. En la secundaria, mi papá le dijo al entrenador que yo sólo lanzaría una vez por semana. Eso nunca le agradó al entrenador, me lo retribuyó diciéndole a los buscadores de talentos que venía a verme que mi brazo siempre estaba adolorido. De alguna manera estaba diciendo la verdad. Pero estaba acabando la carrera de un muchacho antes de que empezara, no era considerado de su parte. Si mi brazo estaba mal, el entrenador estaba peor. De todas formas, nadie me escogió después de secundaria. Fui a la universidad. Al principio era primera base. Pero en un juego, nuestro mejor pitcher tuvo dificultades, el entrenador me mandó a calentar. Me puse en condiciones y fui al montículo. Había corredores en primera y segunda. Caminé al primer bateador. Lancé muy duro. Traté de tranquilizar este brazo zurdo. Luego saqué a los próximos tres bateadores. Ahora era un pitcher. Tuve marca de 10-0 o algo parecido. Pasamos a los play offs y fuimos a Sacramento. Había 15 buscadores de talento en la tribuna, fui presa de los nervios. Fui incapaz de encontrar el plato. Me dolía el brazo. Se notaba. De nuevo, nadie me seleccionó. De todas formas, había otro papá en el pueblo que era entrenador. Era un tipo viejo y duro que siempre tenía un cigarro en la boca, el padre de un niño adoptado de mi edad que también jugaba. También era algo conocido como scout secreto. No tenía la presencia de un scout a tiempo completo, pero estaba conectado. Una golpeé seis de sus jugadores en un juego. Seis seguidos. Me gritaba desde la caja de coach de tercera base para que pasara la pelota sobre el plato. Me decía que iba a lastimar a alguien, que no sabía pitchear y cosas por el estilo. No sé, si eso me hizo mejorar un poco, pero sé que me gustaba ver tipos que agitaban desde la caja de coach. Lanzaba duro, habría sentido miedo también. Estuve atascado en mi segundo año de universidad. Y hundido. Por entonces, mi mano izquierda había perdido mucha sensibilidad. Mis dedos permanecían fríos. Sentí como si tuviese un pedazo de vidrio en el codo. El codo, y mi pitcheo, estaban tan mal que mi brazo izquierdo solo inspiraba muchos insultos. El scout de los Mets nos dijo a mi padre y a mí, que mi brazo era muy corto. Él trataba de ser considerado, por supuesto. ¿Mi brazo muy corto? Eso n o me lo podía creer, no con el tipo de satisfacciones que había tenido con mi brazo. Pero de una forma u otra, seguía lanzando para el plato. Aún si no siempre podía sacar los outs, yo era zurdo, y lanzaba duro. Eso es suficiente para que te firmen. 500 dólares y un boleto para Elmira. Un día de junio de 1978, cuando menos lo esperaba, el viejo scout llamó a mi papá. Trabajaba para los Medias Rojas. Le dijo a papá que me firmaría si aceptaba 500 dólares y un boleto para Elmira, N.Y., donde estaba ubicado su equipo de la liga de novatos. Agarré el bono y compré un flux, una camisa y unos zapatos para el viaje, luego llevé a cenar a mis padres. En eso se acabó el dinero. No importaba. Era pelotero profesional. Después de firmar me dije que si no lo lograba, no sería porque no lo intenté. Por primera vez en mi vida empecé a ejercitarme. Empecé a correr en las noches y a nadar. Lanzaba pelotas con mi papá todos los días y lanzaba desde el montículo en la escuela. Me parecía una eternidad el tiempo que esperaba por el llamado para reportarme a ligas menores. Llamé a los Medias Rojas y les pregunté si todavía les pertenecía. Estaban sorprendidos de que no estuviese en Elmira. Poco después llegó el boleto aereo. Empecé a dormir con camisa manga larga para mantener caliente el hombro. Papá decía que eso ayudaría. Me contó como los profesionales de antaño dormían en los trenes con sus brazos pegados de la pared para evitar dormir sobre ellos. En poco tiempo estaba en el aeropuerto local abordando un vuelo hacia Elmira, y despidiéndome de mis padres. Iba al juego de pequeñas ligas