miércoles, 10 de diciembre de 2014
Al final de la maldición del Bambino Ruth, una bendición: Los Medias Rojas de 2004, deportistas del Año.
Tom Verducci. 31-10-2014.
Los Medias Rojas efectuaron la remontada más improbable de la historia del beisbol y liberaron a su largamente sufrida nación de aficionados
En honor al aniversario 60 de Sports Illustrated, Si.com esta reeditando en su totalidad, 60 de las mejores publicadas en la revista. La selección de hoy es "Deportistas del Año", la conmovedora historia de Tom Verducci sobre los Medias Rojas de Boston de 2004 y su impacto en toda una nación.
El cáncer habría matado a la mayoría de los hombres hace mucho tiempo, pero no a George Sumner. El nativo de Waltham, Mass., había servido tres años a bordo del USS Arkansas en la segunda guerra mundial, criado a seis hijos con mucho más amor que el dinero proveniente de reparar estufas, y veia desde su silla de cuero favorita frente al televisor, excepto las pocas veces que tuvo el dinero para comprar entradas para las gradas de Fenway, a sus Medias Rojas, quienes habían encontrado la manera de no ganar la Serie Mundial en cada uno de sus 79 años de vida. George Sumner sabía algo sobre la persistencia.
Los médicos y su familia pensaron que habían perdido a George la última Navidad, más de dos años después del diagnóstico. De alguna manera George sobrevivió. Y pronto, aunque todavía enfermo y afectado por la quimioterapia, la radiación y los viajes de ida y vuelta a los hospitales por semanas contínuas. George tenía aliento para decir, "Me parece que con Pedro y Schilling tenemos un cuerpo de lanzadores muy bueno este año. Por favor, espero que este si sea el año".
La noche del 13 de octubre de 2004, George Sumner que estaba perdiendo la persistencia. El televisor de su habitación en el Newton-Wellesley Hospital mostraba a Pedro Martínez y los Medias Rojas perdiendo ante los Yanquis de Nueva York en el segundo juego de la serie de campeonato de la Liga Americana, Boston había perdido el primer juego con Curt Schilling como abridor. Durante los cortes comerciales, Sumner hablaba con su hija Leah sobre que hacer con sus pertenencias personales. Solo unos pocos días antes, su esposa, Jeanne, le había dicho, "Si te molesta mucho el dolor, George, está bien si te quieres ir".
Pero Leah sabía cuanto quería George a los Medias Rojas, veía con cuanta atención él todavía seguía sus juegos y entendía que su padre siempre rápido con una sonrisa o un chiste, estaba motivado por algo.
"Papá, tu estás esperando a ver si ellos van a la Serie Mundial, ¿verdad?", dijo ella. "Quieres que ellos ganen la Serie ¿cierto?" Un brillo relumbró en los ojos del hombre enfermo y una sonrisa infló sus labios.
"No se lo digas a tu madre", susurró él.
En ese momento, a 30 millas de distancia en Weymouth, Mass., James Andrews se quejaba porque los Medias Rojas perdían otra vez pero encontró cierto alivio al saber que podría liberarse del conflicto que había temido por casi nueve meses. Su esposa, Alice, tenía el 27 de octubre como fecha para dar a luz. El cuarto juego de la Serie Mundial estaba programado para esa fecha. James era el tipo de atormentado aficionado que no podía ver el juego cuando los Medias Rojas llegaban al final del juego en ventaja, debido a una certeza crónica y dolorosa de que su equipo perdería la ventaja de nuevo. Alice no estaba feliz de que James se preocupara del posible conflicto entre el nacimiento y los Medias Rojas. Ella amenazó con prohibir su presencia en la sala de maternidad si Boston jugaba esa noche. "Patético" llamó ella la obsesión de él por el equipo. "No es mi culpa", diría Jaime, y se plegaba a defenderse mediante la herencia. "Eso se transmitió a través de las generaciones, de mi abuelo, a mi madre, a mí".
Bueno, pensó James mientras veía a los Medias Rojas perder el segundo juego, por lo menos no tendré que preocuparme de mi equipo en la Serie Mundial cuando nazca mi bebé.
Queridos Medias Rojas:
Mi novio es un fanático de toda la vida de los Medias Rojas. Él me dijo que nos casaremos cuando los Medias Rojas ganen la Serie Mundial... Vi cada pitcheo de los playoffs.
Firmado por una futura novia.
Las palabras más poderosas del idioma inglés son monosílabas: love, hate, born, live, die, sex, kill, laugh, cry, want, need, give, take, Sawx (Sox).
Los Medias Rojas de Boston son, por supuesto, una religión cívica en Nueva Inglaterra. Mientras una cuadrilla de trabajadores caminaba hacia el terreno de Fenway Park el pasado verano despues de un juego nocturno, uno de ellos encontró una botella plástica blanca con agua bendita en la grama del outfield. Había un mensaje escrito a mano en un costado. Go Sox. El punto culminante de la película del equipo de 2003, puntualizaba por el jonrón lapidario de Aaron Boone para que los Yanquis ganaran el séptimo juego de la serie de campeonato de la Liga Americana, fue bautizado: Todavía creemos.
"Tomamos las palabras directas del canon católico", dice el presidente del equipo Larry Lucchino. "No es Todavía creemos. Nuestra frase del año próximo es Esto es más que béisbol. Esto es Medias Rojas".
Aupar a los Medias Rojas es evidente a diario hasta en las páginas de obituarios, el mensaje definitivo de toda una vida. Cada día en toda Nueva Inglaterra, y algunas veces más allá, las esquelas fúnebres incluyen edad, ocupación, parroquia y alianza con los Medias Rojas. Charles F. Brazeau, nativo de North Adams, Mass., y veterano de la armada premiado con un Corazón Púrpura en la segunda guerra mundial, vivió sus 85 años sin ver a los Medias Rojas ganar la Serie Mundial, aunque casi lo hizo. Cuando falleció en Amarillo, texas, solo dos días antes que Boston ganara la Serie Mundial de 2004, el Amarillo Globe News le dedicó una elegía describiéndolo como un hombre quien "amaba a los Medias Rojas y a la cerveza barata". Descanse en paz.
Lo que los Medias Rojas significan para sus feligreses, y más aún, lo que el deporte en su máxima expresión significa para la cultura estadounidense, nunca fue más evidente que precisamente el 27 de octubre a las 11:40 pm. Para ese momento en San Luis, el cerrador de los Medias Rojas Keith Foulke, luego de fildear un roletazo, lanzó la pelota al primera base Doug Mienkiewicz para el out final de la Serie Mundial, el primer título mundial de los Medias Rojas desde 1918. Entonces el infierno en vez de romperse se congeló.
En toda Nueva Inglaterra, sonaron las campanas de las iglesias. Los hombres lloraron. Los poetas cantaron. Los convictos celebraron. Los niños corrieron a las calles. Las cornetas crujieron. Los corchos de la champaña explotaron. Los extraños se abrazaron.
Virginia Muise, de 111 años, y Fred Hale de 113, sonrieron. Virginia, quién mantenía una gorra de los Medias Rojas al lado de su mesa de noche en New Hampshire y Fred, quien vivía en Maine hasta que se mudó a Syracuse, N.Y. cuando tenía 109 años, eran aficionados de los Medias Rojas, quienes maldición aparte, habían nacido antes que el propio Babe Ruth. Virginia era la persona más longeva de Nueva Inglaterra. Fred era el hombre más viejo del mundo. Luego de tres semanas después de haber visto a los Medias Rojas ganar la Serie Mundial, ambos fallecieron.
Murieron felices.
En su nivel más básico, el deporte satisface la demanda del ser humano por retar sus aptitudes físicas. Y algunas veces, si es practicado lo suficientemente bien, se inspira a otros para que alcancen sus metas. Y después, en raras ocasiones, este puede cambiar la historia social y cultural de un país; cambia vidas. Los Medias Rojas de Boston de 2004 son ese tipo de ejemplo.
Los Medias Rojas son los deportistas del año de Sports Illustrated, un honor que pueden haber ganado aún si la magnitud de su logro atlético sin precedentes fuese todo lo que habría sido considerado. A tres outs de ser barridos en la serie de campeonato de la Liga Americana, ellos ganaron ocho juegos seguidos, los últimos seis sin nunca estar en desventaja. Su lugar en el panteón deportivo está asegurado; el San Judas de los deportes, el santo patrón de las causas atléticas pérdidas, su espíritu será invocado en los momentos más dificiles.
"Es la historia de la esperanza y la fe recompensadas", dice el vicepresidente ejecutivo de los Medias Rojas Charles Steinberg. "Hay que creer que esta es la historia que ellos van a contar a los niños de 7 años dentro de 50 años. Cuando ellos digan, '¡Que va, no puedo hacer esto! tu les puedes decir, 'Claro que puedes. Estos 25 tipos la tenían más dificil, y ellos pudieron. Tu también.'".
Lo que los hace deportistas innegables e inolvidables, es que su logró trascendió al estadio como no lo ha hecho ningún otro equipo profesional. Los Dodgers de Brooklyn de 1955 fueron el epílogo de una época dulce y especial de Estados Unidos. Los Tigres de Detroit de 1968 le dieron una necesaria alegría a una ciudad asediada por la rabia y la confrontación. Los Yanquis de 2001 le entregaron un lugar de reencuentro, una diversión, a una ciudad herida y triste. Los Medias Rojas de 2004 tuvieron un impacto más profundo porque su campeonato tardo mucho tiempo en fraguarse.
