martes, 16 de abril de 2013

Recordando la pasión y la furia de Jackie Robinson.

Dave Anderson. New York Times. 11-04-2013. El Jackie Robinson que vi en la película “42” era diferente pero también el mismo que conocí como periodista deportivo con el hace tiempo desaparecido Brooklyn Eagle y el New York Journal American. En la película, que empezó a exhibirse este viernes 12 de abril, el actor Chadwick Boseman encarna al novato de los Dodgers de Brooklyn en 1947, cuando el gerente general Branch Rickey le ordenó “no caer en provocaciones” del racismo que hervía entre algunos de sus compañeros, sin mencionar a los rivales y el público. Como adolescente, solo vi a Robinson desde la tribuna de Ebbets Field. Y era el mismo porque Boseman parecía arder con la llama que a menudo vi aflorar en él durante los juegos que cubrí de los Dodgers en las últimas cuatro temporadas de Robinson, desde 1953 a 1956. La llama que una vez pareció alcanzarme. Una vez cubrí una derrota de los Dodgers ante los Gigantes de Nueva York en Polo Grounds. Temprano en la noche del día siguiente, abordé un tren en Penn Station que llevaba a los Dodgers en una gira cuando Lee Scott, el secretario de viajes del equipo, me dijo: “Ten cuidado. Robinson te anda buscando”. Me anda buscando. No podia imaginarme que había hecho para molestar a Robinson, cuando me senté en mi compartimiento, pude oir su voz gritar, “¡Dave Anderson!” y agregar, a más volumen, que me iba a golpear. Cada vez que gritaba, esa voz se acercaba a través del tren. De pronto, ahí estaba, quemándome con la llama de sus ojos. “¿Cómo pudiste escribir eso?” “¿Escribir qué?”, pregunté. “Que Campy decía, ‘Robinson, ¿por qué no te callas?’, dijo, refiriéndose a Roy Campanella, el catcher de los Dodgers. Ahora lo entendía. Durante la derrota de la noche anterior, Robinson tuvo una fuerte discusión con un árbitro. Más tarde, en el clubhouse de los Dodgers, él todavía gruñía con aquella voz gritona que a través de los años había llevado a sus compañeros a decir: “Robinson ¿por qué no te callas?” Sin molestarse y un poco cansados. Nadie lo decía más a menudo que Pee Wee Reese, el shortstop de los Dodgers y capitán, quién ayudó a Robinson más que ningún otro compañero. “Campy no estaba enojado contigo”, le dije. “Sólo quería que dejaras de gritar”. “Pero me hizo sentir mal frente a mis compañeros”, dijo Robinson. A continuación, se volteó y avanzó hacia el vagón de los peloteros. Nunca lo mencionó otra vez, nunca volvió a hablarme enojado en todos los años antes de su muerte prematura en 1972, pero siempre he recordado con afecto haber sido confrontado por un Jackie Robinson muy molesto aquel día, cara a cara, de la manera como muchos compañeros y rivales lo vieron. De todos los momentos inolvidables que tengo de él bateando o corriendo las bases, mi favorito sigue siendo haber oido aquella voz acercarse a través del tren y de pronto ser el blanco de la rabia en sus ojos. Así como resentía lo que consideraba un comentario crítico de un compañero, él sabía como obsequiarle a un reportero un historia que coincidencialmente involucraba a Campanella. En el tercer juego de la Serie Mundial de 1953 con los Yanquis, el jonrón de Campanella en el octavo inning ante el derecho Vic Raschi, los llevó a una victoria 3-2. Cuando llegué al clubhouse de los Dodgers, Robinson me llevó a su casillero. “Antes que Campy bateara el jonrón”, me dijo tranquilamente, Casey Stengel, el manager de los Yanquis, “señalaba su oreja izquierda y le gritaba a Raschi: ‘Pégasela en la oreja. Pégasela en la oreja’”. En aquella época era común que desde el dugout, los managers ordenaran lanzamientos intimidantes. En aquella serie, los Yanquis le estaban lanzando pegado a Campanella, con éxito. En el segundo inning del primer juego, una recta del derecho Allie Reynolds había golpeado a Campanella en la mano derecha. Cuando vino a batear con un out en el octavo inning del tercer juego contra Raschi, Campanella bateaba de 11-1 en la serie, su único hit lo había conseguido en la derrota 9-5 del primer juego. “Me dijeron”, le dije a Campanella, “que antes de batear el jonrón, Stengel estaba gritando, ‘Pégasela en la oreja’. ¿Lo viste hacer eso?” “No, no lo vi”, me dijo. “¿Pero escuchaste lo que dijo?” “Si, lo oí”. Al primer lanzamiento de Raschi, el próximo sonido que Campanella y todo el mundo en Ebbets Field oyó fue el contacto de su bate descargando un jonrón a la parte baja de las gradas del left field. Ese batazo ganó el juego en el cual el derecho Carl Erskine de los Dodgers logró un record de 14 ponches. Y gracias al obsequio de Robinson, escribí una buena historia. Los Yanquis ganaron en seis juegos, pero dos años después los Dodgers finalmente ganaron una Serie Mundial, su único campeonato en Brooklyn. Quizás más que ningún otro, Robinson entendía una razón del porque aquellos equipos de Stengel vencieron a sus Dodgers en cinco de seis series. “Mickey Mantle es un gran bateador”, me dijo Robinson una vez, “pero ese Yogi Berra es el tipo que me asusta. No se le puede pitchear”. Robinson conocía a los bateadores. Cuando los Dodgers viajaban al norte luego de terminar el entrenamiento primaveral de 1954, hicieron una parada en Mobile, Ala., para un juego de exhibición contra los Bravos de Milwaukee. Me paré junto a Robinson mientras un novato de los Bravos tronaba líneas en la práctica de bateo. Robinson se volteó hacia mí y dijo: “Vas a estar viendo a ese muchacho por mucho tiempo”. Ese muchacho era Henry Aaron, quién había cumplido 20 años y todavía no era Hank o The Hammer (El martillo), era sólo un jardinero delgado que batearía .280 esa temporada con los primeros 13 de sus 755 jonrones. Años después le pregunté a Robinson cuantos grandes ligas afroamericanos le habían agradecido personalmente por romper la barrera racial. “Hank Aaron ha sido fantástico”, dijo. “Él ha mostrado su aprecio”. Cuando Aaron rompió la marca de 714 jonrones de Babe Ruth (a unos 18 meses después de la muerte de Robinson en 1972), las cartas racistas lo acosaron, pero nunca habló de ellas en público hasta años después. Y si el ve “42”, apreciará mucho más a Jack Roosevelt Robinson. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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