más grande de mi vida, estaba asustado. Llegué al estadio de Elmira durante una práctica de bateo. Busqué al manager y me presenté. Me preguntó que posición jugaba. Pienso que su ignorancia era intencional. Podía notar que estaba alterado. Podía estar pensando que la pregunta tenía sentido si yo merecía estar allí en cualquier posición. El equipo no había invertido dinero en mí. Pero le contesté. Le dije que jugaba primera base y lanzaba, luego le pregunté, ¿Cuál es la forma más rápida de llegar a Grandes Ligas? “Como pitcher”, dijo “Manager, soy un pitcher”. Durante una semana no le hablé a nadie. Mi compañero de habitación era un tipo simpático, del medio oeste. Su rutina de la noche anterior a una apertura era un paquete de seis latas de cerveza, aún sin tener muchas ganas de tomar. Era como un campamento sin consejeros. ¿Qué pasaba en el montículo? Lanzaba y lanzaba. Una y otra vez, siempre. No era bueno para el brazo izquierdo. Gracias a Dios las aspirinas del cuarto del masajista eran gratis. El manager vio algo en mí, no sabría decir que, en el otoño me invitaron a la Liga Instruccional en Sarasota, Fla. Johnny Podres, el grande y retirado zurdo de los Dodgers, me enseñó un mejor cambio y una curva. Fui al entrenamiento primaveral de 1979 e hice el equipo de Winter Haven, un equipo de Clase A fuerte. Al principio no era abridor. Los tipos en quienes los Medias Rojas habían invertido mucho dinero tenía la primera oportunidad. A principios de temporada, uno tuvo dolores en el brazo y me colocaron en su lugar. Era mi oportunidad. Dejé marca de 15-7 con algo así como 2.00 de efectividad. Un año después, estaba en AA. Pero hacia finales del campamento, el equipo de AAA necesitaba un abridor zurdo. Fui el único tipo que movieron el último día. Me fue bien esa temporada. El masajista me mantuvo en forma. Me llamaron al equipo grande de Boston en julio o agosto. Mi primera apertura fue en un juego diurno ante Detroit en Fenway. Llegué al estadio a las 8 de la mañana. El cuida cuartos preguntó qué hacía allí tan temprano. Le dije que a lo mejor tendría tiempo de vomitar. Me fui al bull pen para calentar. Estaba muy emocionado pero me contuve. Mis padres estuvieron ahí para verme lanzar. (Tuve que pedirle prestado dinero al dueño del equipo AAA para llevarlos hasta allá). Anunciaron la alineación y oí mi nombre. No lo creía. Tocaron el himno nacional, y era hora de ir al montículo. Tan pronto como crucé la línea de cal estaba convencido que la gente de seguridad me iba a sacar del estadio. Llegué al montículo. El primer lanzamiento fue strike. El resto un desastre. Duré poco tiempo allí. Sabía que no me iba a quedar. Estaba adolorido y sin velocidad. Eso era lo que tenía. Eso era con lo que contaba. Luego de mi último juego me llamó la secretaria de viajes a mi habitación para decirme que mi vuelo de regreso a Pawtucket y las ligas menores era a mediodía. El asunto es que debí sonar sorprendido porque la secretaria me preguntó si sabía del gerente. No. Su voz reflejaba disgusto. Luego de terminar la temporada en AAA, fui a casa y trabajé con mi papá en su tienda de tapicería, jugábamos a lanzarnos la pelota cada dos días. Decidí ayudar mi brazo izquierdo fortaleciendo mis piernas. Otra vez, el consejo de papá. Si hubiese sabido cuanto me dolía el brazo, me hubiese recomendado inclinarme por mi segunda opción: vigilante forestal. Hablo en serio. Y fui al gimnasio local de karate y le dije al tipo que no estaba interesado en un cinturón; necesitaba aprender a pelear. Al principio, él no entendía, pero le expliqué que era un beisbolista y que en la última temporada, me habían reventado en las Grandes Ligas y no quería que eso me volviese a ocurrir. Pero si ocurría alguien lo iba a pagar. Tenía que hacer más lanzamientos adentro, y si alguien venía a buscarme al montículo, quería estar seguro de ser el primero