Este equipo de Boston conectó a generaciones, por primera vez, mediante la alegría en vez del disgusto, como un mortero emocional. Este equipo cambió la manera como las personas, criadas para esperar lo peor, pensaban en si mismas hacia el futuro. Y el impacto, como todas las cosas, en esa gran comunidad llamada Red Sox Nation, resonó desde las cunas hasta las tumbas.
La mañana despues a que los Medias Rojas ganaran la Serie Mundial, el sargento Paul Barnicle, un detective de la policía de Boston y hermano del columnista del Boston Herald, Mike Barnicle, salió de su guardia a las seis, compró una rosa roja en el mercado de flores de la ciudad, manejó 42 millas hasta un cementerio en Fitchburg, Mass., y colocó la rosa en la lápida de su madre y su padre, quienes estaban entre los muchos que no vivieron lo suficiente para ver ese campeonato.
Cinco días después, Roger Altman, antíguo diputado y secretario del tesoro en la administración Clintom, quien había nacido en Brookline, Mass., voló desde la ciudad de Nueva York hasta Boston con la portada laminada del ejemplar del New York Times del 28 de octubre (encabezado: "Los Medias Rojas borran 86 años de futilidad en cuatro juegos".) Manejó hasta la tumba de su madre, quién había fallecido en noviembre de 2003 a la edad de 95 años, cavó un hueco pequeño y allí enterró la portada del periódico.
Tales peregrinaciones hacia los fallecidos, comunes luego que los Medias Rojas conquistaron a los Yanquis en la serie de campeonato de la Liga Americana, se repitieron en todos los cementerios de Nueva Inglaterra. Los símbolos variaban, pero los sentimientos permanecían iguales. En el cementerio Mount Auburn de Cambridge, las tumbas fueron decoradas con banderines de los Medias Rojas, gorras, camisetas, pelotas, placas de automoviles y calabazas pintadas a mano.
Tan arraigada fue la reminiscencia de los fallecidos que varias personas, incluyendo a Neil Van Zile Jr. de Westmoreland, N.H., le rogaron al equipo para tener una placa oficial de los Medias Rojas en la tumba de sus queridos aficionados fallecidos, similar a los marcadores metálicos que el gobierno federal asigna a los veteranos. (El presidente del equipo Lucchino dice que lo va a considerar, aunque MLB tendría que licensiarlo).La madre de Van Zile, Helen, una aficionada de los Medias Rojas quien anotaba los juegos y llevó a su hijo al segundo juego de la Serie Mundial de 1967, falleció en 1995 a los 72 años.
"Hay miles de personas quienes lo querrían", dice Van Zile. "Mi mamá no llegó a verlo. No hay nada más que pueda hacer por ella".
Un día del año pasado Van Zile caminaba por un cementerio en Chesterfield, N.H., cuando la inscripción de una tumba lo detuvo. Blouin era el nombre de la familia cincelado en el mármol.Debajo de este decía Napoleon A. 1926-1986. En la parte baja, cerca de la tierra, estaba el lamento de toda una vida.
Condenados Medias Rojas.
Queridos Medias Rojas:
Gracias por la motivación.
Josué Rodas, Marine, 6th Motor Transport Company, Iraq.
Como copos de nieve en una tormenta llegaron los correos electrónicos. Más de 10000 de ellos llegaron al servidor de los Medias Rojas en los primeros diez dias luego que Boston ganó la Serie Mundial. Procedían de Nueva Inglaterra, pero también venían desde Japón, Italia, Pakistan y por lo menos otros 11 países. El edificio gubernamental de Nueva Inglaterra del siglo 21 era electrónico.
Hubo cartas de agradecimientos. Hubo cartas de amor. Las cartas estaban escritas como si fuesen dirigidas a miembros de la familia, y de hecho los Medias Rojas lo eran, a su desordenada e irreverente manera, un querido grupo familiar. ¿Como no podían los feligreses querer a una banda de personajes que se autodenominaban los "idiotas"?
El bateador designado David Ortíz, quién bateara tres jonrones para terminar juegos en la postemporada, era el Big Papi de la alineación y el clubhouse, con su amplia sonrisa tan representativa de este equipo como su bate. El jardinero izquierdo Manny Ramírez bateó como una máquina pero asumió el juego con una sonrisa de caimanera marcada en la cara, aún cuando se caía en los jardines. El melenudo centerfielder Johnny Damon hizo delirar a las mujeres y celebrar a los hombres, con su mirada de Nazareno, franela estampada y calcomanía de parachoques (WWJJDD: ¿Que haría Johnny Damon? y toca corneta si quieres a Johnny).
El primera base Kevin Millar, con su barba de Honesto Abraham Lincoln y su personalidad tonta, tuvo la disciplina para negociar el boleto ante el cerrador de los Yanquis Mariano Rivera que empezó la remontada de Boston en el noveno inning del cuarto juego de la serie de campeonato de la Liga Americana. El derecho Derek Lowe, otro melenudo excéntrico, se convirtió en el primer pitcher en ganar tres juegos decisivos de series de postemporada en octubre, Fouke, el tercera base Bill Mueller, el catcher Jason Varitek y el jardinero derecho Trot Nixon, el pelotero más antíguo en el equipo, conocido por su casco atiborrado de alquitrán de pino, aportaron el lastre de coraje y determinación.
El amor venía en los correos electrónicos que traían palabras de los soldados en Irak quienes usas parches de los Medias Rojas en sus uniformes, o gorras de camuflaje de los Medias Rojas, los símbolos de una nación dentro de una nación. Los cañoneros del 3er. Batallón del 11th Marine Regiment, construyeron un Fenway Park en miniatura en Camp Ramadi. Los soldados se levantaban a las 3 a.m para ver a los Medias Rojas en el televisor de la sala de conferencias de Camp Liberty en Bagdad, los juegos terminaban justo a tiempo para que se formaran las tropas y recibieran sus instrucciones diarias de batalla.
Una mujer escribió de visitar un templo antíguo en Tokyo, allí encontró este mensaje inscrito en un muro de oración:"Que los Medias Rojas siempre jueguen en Fenway Park, y que ganen la Serie Mundial en mi tiempo de vida".
Además de los correos electrónicos había cajas sobre cajas de cartas, fotografías, tarjetas postales, proyectos escolares y dibujos que siguen ocupando el pequeño espacio disponible en las oficinas de los Medias Rojas. La mayoría de las misivas mostraban profundo agradecimiento.
"Gracias", escribió Maryam Farzeneh, una estudiante graduada de Boston University desde Iran, "por ser otra razón para conectarnos mi novio y yo y amarnos. Él es aficionado de los Medias Rojas y se mudó a Ohio hace dos años. Hubo incontables noches cuando ponía el teléfono al lado del radio para escuchar el juego juntos".
Maryam nunca había visto un juego de beisbol antes de 1998. Ella sabía de la obsesión de sus familiares por los equipos de futbol. "Aunque debo admitir", escribió ella, "que no es comparable a la relación entre los Medias Rojas y los aficionados de Nueva Inglaterra".
Noche cerrada, y la niña descansa sobre su espalda en el asiento trasero de un sedan mientras este desde su hogar hasta Hartford. Ella mira las estrellas titilar entre los postes de madera de las líneas telefónicas que rítmicamente interrumpían su vista del cielo veraniego. Y está la compañía familiar de una voz grave en el radio del carro que narra el juego de beisbol de los Medias Rojas. El gran Ted Williams, el favorito de su madre, está al bate.
Roberta Rogers cierra sus ojos, y ella es esa niña pequeña de nuevo, y el mundo es de nuevo tan perfecto y lleno de posibilidades y maravillas como lo era en aquellas cálidos noches veraniegas mientras crecía en la Nueva Inglaterra de postguerra.
"Me rio cuando pienso en eso", dice ella. "No hay nada malo con las memorias. Nada".
Una vez por verano sus padres la llevaban a ella y su hermano, Nathaniel, a Boston para quedarse en el Hotel Kenmore y ver a los Medias Rojas en Fenway. A Nathaniel le gustaba operar las puertas de seguridad del ascensor del hotel, para a menudo dejar salir y entrar a los peloteros visitantes que se quedaban en el Kenmore.
"Mira", Kathryn Stoddard, su madre, dijo tranquilamenteun día mientras un caballero bien vestido bajaba del ascensor. "Ese es Joe DiMaggio".
Kathryn, por supuesto, despreciaba tanto a los Yanquis que nunca los llamaba así. Ellos eran siempre los condenadosYanquis, como si fuera una sola palabra.
"No teníamos mucho dinero", dice Roberta. "No teníamos vacaciones, no íbamos a la playa. Eso era todo. Íbamos al Kenmore, y veíamos a los Medias Rojas en Fenway. Todavía tengo las imagenes...las multitudes, el estadio, los sonidos, la sensación del cemento bajo mis pies, pasar los perros calientes hasta el último de la fila, la gran pared verde, el anuncio de Citgo, era verde entonces, apareciendo a la vista cuando llegábamos a Boston en el carro, nos decía que casi estábamos ahí..."