en dar el primer golpe. Llegué al campamento primaveral en febrero de 1981 y lancé a media máquina, rectas alrededor de 90 millas, mi slider tenía dientes, rompía tarde y con mucho efecto. Estaba de vuelta en su radar. Impresionante como el dolor desaparece en esos momentos. Luego ocurrió. Estaba en el montículo de Pawtucket y lancé una recta. POP. Sentí como si me hubiesen disparado en el hombro. Lancé unos cambios de velocidad y salí del inning. Cuando bajé del montículo le hice señas al coach de pitcheo, Mike Roarke, para que me siguiera al club house. Le dije lo que me pasó, y que no iba a salir del juego. Dijo que tenía que sacarme. En algún momento debía subir al equipo grande, y ellos necesitaban saber cuando. Además no quería verme arruinar mi brazo. Lo que el no sabía es que mi brazo había estado mal por años. Era un hombre muy alto, un catcher viejo con manos inmensas, sabía como lidiar con el dolor. Le dije que esta era mi oportunidad y que si no me ayudaba, olvidaría que esa conversación hubiese ocurrido. Allí mismo, reajustó mi manera de lanzar para quitar la presión de mi hombro, y regresé al juego. Nadie nunca se enteró de esto. Después de eso, Mike siguió ajustando mi manera de lanzar para mejorarla. Me sugirió lanzar más cambios de velocidad y disminuir las rectas. Salvó mi carrera antes de comenzar. Regresé a las Grandes Ligas en 1981. Nunca volvía a las menores. Teníamos un gran masajista, y maduré como pitcher en uno de los estadios más difíciles para zurdos de las Grandes Ligas. Me quedé en Boston hasta el invierno de 1985. Mi brazo izquierdo pasó 1985 abriendo y relevando juegos. Diez juegos en abril, muchos calentamientos en el bull pen, lo peor que te puede pasar cuando tu brazo duele. Lo que sea que haya costado en el ’86. Bien, fui cambiado a los Mets. No sabía nada de ellos. Había pasado cinco años en la Liga Americana. La atmósfera de su clubhouse era intensa: Vamos a darlo todo. Hasta Davey Johnson se conducía con la confianza de un tipo que tiene una pistola en una pelea a cuchillo. Me contagié rápidamente. Al final me sentía como en casa. Queríamos ganar a cualquier precio. Aquel equipo hizo de jugar adoloridos una regla, no la excepción. ¿Dolor? Échale pichón. ¿Cansado? Échale pichón. ¿Tuviste un juego dificil la noche anterior? Échale pichón. No había “próximo año”. Era ahora o nunca. La velocidad a la que corríamos no la podríamos mantener siempre. Lo sabíamos pero seguíamos adelante. ¿Cómo iba mi brazo? Procedimiento de operación patrón: el masajista quería hablar de mis rutinas y variaciones. Todos los teníamos. Él tenía que descifrar nuestras supersticiones, procedimientos de seguridad y preocupaciones legítimas de nuestra salud física. Los entrenadores que han estado alrededor filtran la basura tan bien como la mejor planta de tratamiento de aguas negras. Mostré mi resistencia de toro, y el entrenador, Steve Garland, pretendió creerla. Me preguntaba cómo me iba y le decía “Bien”. Él sabía que yo estaba mintiendo y que esa era la manera como debía ser. Confiaba en él y me simpatizaba. Le dije a Steve que tomaba ocho aspirinas diarias pero que algunas veces necesitaba un poco más de ayuda. Antiinflamatorios, cosas como esa. Empecé la temporada en el bull pen y tuve mi primera apertura el 22 de abril. Nuestra rutina era que luego de cada apertura, yo sumergía mi codo en un tobo de hielo (que también servía para enfriar cervezas) de 20 a 30 minutos. Unos pocos cigarrillos y cervezas después, no había dolor. Imagínese. Nada más que eso. Unas pocas aperturas después, el dolor en mi hombre decidió dejarme saber que debí haber sido vigilante. Steve ahora masajeaba mi codo entre aperturas y usaba vasos de hielo después de las sesiones de bull pen. El vaso de hielo no era más que un vaso de anime con agua que había colocado en el refrigerador. Lo frotabas sobre la zona afectada, y mientras se derretía, te deshacías del vaso y continuabas. Para entonces mi idilio con mi cambio de velocidad estaba en completo florecimiento. Simplemente, dolía menos lanzarlo. Para junio, estábamos ocho o nueve arriba, y todo había terminado para el resto de la división Este de la Liga Nacional. Pero yo tenía un problema: mi codo me estaba matando. Era tiempo de prestarle atención. El médico del equipo me examinó y dijo que necesitaba descansar. Le dije que eso no iba a pasar. Jugué la carta “esta conversación nunca ocurrió”, y él respetó mi decisión de hacerme responsable de las consecuencias. Me prescribió las píldoras que necesitaba. Yo sabía que ponía en juego una carrera posiblemente más larga por intentar ganar un campeonato. Estaba más que deseoso de pagar el precio. Esta era una temporada de ensueño, yo lo sabía. Para comenzar, no debí haber ido tan lejos. Steve estaba ganando la pelea a mi codo. De alguna manera me ponía en el montículo cada cinco días. Y el Dr. Parkes (el doctor del equipo James Parkes), era lo suficientemente sabio para no despertarme de esta temporada de ensueño mientras esperaba que yo pudiera tener otra alguna vez en el futuro. Eso no se encuentra en el libro de records. Él ajustó mi colaboración de acuerdo a mi situación. Era agosto. Estábamos 17 juegos arriba. Yo miraba hacia septiembre. Cinco o seis aperturas hasta la postemporada. Steve y yo podíamos hacerlo. Entonces Davey comenzó a planificar la rotación para la postemporada. Me quería para el segundo juego en Houston. Tuve un descanso a finales de septiembre cuando Davey dejó pasar mi apertura. No estoy seguro, pero pienso que él sabía que mi brazo estaba cansado. Steve debió haber dejado escapar algo, o yo pude haber mostrado que algo andaba mal. Pude haber dicho “bien” en vez de O.K. En pitcheo vernáculo, “O.K.” no es O.K.. “Bien” es O.K. “O.K.” significa “me duele, pero no voy a salir”. El 9 de octubre, en el segundo juego de la serie de campeonato de la Liga Nacional, lancé un juego completo en Houston. Ganamos, 5-1. Los días extra fueron de gran ayuda. No solo por el descanso, más importante fue que Steve pasó más tiempo tratando mi codo. Pero en el vuelo de regreso a Nueva York, ocurrió algo negativo. El codo se me trancó. Lo sentí y lo moví un poco. Se destrancó por el momento. De vuelta en Nueva York, seguí mi tratamiento y traté de hacer una sesión de bull pen el domingo 12. No pude. Era tiempo de una aguja, o todo había terminado. Por eso tomé aquel bus hacia Washington, y el doctor y yo tuvimos nuestra reunión en la habitación del hotel. Íbamos a la Serie Mundial, y yo había aceptado que mi brazo podría no perdonarme por lo que iba a hacerle. Lo extraño era, que yo había dejado de preocuparme por lo que fuera, pero tal vez era la última o dos últimas aperturas de mi carrera. Si este era el fin, que manera de ejecutarlo. Honestamente no puedo recordar algún dolor a lo largo de toda la Serie Mundial. Lancé el mejor juego de mi vida en el tercer juego, y ganamos el “bonito”. El vértigo de ese juego me paralizó el cuerpo. Mi próxima apertura fue en el sexto juego. Le di seis buenos innings al equipo y salí con el marcador igualado 2-2. Me tomé una cerveza y fumé en el club house y vi la remontada más grande de la historia moderna. Ganamos todo en siete. ‘O.K.’ significa no tan bien Mi brazo y yo nos tomamos libres los próximos dos meses. Estaba tratando de no pensar en lo que sentiría cuando tomara una pelota otra vez. Mi papá y yo decidimos lanzarnos la pelota en diciembre. El primer dia todo bien. El sexto día fue O.K. Sabía que mi temporada de 1987 estaba en peligro. Llegó enero, yo estaba lanzando desde un montículo, y mi codo se estaba trancando ocasionalmente. Necesitaba llegar al campamento en Florida. Necesitaba algunas píldoras. La primavera, como decimos, estuvo O.K. Las medicinas estaban