Roberta vive en New Market, Va., ahora, su madre vive cerca en un hogar de retiro. Kathryn tiene 95 años de edad y aún se hace una idea de las personas a través del interés de estas por el beisbol.
"Aceptables si apoyan a los Medias Rojas, sospechosos si no lo hacen, y si es un condenado fanático de los Yanquis, ni una palabra", dice Roberta.
El 27 de octubre, con dos outs en el cierre del noveno inning, Boston ganaba 3-0,Roberta caminaba en la sala, sus ojos se retiraron del televisor.
"Oh, Bill", le dijo a su esposo, "¡todavía pueden ser los Medias Rojas! ¡Todavía pueden perder este juego!"
No sin razón su madre los había llamado los Medias Nones todos esos años.
"Y entonces oi el rugido", dice Roberta.
Esta vez lo hicieron de verdad. Ganaron de verdad. Ella llamó a sus hijos y llamaron a "todos los que se les ocurrieron". Era muy tarde para llamar a Kathryn, pensó ella. La vista y el oido de Kathryn están fallando, de seguro estaba durmiendo a esa hora.
Roberta fue a ver a Kathryn a primera hora la mañana siguiente.
"Mamá, ¿a que no sabes que pasó?¡Tengo las mejores noticias! "¡Ganaron! ¡Los Medias Rojas ganaron!"
El rostro de Kathryn se iluminó con una gran sonrisa, levantó ambos puños en señal de triunfo. Madre e hija rieron y rieron. Como dos niñas pequeñas.
Queridos Medias Rojas:
Quiero sorprender a toda mi escuela y al director
Estudiante de un liceo de Maine, solicitando que el equipo completo visite su escuela.
"¿Es eso lo que pienso que es?"
El conductor del tren Acela de las 11:15 am que salía de Boston hacia Nueva York, Larry Solomon, había reconocido a Charles Steinberg y notó el tamaño de la caja que este llevaba.
"Si", replico el vicepresidente de los Medias Rojas. "¿Te gustaría verlo?"
Steinberg abrió la caja y reveló el trofeo de oro brillante del comisionado, el trofeo del campeonato de los Medias Rojas. Solomon, quién había sobrevivido a la leucemia y a apoyar a los Medias Rojas, contuvo las lágrimas.
Los Medias Rojas llevan el trofeo de gira para sus aficionados. Este día sale para Nueva York con una convocatoria de la Benevolent Loyal Order para los honorables sufridos viejos aficionados de los Medias Rojas, a.k.a. the BLOHARDS.
"Solo he llorado dos veces en mi vida", dijo esa noche Richard Welch de 64 años, y un BLOHARD. "Una cuando terminó la guerra de Vietnam y hace dos semanas cuando los Medias Rojas ganaron la Serie Mundial".
A cada lugar que va el trofeo alguien solloza al mirarla. Cada quien quiere tocarlo, como Tomás al comprobar las heridas de Jesús. Tocar es reconocido.
"Sus recipientes emocionales se han llenado todos estos años", dice Steinberg, "y el trofeo flota sobre ellos. Es una experiencia intensa, catársica".
¿Porqué? ¿Porqué debe ser tan intenso el vínculo entre un equipo de béisbol y las personas? Fenway Park es parte de eso, al ofrecer una continuidad física al vínculo, no solo porque el Big Papi se puede parar en el mismo cajón de bateo que Teddy Ballgame, sino tambien porque un hijo podría sentarse en la misma silla de madera como su padre.
"Tenemos nuestra historia trágica", dice el poeta Donald Hall, un nativo de Vermont quién vive en la casa donde su bisabuela vivi{o una vez.
Los Medias Rojas se especializaban, no como los Cachorros, en la miseria y la tristeza del beisbol sin esperanzas, sino en la agonía y el dolor. De hecho, la esperanza estaba en la cruel capacidad para romper corazones. Desde el equipo del Sueño Imposible de 1967 hasta la temporada pasada, los Medias Rojas han puesto sobre el terreno 31 equipos con record positivo en 37 años, en nueve de ellos llegaron a la postemporada. Era lo suficientemente buenos para crear dolor. "Probablemente son los crueles inviernos que tenemos en Nueva Inglaterra", explica Mike Barnicle. "Cuando los Medias Rojas reaparecen, es la temporada de regreso del sol, retorna la calidez y los asociamos con eso". "También, mucho tiene que ver con como el area es más estable en términos demográficos que muchos lugares. La gente no se va de Nueva Inglaterra. Se quedan aquí. Y otros vienen a estudiar en la universidad y se contagian de la fiebre de los Medias Rojas. La contraen a los 18 años y la llevan consigo cuando se van al mundo".
Si naces al norte de Hartford. no hay otro equipo de beisbol de Grandes Ligas que seguir, como ha sido desde que los Bravos se fueron de Boston para Milwaukee en 1953. Es un derecho de nacimiento del cual se aprende rápidamente la historia oral. El Bambino, Denny Galehouse, Johnny Pesky, Bucky Dent, Bill Buckner y Aaron Boone son los nudos de una cuerda, un antirosario incrustado en la memoria de cada hijo e hija de la nación.
"No he conocido nada parecido en mi vida", dice David Nathan, 34, quien como su hermano Marc, 37, aprendieron de la mano de su padre, Leslie, 68, quien aprendió de la mano de su padre Morris, 96. "Es muy dificil de ponerlo en palabras. Yo tenía 16 años en 1986, estaba sentado en la sala cuando la pelota pasó entre las piernas de Buckner. Teníamos la champaña lista, y te vuelves a sentar y miras incrédulo. "Yo estaba en el séptimo juego el año pasado y llevé a mi esposa. Le dije, 'Necesitas experimentarlo' Los Medias Rojas ganaban 5-2, y mi esposa me dijo, 'Tienen el juego en el refrigerador'. Le dije. 'No, que va. Que te lo digo, no han ganado hasta el último out'.
"Solía mirar a mi papá y no entendía porque lloraba cuando perdían o lloraba cuando ganaban. Ahora lo entiendo". A las 11:40 de la noche del 27 de octubre, David Nathan sostuvo una botella de champaña con una mano y un teléfono en la otra, su padre estaba al otro extremo de la línea. David gritó tan alto que despertó a su hijo de cuatro años, Jack, la cuarta generación Nathan quién junto a la hija de cuatro años de Marc, Jessica, conocerá un nuevo mundo de seguimiento de los Medias Rojas. La cadena de nudos está rota. La esposa de David grabó el momento con una video cámara. Dos semanas despues David se sentaría y escribiría todo en un largo correo electrónico, expresando su agradecimiento al dueño de los Medias Rojas John Henry.
"Como me dijo mi padre el día siguiente", escribió David, "él sintió como que una carga había sido levantada de sus hombros luego de tantos años".
Le leyó el correo a su padre por teléfono. Terminaba así: "Gracias otra vez y larga vida a la Red Sox Nation". David podía llorar a su padre en el teléfono.
"Es bueno saber que luego de todos estos años", dijo Leslie, "algo mío ha pasado a tí".
Era un minuto después de la medianoche del 20 de octubre, y Jared Dolphin, 30, había asumido su puesto de guardia del turno nocturno en el correccional Corrigan-Radgowski de Montville, Conn.,una prisóin de nivel IV, uno por debajo del máximo. El recluso de la celda más próxima a él había cumplido 10 años de una condena de 180 por matar la familia completa de su novia, incluyendo el perro.
Algunos de los reclusos usaban gorras hechas a mano de los Medias Rojas, una bandana de comisaría o pañuelo festoneado con un "B" icónica dibujada a mano. Técnicamente eran consideradas contrabando, pero las reglas se podían evitar si se trataba de aupar a los Medias Rojas en octubre. Unos pocos reclusos vieron el séptimo juego de la serie de campeonato de la Liga Americana en un televisor portátil de 12 pulgadas que habían comprado en la prisión por 200 $. Muchos recostaban sus rostros contra la pequeña ventana de la puerta de su celda para ver el juego en la televisión del grupo de celdas. Otros veían solo el reflejo de la televisión en la ventana de otra puerta.
Un aficionado de los Medias Rojas, Dolphin vio como Alan Embree retiró a Rubén Sierra de los Yanquis con un roletazo para completar la remontada más grande de la historia de los deportes. Dolphin empezó a llorar.
“De pronto el retén entró en erupción” escribió Dolphin en un correo electrónico. “Salté de inmediato y por instinto mi mano agarró la linterna. Aquello era un pandemónium, silbidos, gritos, golpes en los fregaderos, puertas cualquier cosa que encontraran los convictos. Esto estaba fuera del libro de reglas del recinto, así que me incorporé listo para hacer cumplir la ley. “Pero mientras estaba parado mirando alrededor, sentí algo más. Sentí esperanza. Aquí estaba, a menos de tres metros de los tipos que nunca saldrían de la prisión en sus vidas. El tipo de la celda a mi izquierda tenía 180 años de condena. No iba a ninguna parte en lo inmediato. Pero mientras lo veía gritar y golpear la puerta me di cuenta que el y yo teníamos algo en común. La esperanza de esa noche también iluminó su vida. Como aficionados de los Medias Rojas habíamos visto ocurrir lo imposible, y si ese sueño `podía hacerse realidad porque no otros.