funcionando. Doc Gooden fue a rehabilitación justo antes de terminar el campamento. Davey me dia la apertura del día inaugural. Dijo que me la había ganado. Lancé una gema, y ganamos. Para entonces, yo estaba tomado esteroides orales. Yo podia manejar esto, siempre lo había hecho, pero necesitaba ajustar mis píldoras. Me tomé la libertad de doblar la dosis. Yo lucía tan mal como mis pitcheos. La pérdida de peso por las medicinas y el dolor consistente se hacían cada vez más intensos. Steve me decía que lanzara la toalla. No podía. Yo no actuaba de esa manera. El 9 de mayo había un juego diurno en Atlanta. Me dirigí al bull pen con Mel Stottlemyre, nuestro coach de pitcheo, y empecé a soltarme. No estaba ocurriendo. Mientras más calentaba, peor me sentía. Mi codo había tenido suficiente. Yo estaba empujando la pelota hacia el catcher. Mel preguntó sy yo esteba bien y le dije: “Si, estoy un poco rígido. En un momento me soltaré”. Yo estaba parado en el montículo del bull pen con Mel a pocos metros de mí, descansaba del calentamiento y pretendía mirar a las mujeres en la tribuna. Lo que realmente hacía era tocarme el codo para ver si lo destrancaba. Le dije que estaba bien, y nos fuimos al dugout. Steve me lanzó una mirada desaprobatoria pero no me iba a vender. Aún. Fui al montículo y lancé mis envíos de calentamiento, llegaban a duras penas. Los bateadores llegaron, yo no tenía nada. Hasta lancé una que pegó en la malla. Terminé el inning: una carrera, dos hits y un boleto. Fui al dugout y me senté. Steve se deslizó a mi lado con una mirada que nunca le había visto. Me preguntó como estaba, y le dije, “O.K.”. Mel caminó hacia mí, se sentó al otro lado y me hizo la misma pregunta. Empecé a decir, “O.K.”, pero Steve me interrumpió y le dijo a Mel que yo no estaba O.K. y que no lo había estado por un buen rato. Cuando no pude mirarlo, Mel me haló. Regresé a Nueva York solo. Parkes precribió descanso por dos semanas. Dije que no, que había descansado ese invierno y eso no había funcionado. Había algo en mi codo que debía ser estudiado. Él quería que buscara una segunda opinión, fui a ver al renombrado Dr. James Andrews en Birmingham, Ala. Él dijo que una calcificación del tamaño de mi pulgar flotaba en el canal de mi radio y aprisionaba el nervio. Artroscopia no era una opción. Regresé a Nueva York y me practique una transposición del nervio del radio, básicamente el nervio fue movido de manera de eliminar todas las molestias. Me dijeron que estaría inactivo hasta el año siguiente. Ese septiembre lancé tres juegos en el bull pen y abrí el 27. Llegó 1988. Me sentía bien del brazo. Papá y yo empezamos a lanzarnos Pelotas a principios de noviembre. Me había precipitado el año pasado luego de la operación y ahora necesitaba recuperarme gradualmente. Tuve una gran primavera. La temporada empezó, y yo andaba muy bien. La fuerza del brazo estaba a tono. Fui capaz de colocar mi recta adentro para mantenerlos alejados del lanzamiento que había alargado mi carrera, el cambio. Pero las victorias dejaron de acompañarme. Entonces, a mediados de septiembre, trabajaba en el patio como lo había hecho miles de veces, y me corte una parte del dedo. Me dolía, sabía que se me había terminado la temporada. Mi brazo izquierdo estaba bien. Mi mano era un desastre. No había píldora, ni inyecciones o tratamiento para eso. La cosa más dolorosa para mí fue el disgusto en la voz de mi padre cuando lo llamé para informarle. Lo que siempre me ha fascinado fue la cantidad de “crédito” que recibió mi ausente brazo zurdo por el hecho de que los Dodgers nos vencieran ese octubre en la serie de campeonato de la Liga Nacional. Ahora, yo nunca me he desentendido de mis acciones, pero una mirada a las estadísticas muestra algún exceso en la efectividad, algún bateo menos que frecuente y muchas decisiones discutibles del manager. Lo que sea. Eventualmente