“En vez de rodear el retén tratando de restaurar el orden, bajé la linterna y aplaudí. Mi aplauso se unió al escándalo que hacían y eso no se detuvo por cinco minutos. Aplaudí hasta que me dolieron las manos. Estaba aplaudiendo las posibilidades del futuro”.
El día después de la Navidad de 2003, Gregory Miller, 38, de Foxboro, Mass., un aficionado entusiasta de los deportes, especialmente de los Medias Rojas, cayó fulminado por un aneurisma. Dejó a su esposa, Sharon, dos gemelos de seis años y una hija de 18 meses. Sharon cayó en una tristeza y soledad indescriptibles.
Y entonces vinieron octubre y los Medias Rojas.
Sharon, solo una aficionada casual antes de entonces, se vio atrapada en el recorrido de postemporada del equipo. Ella llamaba a su madre, Carolyn Bailey, en Walpole,, como 15 veces durante el transcurso de un juego para quejarse, expresarse, preocuparse, condolerse y celebrar. Hasta hacía chistes.
“Mis ojos necesitaban palillos para mantenerse abiertos”, decía Sharon hacia el final de los juegos. “Más colirio. Necesito más colirio”.
Carolyn reía, y su corazón saltaba de ver a su hija divertirse de nuevo. No la había visto o escuchado así desde la muerte de Gregory.
“Fue la primera vez que empezó a reír de nuevo”, dice Carolyn.
“Los Medias Rojas le dieron algo que buscar cada día. Ellos se convirtieron como en parte de la familia”.
El día después que los Medias Rojas ganaron la Serie Mundial, Carolyn le escribió una carta al equipo. En ella hablaba de su hija. “Los Medias Rojas se convirtieron en su medicina en el camino de regreso de su tragedia. De parte de toda mi familia, les agradecemos desde el fondo de nuestros corazones”.
Leah Storey de Tilton, N.H., redactó su carta de agradecimiento a los Medias Rojas. Su padre había fallecido exactamente un año antes de que los Medias Rojas ganasen la Serie Mundial. Entonces su hermano de 26 años, Ethan, murió de una sobredosis accidental de drogas solo cuatro horas luego de ver con entusiasmo como los Medias Rojas ganaban el quinto juego de la serie de campeonato de la Liga Americana. Cuando los Medias Rojas ganaron la Serie Mundial, los amigos de Ethan y la familia salieron fuera de la casa de los Storey, gritaron de alegría, descorcharon una botella de Dom Perignon y miraron hacia arriba en busca de un eclipse lunar.
“Para nosotros, con la memoria de Ethan feliz en nuestras mentes, esos juegos tomaron un nuevo significado”, escribió Leah de la ruta de Boston hasta el campeonato. “Casi como si estos hubiesen sido jugado en su honor. Gracias por no desilusionarlo. No puedo expresar por completo el bienestar que sentíamos al verlos jugar noche tras noche. Eso no borró el dolor, pero lo alivió”.
El 25 de octubre los Medias Rojas estaban a dos victorias de ganar la Serie Mundial cuando los doctores enviaron a George Sumner a morir a su casa de Waltham. No había nada más que pudieran hacer por él. En casa, sin embargo, el estómago de George empezó a llenarse de fluidos, y hubo que llevarlo de vuelta al hospital. Los doctores hicieron lo que pudieron. Dijeron que estaba en tan malas condiciones que dudaban si podría sobrevivir el regreso a casa.
De pronto, con los ojos aún cerrados, George señaló hacia una esquina de la habitación, como si alguien estuviese allí, y dijo, “No, todavía no”.
Y entonces George regresó a su casa en Waltham. Leah sabía que cada día y cada juego eran preciosos. Ella rezó mucho por una barrida.
La mañana del cuarto juego, lo que resultó ser el momento más importante de la vida de Jaime Andrews, aficionado obseso de los Medias Rojas, llegó a ser “patético”; su esposa Alice, rompió fuente. Aquí estaba: el conflicto que Jaime había temido todo el verano. A las 2:30 p.m. él la llevó al South Shore Hospital, donde fueron recibidos por enfermeras que usaban camisetas de los Medias Rojas sobre sus indumentarias.
A las 8:25 p.m., Alice estaba en la sala de parto. Había un televisor allí. El juego estaba por comenzar en San Luis.
“Pongan el juego”.
Era Alice quien pedía que encendieran el televisor. Damon, el abridor de la alineación, entró a la caja de bateo.
“¡Johnny Damon!”, exclamó Alice. “Él bateará un jonrón”.
Y Damon, con su melena marrón emergiendo de la parte trasera de su casco de batear, la complació.
Los Medias Rojas ganaban 3-0, en la parte baja del quinto inning cuando los Cardenales pusieron hombre en tercera con un out. Jaime no podía resistir la ansiedad. Le dolía la cabeza. Tenía dificultades para respirar. Le brotaron rosetones alérgicos. Era mucho para él. Le pidió a Alice que apagara el televisor. Alice insistió en que lo vieran hasta el final del inning. Vieron a Lowe sortear la dificultad. Jaime apagó nerviosamente el televisor.
En casa en Waltham, George Sumner se dormía y despertaba. Sus ojos estaban alerta cuando el juego estaba en curso, pero cuando terminaba un inning el decía entre susurros, “Despiértenme cuando empiece el inning”. Cada vez nadie podía estar seguro si él abriría los ojos otra vez.
Los Medias Rojas mantuvieron la ventaja de 3-0, y el televisor se mantuvo apagado en la sala de parto del South Shore Hospital. A las 11:27 p.m. Alice parió un lindo niño. Jaime notó que el bebé tenía un inusual cabello largo que le llegaba a la nuca. Las enfermeras limpiaron y midieron al niño. Jaime todavía estaba nervioso.
“¿Puedo prender el televisor para ver como quedó el juego?” le preguntó a Alice.
“Seguro”, dijo ella.
Eran las 11:40 p.m. Los Medias Rojas saltaban unos sobre otros en el medio del diamante. Eran campeones mundiales.
George Sumner había esperado toda una vida par aver esto, 79 años, para ser exactos, los últimos tres batallando contra el cáncer. Reunió toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo y en el susurro más alto que podía pronunciar, dijo, “¡Yipiii!”
Entonces cerró sus ojos y se durmió.
“Ese fue probablemente el último momento consciente que tuvo”, dice Leah.
George abrió sus ojos una vez más el día siguiente. Cuando vio que estaba rodeado por toda su familia, dijo: “Hola”, y se durmió por última vez.
George Sumner, ávido aficionado de los Medias Rojas, pasó a mejor vida a las 2:30 a.m. del 29 de octubre. Fue enterrado con honores militares el 2 de noviembre.
El día que George Sumner moría, Alice y Jaime llevaban a casa a un saludable bebé. Lo llamaron Damon.
Los peloteros no son científicos sociales o historiadores culturales. Todo lo contrario, ellos crean una fortaleza de abstracción en la cual todas la consideraciones que van más allá del juego son temidas como el veneno de lo que es conocido genéricamente como “distracciones”.
Los Medias Rojas no son de Boston; ellos proceden de todos los rincones de Estados Unidos y Latinoamérica, y viajaron a sus hogares reales inmediatamente luego de un gran y catársico desfile el 30 de octubre, durante el cual la vida normal de Nueva Inglaterra fue televisada por tres horas. (“¡Tres millones y medio de personas allí y 33 viendo por televisión!” se maravilló Steinberg).
Existe un desbalance odioso en nuestra relación con los atletas, como si estuviésemos mirando un espejo en una sola dirección. Los conocemos, los idolatramos, vestimos como ellos y de alguna manera creemos que nuestras acciones, aunque triviales, alterarán las de ellos, todo mientras ellos saben que estamos ahí pero en realidad no pueden vernos.
Howard Frank Mosher de Vermont estaba al norte de Maine en el verano de 2003 en un acto de firma de libros, durante el cual él habló de su próxima novela, Waiting for Teddy Williams, un relato en el cual los Medias Rojas (¿te imaginas?) ganan la Serie Mundial; él escuchó a un pequeño grupo de personas cantando en la parte trasera de la librería. Sonaban como, Johnny Angel, how I love him…
Mientras Mosher se acercaba notó que estaban cantando, Johnny Angel, how I love him…
¿Qué estaba pasando? Se preguntó.
“Estamos interpretando un encantamiento”, dijo uno de los hombres. “Damon ha estado en slump. Pensamos que esto funciona. Anoche bateó de 5-4”.
Locura. ¿Como podia Damon saber de esto? ¿Cómo podía cualquier pelotero de Boston saber que el reverendo William Bourke, un ávido aficionado de los Medias Rojas quien falleciera en su nativa Rhode Island antes del segundo juego de la Serie Mundial, fue enterrado el día después que Boston lo ganara todo, con una pelota conmemorativa de los Medias Rojas y el periódico de esa mañana adherido a su féretro?
¿Cómo podía Pedro Martínez saber que en la mañana del segundo juego de la Serie Mundial, Diane Connolly, su hijo de tres años, Patrick, y el resto de la congregación de la parroquia St. Francis of Assisi en Litchfield, N.H., oyeron al coro cantar una oración para los Medias Rojas luego del receso? “Nuestro Padre, quien trabaja en Fenway”, comenzaron los cantores. “Danos este día a nuestro Pedro perfecto; y perdona aquellos, como Bill Buckner; y llevanos lejos de la depresión…”
¿Cómo podía saber Curt Schilling que Laura Deforge, 84, de Winooski, Vt., quién vio cada juego de los Medias Rojas por televisión, muchos de ellos dos veces, volteó la tendencia de la serie de campeonato de la Liga Americana cuando ella encontró un gorra sortaria de los Medias Rojas, que tenía 30 años en su armario, luego del tercer juego? Laura la usó en todas partes por los siguientes 11 días, incluyendo el bingo. (Y todavía la usa).
“Solo he estado aquí un año”, dice Schilling, “y resulta impresionante ser parte de la relación entre la Red Sox Nation y este equipo. No la puedo entender. No puedo. Todo lo que puedo hacer es darle gracias a Dios por haberme bendecido con las herramientas que pueden tener un impacto en las vidas de las personas de manera positiva”.
Las vidas de estos peloteros han cambiado para siempre como profesionales. El cátcher de reserva Doug Mirabelli, será una celebridad dentro de 30 años si aparece en cualquier parte desde Woonsocket hasta Winooski. Los Medias Rojas de 2004 tienen un brillo que nunca desaparecerá o será superado.
La resonancia real de este campeonato, sin embargo, es lo mucho que cambió a las personas en la otra cara del espejo de una sola vía, poetas y convictos, padres e hijos, madres e hijas, moribundos y recién nacidos.
El amanecer que rompió en Nueva Inglaterra el 28 de octubre, el primero en la vida del pequeño Damon Andrews, fue muy distinto a cualquier otro visto en tres generaciones. Aquí empezó el nacimiento de una nueva Red Sox Nation, los hijos ya no llevaran las cicatrices y el dolor de sus padres y abuelos. Se sentía tan limpio y fresco como un d{ia de Año Nuevo.
El primer amanecer de Damon también fue el último en la plena vida de George Sumner.
“Fui a trabajar ese día”, dice Leah Sumner, “y tenía lágrimas en los ojos. La gente decía, ‘¿Él lo vio? ¿Él lo vio? Por favor dime que tu padre lo vio’ Ni tienes idea de cuanta paz le dio eso a mis hermanos y hermanas. Hubiera sido muy triste si él no lo hubiese visto”.
“Fue como una bendición. Una dama me dijo que él vivía y moría de la mano de Dios. No soy religiosa, pero él estaba bendecido. Si estaba sentado aquí, él reconocía que había algo muy fuerte ahí”.
“Fue el mejor año, y fue el peor año. Fue un año increíble. Le contaré a mis hijos y me aseguraré que ellos lo hagan con los suyos”.
La historia que ellos contarán no es solo la historia de George Sumner. No es solo la historia de los Medias Rojas de 2004. Es la historia del vínculo entre una nación de aficionados y su querido equipo.
“Ni siquiera es alivio”, dice Leah. “No, es como si fuésemos parte de esto. Es como si ellos no lo hicieron por ellos mismos o por dinero, sino por nosotros”.
“Es más grande que el dinero. Es más grande que la fama. Es como le digo a las personas. Hay tres cosas que deben saber de mi. Amo a mi familia. Amo la música de blues. Y amó al béisbol”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
jueves, 27 de noviembre de 2014
Ray Sadecki, quién ayudara a los Cardenales de San Luis a ganar la Serie Mundial, fallece a los 73 años
William Yardley, 23-11-2014. The New York Times
Ray Sadecki, un pitcher que ganó 135 juegos en 18 temporadas en las Grandes Ligas, incluyendo 20 victorias con los Cardenales de San Luis en 1964, cuando los ayudó a ganar la Serie Mundial, falleció el 17 de noviembre en Mesa, Ariz.,
La causa fue complicaciones con cáncer de sangre, dijo Major League Baseball.
Sadecki, un zurdo que treminó su carrera con los Mets, tenía 19 años cuando llegó a las mayores, se unió a los Cardenales en 1960 y se estableció como abridor. Él ayudó a que el equipo se convirtiera en ganador contínuo. Seis temporadas después, se fue en un cambio que tambien ayudó a ganar a los Cardenales.
En su segunda temporada con San Luis, lanzó 222 innings, con marca de 14-10 y efectividad de 3.72, la décima mejor de la Liga Nacional. Tres años después, él y los Cardenales tuvieron una temporada exitosa.
Sadecki ganó 20 juegos y lanzó 220 innings en 1964. Su total de victorias fue el tercer mejor de la liga, pero probablemnete fue el tercer mejor abridor de los Cardenales, detras de Bob Gibson, quien ganó 19 juegos y Curt Simmons quien ganó 18.
Una remontada de finales de temporada, acoplada con un colapso total de los Filis de Filadelfia, llevó a los Cardenales a ganar el banderín. Ellos vencieron a los Yanquis en una Serie Mundial de siete juegos.
Sadecki comenzó el primer juego de la Serie Mundial y permitió cuatro carreras en seis innings. Pero los Cardenales tomaron la deklantera en la parte baja de la sexta entrada y ganaron 9-5, y Sadecki se apuntó la victoria. También inició el cuarto juego, pero no pasó del primer inning al permitir cinco imparables seguidos y tres carreras. (Los Cardenales ganaron ese juego, 4-3).
En mayo de 1966, los Cardenales cambiaron a Sadecki a los Gigantes de San Francisco por el primera base y jardinero Orlando Cepeda, un cambio que muchos aficionados de los Gigantes todavía lamentan.
En 1967, la primera temporada completa de Sadecki con los Gigantes, él lanzó bien, ganó 12 juegos con efectividad de 2.78. Pero Cepeda bateó para .325 y empujó 111 carreras en ruta a ser nombrado el jugador más valioso de la Liga Nacional. Los Cardenales terminaron 10,5 juegos por delante de los Gigantes para ganar el banderín y luego vencer a los Medias Rojas en otra Serie Mundial de siete juegos.
Sadecki volvió a ganr 12 juegos en 1968, con una buena efectividad de 2.91. Pero también perdió 18, el tope de la liga.
Raymond Michael Sadecki nació el 26 de diciembre de 1940 en Kansas City, Kan. Su familia era de ancestros polacos y tenía raíces en la vecindad Polish Hill de la ciudad, donde sus abuelos tenían una tienda de comestibles. Décadas después, él regresó para servir como maestro de ceremonia en la celebración de Polski Day.
No hubo información inmediata de sus sobrevivientes.
Sadecki tuvo un registro vitalicio de 135-131 en las Grandes Ligas, con efectividad de 3.78.
El lanzó para los Mets desde 1970 hasta 1974 y luego fue cambiado varias veces antes de regresar al equipo en 1977, su temporada final. Apareció solo en cuatro juegos ese año.
Él habló de su regresó al equipo en una conversación durante el entrenamiento primaveral con Joe Torre, un nuevo compañero de equipo con quien se había encontrado en cambios previos.
"Fui cambiado por tí", dijo Sadecki, "en tres transacciones que no favorecieron a ninguno de los equipos".
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
martes, 18 de noviembre de 2014
Preguntas y Respuestas en el aniversario 60 de Sports Illustrated: Tom Verducci acerca de Sandy Koufax y ‘El Brazo Izquierdo de Dios’
En honor al aniversario 60 de Sports Illustrated, SI.com está reeditando, en su totalidad, 60 de las mejores historias de la revista. La selección de hoy es “El Brazo Izquierdo de Dios”, del ejemplar del 12 de julio de 1999, en la cual Tom Verducci investigó sobre Sandy Koufax. En este Preguntas y Respuestas de SI 60, Verducci con el editor asociado Ted Keith, explica lo que ocurrió cuando finalmente él habló con Koufax, y lo que la historia significa para él en la actualidad.
SI: El encabezado de la portada, que era sobre los 20 atletas favoritos de SI en el siglo XX, era “El Incomparable y Misterioso Sandy Koufax” ¿Qué te llevó a escoger ese título?
Verducci: Fue mi idea por muchos años y entonces la oportunidad del milenio fue la razón por la que decidimos llevarla a cabo. Siempre estuve fascinado con su carrera. Yo era muy pequeño para recordar con precisión sus faenas de pitcheo pero siempre estudié su carrera, me pareció sorprendente. Y no era porque fue tan sobresaliente, era porque fue muy malo antes de ser sobresaliente. Yo quería entender eso.
SI: ¿Sabías cuan difícil sería entrevistarlo?
Verducci: No, y eso era parte del reto si se quiere ver así, se trataba no solo de entender su carrera de beisbolista sino a Sandy Koufax. La gente me decía, “Él nunca hablará contigo”, lo cual subió el volumen del reto. Eso se convirtió en parte de mi interés personal en la historia.
SI: ¿Cómo empezaste a tratar de ubicarlo?