me mudé a Los Angeles, y luego a Cleveland en 1993. Sabía que mi hombro iba a ser un problema, pero aún tenía la voluntad de jugar. Poco antes de empezar el entrenamiento primaveral, llegó la tragedia. Un terrible choque de lanchas, y en un tris, dos amigos y compañeros de equipos habían muerto. Yo me escapé de morir por media pulgada. Estaba abatido totalmente. Este regreso no tendría que ver con mi brazo. Regresé en septiembre. Había una sensación de, sí, estaba de vuelta. Pero no tenía idea como. El invierno siguiente, los Yanquis me querían. Pero como un niño que sabe que casi se terminó el verano, yo sabía que iba a ser el fin. Mi voluntad estaba ahí, pero mi hombro tenía otras ideas. Tuve un buen entrenamiento e hice el equipo. Por primera vez en mi vida, mi deseo de jugar no era del 100 %. Eso significaba tristeza para mí. No podía engañar a los bateadores con mi recta adentro y mi cambio afuera. A principios de la temporada de 1994, me pidieron la renuncia. Cuando llegó el día, me sentí aliviado. No habría más dolor ni ansiedad de cuando terminaría esto. Se acabó. No más píldoras o inyecciones. Y el hielo ahora solo lo era para mis bebidas. No me lamento. ¿Cambiaría algunas cosas? Seguro. Quién no, pero así no es como se desarrolla el juego o la vida. Una vez hecho un lanzamiento, no lo puedes regresar. Tampoco el dolor, el reposo y los tratamientos y operaciones. Firmé para todo eso. Nadie me forzó, y de alguna manera rara, lo disfruté, no los problemas pero si el ardiente deseo de jugar a pesar de ellos. ¿Jugar un juego como profesión? ¿Estás bromeando? Fírmame y a mi brazo izquierdo otra vez. En realidad, tal vez mi brazo derecho, nunca lo sumergí en hielo ni una vez. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

lunes, 23 de marzo de 2015

Premiar al perdedor

Cuando escuché la noticia se detuvo el tránsito. A la distancia se veían rostros alargados y un enjambre de motorizados rodeaba a un Audi. En el pavimento zumbaba la combustión de la motocicleta, el piloto se incorporaba con un manchón de sangre en la rodilla derecha. Ignoro porque aquella diagonal abrupta de la moto hacia el carro y la posterior discusión más la sentencia de los “dueños de la calle” ante el solitario automovilista, reflejaba la decisión de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional de cambiar el formato de su competencia. Que clasifiquen seis de ocho equipos en una temporada de 70 juegos por club, resulta absurdo hasta para las más altas aspiraciones económicas. Al agredir la competitividad se resiente la integridad del deporte. Si casi cualquiera puede trascender a la postemporada, aumentan las posibilidades de un bajón en la calidad del nivel de juego. El ataque a la competitividad continúa en la postemporada. Habrá tres series, primero versus sexto, segundo versus quinto, tercero versus cuarto. Clasifican los tres ganadores y ¡qué pena! El mejor perdedor, producto de un juego entre descalificados. Nada más pernicioso para cualquier tipo de torneo deportivo. La derrota debe significar una importante oportunidad para reflexionar, reconocer y corregir errores, antes que la sensación de correr la arruga y continuar cual si todo anduviera a las mil maravillas. Ese sistema fue implementado hace algún tiempo por la Liga de Baloncesto Profesional Los resultados arrojaron desinterés de la afición por las instancias intermedias de postemporada. Quizás una opción que debió discutir LVBP fue el formato actual de LBP o implementar un juego de muerte súbita entre los ocupantes de los puestos quinto y sexto para definir el quinto clasificado de la semifinal todos contra todos. El chofer del Audi, parecía estampillado en el parabrisas. Los motorizados casi lo escupían con epítetos de, “te tenemos precisado, o me pagas el médico y los repuestos, o te haremos una visita a domicilio”. Alfonso L. Tusa C.