Verducci: Empecé a reportarlo en el entrenamiento primaveral, y fui a su casa vieja de Maine en marzo o abril, a principios de primavera. Había un grupo de personas que yo conocía en el béisbol quienes eran cercanos a él por lo que empecé a valerme de mis relaciones con Fred Wilpon, Al Leiter, Joe Torre, Dave Wallace, les decía, “Me puedes ayudar a conseguir una entrevista con este señor? Siempre estuve muy pendiente de conseguir eso.
SI: Un tipo quién no quiere ser ubicado, quien vive en un lugar apartado de Nueva Inglaterra: Puede aparecer en la historia como una especie de J.D. Salinger del béisbol.
Verducci: (Risas) Luego que había terminado de escribir la historia, estaba siendo editada y,muy cercana a concluirse, llegué a casa un día y mi esposa me dijo que había un mensaje para mí, alguien llamado Sandy Koufax había llamado. Me dije, Dios mío, me gustaba la forma como había quedado la historia, y ahora si el tipo va a hablar conmigo tendré que rehacerla. Había dejado un número telefónico, lo llamé y no pudo ser más gracioso. Explicó básicamente que no quería hacer una entrevista, no era nada personal contra mí, era solo su modo de ser. pasamos los próximos 45 minutos hablando de baloncesto universitario. Él es un gran aficionado del baloncesto universitario. (Nota del editor: Koufax jugó baloncesto en la Universidad de Cincinnati). Para ese momento yo estaba conforme con eso, porque me había trastornado con la idea de “¿Y si tengo que desechar todo lo que he hecho?”.
SI. ¿Piensas que la historia ayudó a traerlo un poco de vuelta a la luz pública?
Verducci: Él ha estado un poco más accesible a la luz pública desde entonces. De hecho, poco después que se publicó la historia me senté a su lado en la cena del Baseball Assistance Team de Nueva York y él fue muy cordial. El no es un recluso para nada, sólo que no quiere hacer entrevistas mediáticas. SI había impreso copias de la portada para entregarlas a las personas de la mesa de él. La gente las usó para pedir su autógrafo, yo no quería el autógrafo porque estaba sentado ahí. El la firmó de todos modos y la personalizó con una nota muy agradable. Significó mucho para mí, y supe que le había gustado la historia.
Pienso que Sandy Koufax es un hombre de convicción. Está tan conforme de ser quién es que no pienso que historia alguna vaya a cambiar quién es o como actúa. Lo que traté de hacer con esta historia también es, dejarle claro a la gente que él está lejos de ser un recluso. Es un hombre de convicción. No un recluso. Asiste a las ceremonias del Salón de la Fama. Los Dodgers lo han llevado a sus actos y se presenta en Dodger Stadium. Una de las cosas que realmente admiro de él es que es un hombre de sus convicciones.
SI: ¿Si el no habló contigo, de donde sacaste todos esos detalles personales de su vida?
Verducci: Solo me puse en contacto con la mayor cantidad de personas quienes sabía lo habían conocido en Maine, quienes habían estado en su casa. De hecho, cuando él llamó yo pude completar algunos detalles, como precisar fechas y épocas para confirmarlos con él.
SI: ¿Qué sabes ahora de Koufax?
Verducci: Resulta raro en la vida cuando tienes una imagen de una figura pública que mantienes en alta estima y entonces cuando lo conoces, este excede la imagen de esa persona. No pudo haber sido más gracioso, especialmente humilde. La humildad esta ausente en la era actual. Estuve impactado por este tipo, uno de mis personajes favoritos del béisbol. He hablado con él algunas veces desde entonces. Un par de llamadas telefónicas, lo encontré una vez en Dodger Stadium y siempre tenemos conversaciones cordiales.
SI: ¿Significa esta historia mucho para ti?
Verducci: Si, muchas personas me la han recordado. Muchas personas que crecieron con Sandy Koufax como su ídolo, hasta personas que nunca lo conocieron o lo vieron lanzar. Hay algo en él que resuena en muchas personas.
Él era el mejor en lo que hacía y actuaba como si fuese solo uno más. También su carrera terminó muy temprano. Hay ese sabor agridulce en su carrera de beisbolista, ese ¿Qué hubiese pasado si…?, pero tal vez fue más grande el que nunca hubo una fase de declive. No puedo pensar en algún jugador que se haya retirado en ningún deporte en el tope del juego como él. ¿Tal vez Barry Sanders?
SI: Elegiste estar presente en la historia en cada paso de esta, lo cual es raro en ti ¿Por qué?
Verducci: Lo hice, mirando en retrospectiva diría que inconcientemente tenía tanto interés personal en esa historia que no podía mantenerme fuera de ella. Siempre he sentido que en las mejores historias el escritor le da una pasión personal al tema en cuestión. Cuando hay algo que estimula tu curiosidad personal eso siempre conduce a las mejores historias. El génesis completo de esto fue mis ganas de saber que hace a Sandy Koufax tan fugaz. Eso fue lo que me mantuvo no solo a través del reportaje sino de la escritura de este.
Escribir una pieza especial…ellas nunca te dejan cuando las estás haciendo. Es la última cosa en que piensas antes de dormir y la primera en que piensas cuando te levantas. El esfuerzo mental de vivir con una historia definitivamente te afecta. Pero al final es una especie de dolor agradable.
SI: ¿Estuviste feliz con la historia, o deseaste haberla cambiado después de hablar con él?
Verducci: No regreso a releer algo en su fundamento. Recuerdo estar feliz de la manera como se dio, debido a esa conversación telefónica con él. Habría estado feliz de romper todo y rehacer la historia desde un ángulo diferente (si él hubiese hablado al respecto). Recuerdo haber sido más feliz con la historia que con la llamada telefónica. Pienso que eso era un indicador de que estaba feliz con la historia.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
lunes, 17 de noviembre de 2014
El Brazo Izquierdo de Dios: Sandy Koufax fue más que solo un pitcher perfecto
Tom Verducci. 30-08-2014
En honor al aniversario 60 de Sports Illustrated, SI.com está reeditando, en su totalidad, 60 de las mejores historias publicadas en la historia de la revista. La selección de hoy versa sobre Sandy Koufax, a quién la revista nombró como su atleta favorito del siglo XX. Koufax, la persona más joven en ser electa al Salón de la Fama del béisbol, fue el primer pitcher en lanzar cuatro juegos sin hits ni carreras y ganar tres premios Cy Young. La historia, escrita por el periodista de Sports Illustrated Tom Verducci, apareció originalmente en el ejemplar del 12 de julio de 1999.
Él siempre sentaba en el mismo reservado todo el tiempo. Siempre era el de la parte trasera, y más alejado de la puerta. El hombre delgado y buenmozo iba solo, sin su esposa, casi cada mañana a las seis en punto para desayunar en Dick’s Diner en Ellsworth, Maine, aproximadamente a 14 millas de su casa. A menudo usaba una de esas camisas de cuadritos negros y rojos que se esperan ver en Maine, aunque él no era cazador. Podría no haberse afeitado esa mañana. Caminaría por el largo mostrador del frente, el que tenía sillas giratorias que, bendito Señor, le daba a perfectos extraños licencia para desarrollar una conversación. Él prefería la zona de exclusividad claramente delineada de un reservado. Tamborilearía los dedos de aquellas famosas manos grandes sobre la superficie de fórmica de la mesa, había una de aquellas mini-rockolas a su izquierda, y le indicaba su orden a Annette, la mesera, con una voz tan suave y delicada como la miel. Él venía tan a menudo que la familia que administraba el local dejó de pensar en él como Sandy Koufax, uno de los pitchers más grandes que haya vivido. Ellos pensaban en él de la manera como Koufax quiso toda la vida que pensaran de él, como alguien mejor que un atleta famoso: Él era un asiduo visitante del lugar.
Dick Anderson y su hijo Richard, mejor conocido como Bub, podían curiosear desde sus tareas cuando Koufax entraba, pero eso todo. Una vez Bub consiguió un autógrafo de él en una servilleta pero nunca habló de béisbol con él. Annette, la hermana de Bub, siempre trabajaba en la sección donde estaba aquel reservado trasero. Koufax fue a ese local por tres años y en ninguna ocasión habló voluntariamente con ella de su vida o su carrera. Siempre era una charla ínfima y educada. Normal.
Koufax tenía 35 años, habían transcurrido cinco años desde su último envío, en 1966, cuando él fue con ganas, con ilusión, a Maine, el reservado trasero de Estados Unidos. Había visto una exhibición de fotografías en la revista Look sobre la propiedad campestre de Down East de un hombre llamado Blakely Babcock, un vendedor de semillas Burpee de 180 kg, un granjero a quién todos llamaban Tiny. Tiny invitaba a vecinos y amigos a fiestas y cenas, durante las cuales le gustaba consumir grandes cantidades de comida, luego sobaba su inmensa barriga y sonreía a su esposa, “Entonces ¿Qué tenemos de cena Alberta?” La casa de campo de Tiny en North Ellsworth, capturaba la atención de Koufax al tiempo que una de las amigas de su esposa remodelaba su casa de campo en Maine. ¿No sería perfecto, pensaba Koufax, vivir tranquilamente, casi en el anonimato, en una vieja casa de campo como la de Tiny?
Alberta Babcock estaba sacando una bandeja caliente de ponquecitos de arándanos del horno cuando Koufax vio por primera vez el lugar en persona, la casa vieja de estilo Cape estaba tan llena de flores que parecía una pintura de acuarela hecha realidad. Koufax compró, y el 04 de octubre de 1971, Sanford y Anne Koufax de Los Angeles, al firmar el documento, se hicieron cargo de una hipoteca de 15 años y 15000 $ del Penobscot Saving Bank y compraron lo que era conocido como Winkumpaugh Farm, de Blakely y Alberta Babcock por alrededor de 30000 $. Se había cortado una cuerda. Había empezado el resto de la vida de Sandy Koufax.
Los Babcock habían vivido en esa casa de campo desde 1962, pero nadie estaba seguro de cuan antíguo era el lugar. Los registros de propiedad se perdieron en un incendio de la alcaldía de Ellsworth en 1933, y los registros de 1944 ya catalogaban a la casa de campo como “vieja”. Incrustada en un costado de una montaña pequeña a donde se llega mediante un camino polvoriento llamado Happytown Road que cruza con otro llamado Winkumpaugh Road, la casa de campo era el escenario perfecto para un hombre esperanzado en desaparecer de la luz pública, aún cuando ese hombre fuese un reverenciado ícono estadounidense quien dominaba el arte del pitcheo tan bien como cualquiera que hubiese lanzado una pelota de béisbol.
Un hombre tan obstinadamente modesto y privado que mientras estudiaba en la Universidad de Cincinnati mediante una beca de baloncesto, nunca le dijo a sus padres allá en Brooklyn que también jugaba con el equipo de béisbol. El hombre cuya madre revisó una de las primeras versiones de su autobiografía de 1966; Koufax, para saber más de su hijo. (“Nunca me dijiste nada”, le dijo ella). El hombre que en 1968, dos años después de retirarse con tres premios Cy Young, cuatro no-hitters y cinco títulos de efectividad, no mencionó nada de su carrera beisbolera al conocer a una joven mujer llamada Anne quien redecoraba la casa de playa de sus padres en Malibu. Koufax se ofreció para ayudarla a pintar. No fue sino hasta varios días después que ella supo su identidad, y él averiguó la de ella: Ella era la hija del actor Richard Widmark. Se casaron seis meses después en la casa del padre de ella al oeste de Los Angeles, frente a una docena de personas.
Los dos últimos años que Anne y Sandy Koufax vivieron en la granja Wickimpaugh, fueron los primeros en la vida de Sandy cuando no tenía que ir ni a la escuela ni al trabajo. Luego de viajar a diario desde Maine durante el verano de 1972 en su sexta temporada como comentarista televisivo de la NBC, renunció con cuatro años pendientes de contrato. Le disgustaba su trabajo. Él podía hablar de cualquier pitcheo lanzado por cada pitcher en un juego sin haber escrito nada, pero había un problema. No le gustaba hablar de si mismo. En una reunión antes del quinto juego de la Serie Mundial de 1970, el narrador Joe Garagiola observó que el abridor de Cincinnati, Jim Merritt, tenía un brazo lesionado. “Le dije, ‘Sandy que tema tan apropiado para conversar. Tú pasaste por eso’”, dice Garagiola. “Pero él dijo que no quería hablar de si mismo. No lo haría.”
“Cada vez que debía salir de Maine para trabajar en uno de esos juegos, eso rompía su corazón”, dice Majo Keleshian, amiga y antígua vecina que asistió con Anne al Sarah Lawrece College. Ella todavía vive sin televisión en la tierra que junto a su esposo compraron a Koufax. “El fue muy feliz aquí. Vino aquí para que lo dejaran en paz”.
Desde entonces solo ha cambiado su dirección, y muchas veces. En eso DiMaggio, la otra leyenda beisbolera protector de la privacidad, era prácticamente inaccesible comparado con Koufax. DiMaggio era exclusivo, había adquirido la mano rígida de la realeza. Observábamos el cabello platinado de DiMaggio cuando hacía de pitcher de televisión e ícono público. Koufax es un James Dean viviente, el aura de su juventud está congelada en el tiempo, se le ha puesto gris el cabello sin que lo hayamos notado. Él es una esfinge sólo que no quiere que nadie trate de resolver su acertijo.
Koufax fue el tipo de hombre que los muchachos idolatraban, los hombres envidiaban, las mujeres lo perseguían y los rabinos lo agradecieron, especialmente cuando rechazó lanzar el primer juego de la Serie Mundial de 1965 porque coincidía con Yom Kippur. Cuando de pronto, trágicamente, terminó su carrera como beisbolista, se internó en una vida casi monástica en su privacidad.
Una pregunta viene a la mente ¿Por qué? ¿Por qué le dio la espalda a la fama y la fortuna, las sirenas gemelas de la celebridad? ¿Por qué el atleta más querido de su época se procuró una vida tranquila, la antítesis del sueño americano al final del siglo? Para la respuesta investigaré el alma de Sandy Koufax, la cual parece tan misteriosa como los bosques más profundos de Maine en una noche sin luna.
Bob Ballard es un jubilado en Vero Beach, Fla., quien trabaja a medio tiempo como guardia de seguridad en Dodgertown, el lugar de entrenamientos primaverales más tranquilo de todo el béisbol. Alguna vez alrededor de 1987 él le dijo a la secretaria que trabajaba para Peter O’Malley, entonces el dueño de los Dodgers, cuanto le gustaría conseguir un autógrafo de Koufax para su cumpleaños. Pocos días después Koufax, quien trabajaba como instructor de pitcheo con los Dodgers, entregó a Ballard una pelota autografiada y le dijo: “Feliz cumpleaños”.
Desde entonces, cada año en o alrededor del cumpleaños de Ballard, Koufax le ha llevado al señor una pelota autografiada. Este año Koufax programó la entrega del presente para el día del aniversario 79 de Ballard. “Él es un tipo super, super”, dice Ballard. “Muy cortés. Un verdadero caballero. Mucho más gentíl que estos peloteros de hoy”.
Es un día maravilloso para jugar golf. Estoy parado en la tiendita del Bucksport (Maine) Golf Club, un campo rústico de nueve hoyos. El estacionamiento es de grava. Hasta las tarifas son módicas: 15 $ para jugar nueve hoyos, 22 $ por los 18, y se te indica jugar los tees blancos como los nueve de adelante, luego los azules como los nueve de atrás. No hay valet parking, ni carteles de exclusividad para miembros, ni otro tipo de privilegio. Este es el tipo de lugar que le agrada a Koufax. Estoy parado en la senda que tanta veces transitó con sus zapatos de golf hace un cuarto de siglo. Él era miembro del Bucksport Golf Club, uno de sus miembros más entusiastas.
No era suficiente que jugara golf, él quería ser bueno lo suficiente para ganar torneos aficionados. Koufax estaba trabajando en el motor de un tractor cuando le vino un pensamiento sobre un cierto modo de agarrar un palo de golf. Soltó sus herramientas, corrió hacia su tienda de maquinarias, agarró un palo y siguió hacia el campo de Bucksport. Todavía usaba pantalones dungaree y una camisa grasienta cuando llegó. “Así de dedicado era al juego”, dice Gene Bowden, uno de sus viejos socios del juego.
Koufax diligentemente disminuyó su desventaja a un seis y entró al torneo amateur de Maine 1973. Avanzó hacia las instancias elevadas del campeonato al realizar una colocada de 10 metros en el hoyo 18. Él falló en el próximo corte y perdió en el último hoyo de un playoff.
Koufax destaca en cada escenario. Ron Fairly, uno de sus compañeros de habitación en los Dodgers, veía con exasperación como Koufax, vestido elegantemente para cenar en lustrosos zapatos de cocodrilo, pantalones corrugados y un sweater de alpaca color fruta, revisaría cada cabello en sus patillas. “Reservaciones en 15 minutos, y es una vuelta de 20 minutos”, anunciaría Fairly, y Koufax recortaría los cabellos hasta alinear las patillas perfectamente.
Él llevó esa misma meticulosidad a Maine. No era suficiente practicar la carpintería y la electrónica del hogar, él construyó e instaló un sistema de sonido para la casa. No era suficiente cocinar, él se convirtió en cocinero gourmet, preparaba platillos sin seguir las recetas, sino sustituyendo ingredientes e improvisando. Más adelante en la vida no fue suficiente trotar; él corrió una maratón. No se conformó con pescar, se mudó a Idaho donde se hace una de las mejores pescas de salmón del mundo. Se define a si mismo por la plenitud de su vida y la excelencia que busca en cada esquina de esta, no de la forma como el resto del mundo lo define. “Pienso que él lanzaba por la excelencia”, dice Keleshian. “Nunca se propuso vencer a alguien o hacerlo deslucir. Se usaba a si mismo como su única medida de excelencia. Y era de esa manera en todo lo que hacía. Era un cocinero fabuloso, pero casi nunca estaba completamente satisfecho. Él decía, Ah, esto necesita un poco de sal o un poco de orégano, o algo. Una vez cada cierto tiempo, él decía, ¡ajá! ¡Esto es!”
Walt Disney, John Wayne, Kirk Douglas, Daryl Zanuck y todas las otras estrella de Hollywood que tenían boletos de los juegos de los Dodgers cuando Koufax era la estrella más grande de Estados Unidos nunca fueron a la granja Winkumpaugh. Los fanáticos nunca fueron tampoco, aunque cada semana llegaba un saco grande con correspondencia de los fanáticos, aún siete años después que hiciera su último lanzamiento. El lugar era perfecto, todo bien. Él se podía desplazar sin agitación, sin tener que hablar de su tema menos favorito: él mismo. “Él dijo una vez que preferiría no hablar de béisbol y su carrera”, dice Bowden. “Y nunca lo hicimos”.
“Cuando Hideo Nomo empezaba a destacar, Sandy me dijo, ‘Más le vale aprender a gustarle el servicio de habitación’”, dice O’Malley. “Así era como Sandy manejaba la atención”. Koufax casi nunca salía de su habitación de hotel en sus dos temporadas finales con los Dodgers. No fue suficiente que se mudara a una agradable casa de campo en Maine con un sótano lleno de filtraciones, él rápidamente compró casi 300 acres adyacentes a esta.
Ni siquiera la serenidad de Maine, pudo aplacar la tendencia nómada de Koufax. Luego de tres años decidió que los inviernos eran muy largos y muy fríos. La casa de campo necesitaba trabajo constante. Su padre adoptivo enfermó en California. Koufax vendió la granja Winkumpaugh el 22 de julio de 1974, se fue a la más caliente y también rural localidad de Templeton, Calif., en San Luis Obispo County.
Koufax tiene 63 años, está en muy buenas condiciones físicas, gracias a una cirugía de hombro hace pocos años, probablemente todavía capaz de hacer out a los bateadores. (A sus cincuenta años Koufax lanzaba en un campamento de fantasía cuando un participante, gritó después de uno de sus envíos, “¿Eso es todo lo que tienes?” Koufax apretó los labios y sus ojos casi se cerraron, en la misma postura emocional que mostraba en el montículo, y soltó un rectazo que zumbó hasta casi las 90 millas).
El romance con Anne terminó con un divorcio a principios de los ’80. Él se volvió a casar pocos años después, esta vez con una entusiasta del ejercicio físico quién, como Anne, tenía pasión por las artes. Ese matrimonio finalizó en divorcio el pasado invierno. Los amigos dicen que Koufax está encantado de ser independiente otra vez. Lou Johnson un antíguo compañero de los Dodgers, dice, “Él tiene una paz interna muy profunda, ya quisiera tenerla”.
Él es el niño de un matrimonio fracasado quien rechazó todo lo relacionado con su padre, incluyendo su nombre. Sanford Braun tenía tres años de edad cuando Jack y Evelyn Braun se divorciaron, y su contacto con Jack se rompió seis años después cuando Jack se volvió a casar y dejó de enviar los estipendios de manutención. Evelyn, una contadora, se casó con Irving Koufax, un abogado, poco tiempo después. “Cuando hablo de mi padre”, escribió él en su autobiografía, “Hablo de Irving Koufax, porque él ha sido para mí todo lo que un padre puede ser”. Koufax raramente le habló a Jack Braun, y para nada en sus días de jugador activo. Cuando los Dodgers jugaban en Shea Stadium, Jack se sentaba unas pocas filas detrás del dugout del visitador y aupaba al hijo que ni sabía ni le importaba que él estuviese ahí.
Ahora hay solo un Koufax usando ese nombre. No tiene hijos, ni familia cercana, su madre y padre adoptivo fallecieron. La muerte de su única hermana, en 1997, tuvo un profundo impacto en un hombre que ha tenido muchas dificultades para enfrentar la muerte de amigos y otros jugadores de su época. “La gente reacciona de manera diferente”, dice O’Malley. “Sandy se toma las muertes muy, muy, muy a pecho”.
Él tiene un pequeño círculo de amigos íntimos, y muchos otros allegados que siempre parecen estar a una o dos llamadas telefónicas de él. “Suena raro, pero aún siendo muy nómada, él es muy orientado hacia el hogar”, dice Keleshian.
Su lista de direcciones donde ha vivido desde que dejó de jugar se lee como un directorio telefónico: North Ellsworth, Maine; Templeton y Santa Bárbara, Calif.; Idaho; Oregon (donde su segunda esposa administraba una galería); Carolina del Norte (donde él y su segunda esposa tenían caballos); y Vero Beach, sin mencionar largos viajes a Hawaii, Nueva Zelanda y Europa. Esta primavera él buscaba un nuevo lugar donde pasar el verano y una vez más puso el ojo en la Nueva Inglaterra rural. “Él no dice mucho de lo que tiene en mente”, dice Bobby McCarthy, un amigo dueño de un restaurante en Vero Beach que Koufax prefiere visitar cuando está cerrado. “Estamos sentados en el restaurante en la mañana, y esa noche lo veo en un juego de los Mets en Nueva York . Y él no me dijo nada esa mañana de que iba para allá. Pero así es Sandy”.
A las 08:30 de la mañana de un agradable domingo de marzo, asisto a un servicio de capilla en la sala Sandy Koufax de Dodgertown. Jugadores y técnicos en sus fabulosamente blancos uniformes de los Dodgers están ahí, pero Koufax no. Los Dodgers brindan gloria a JesúsCristo cada domingo en la sala de conferencias nombrada en honor al beisbolista judío más grande que haya existido. Fuera de la sala hay una pintura de un joven Koufax sonriendo, como si estuviera en medio de un chiste.
Donn Sutton es nativo de Clio, Ala., llegó a las Grandes Ligas a los 21 años en 1966, justo a tiempo. Su primera temporada fue la última de Koufax. Sutton dice, “Lo veía como se vestía, como daba propinas, como se manejaba a si mismo y supe que esa era la manera como se supone que debe actuar un grandeliga. Él era una estrella que no se sentía estrella. Ese es un don que no tiene mucha gente”.
Tommy Hutton, quién creció en Los Angeles, también hizo su debut en Grandes Ligas con los Dodgers en 1966, entró a jugar en primera base en el noveno inning de un juego donde Koufax venció 5-1 a los Piratas el 16 de septiembre. Hutton, en la actualidad narrador de los juegos de los Marlins, dice, “Nunca olvidaré eso”. Después del juego se me acercó y dijo, ‘Felicitaciones’. Desde entonces, siempre he felicitado a cualquier jugador cuando debuta”.
Estoy parado en un túnel debajo de las tribunas detrás del home en Dodger Stadium en una noche clara de verano en 1988. Koufax está aproximadamente a 25 metros frente a mí, sentado en una silla plegable en el infield mientras los Dodgers rinden honores a Sutton con el retiro de su número antes de un juego contra los Bravos. Cuando termina el homenaje, Sutton y sus invitados, los antíguos Dodgers Ron Cey y Steve Garvey entre ellos, pasan frente a mí hacia un ascensor que los lleva a un palco del estadio. Todos excepto Koufax. Se ha ido. Desaparecido. Indagué que luego de terminada la ceremonia el se levantó de su silla, caminó vigorosamente hacia el dugout de los Dodgers y siguió hacia el estacionamiento del equipo y se perdió en la noche. “Así es Sandy”, dijo un oficial del equipo. “Lo llamamos el fantasma”.
Estoy buscando una aparición. Nunca vi a Koufax pitchear, nunca sentí la emoción que el mantuvo sobre el país. Solo tenía seis años cuando Koufax caminó hacia el salón Sansui del Regent Beverly Wilshire Hotel el 18 de noviembre de 1966, para anunciar su retiro del béisbol. Haberme perdido su brillantez, aumenta la fascinación. Para mí él es una película a blanco y negro proyectada en las alturas detrás del home, y un suplemento inmenso de estadísticas que bordea el absurdo. Un favorito. Cada vez que él subía al montículo, Koufax podía lanzar un blanqueo como podía golpear un bateador.
Koufax tenía 30 años de edad cuando renunció. Las mujeres lloraron en la conferencia de prensa. Los reporteros lo aplaudieron, luego hicieron cola por su autógrafo. El mundo, incluyendo sus compañeros de equipo, estaba impactado. En los últimos 26 días de su carrera, incluyendo una derrota en la Serie Mundial de 1966, Koufax abrió siete veces, lanzó cinco victorias de ruta completa y tuvo una efectividad de 1.07. Él aseguró el banderín para los Dodgers por segundo año seguido con un juego completo con solo dos días de descanso. Todos sabían que estaba lanzando con artritis reumática en su codo izquierdo, pero ¿Qué tan negativo podía ser que lanzara así?
Era tan negativo como esto: Koufax no podía estirar su brazo izquierdo, estaba arqueado como un paréntesis. Tenía que decirle al sastre que acortara la manga izquierda de todas sus camisas y sacos. El uso de su brazo izquierdo estaba limitado severamente cuando no lanzaba. En los días malos, tenía que doblar el cuello para acercar su cara a su mano izquierda y así poder afeitarse. Y en los peores días, él tenía que afeitarse con su mano derecha. Todavía sostenía el tenedor con su mano izquierda, pero algunas veces tenía que doblarse hacia el plato para llevarse la comida a la boca.
Su codo era inyectado con cortisona varias veces en una temporada. Su estómago estaba siempre afectado por el coctel de antiinflamatorios que tomaba antes y después de los juegos, por lo cual dijo una vez que eso lo hacía sentirse “medio dopado en el montículo”. Metía su codo en un baño de hielo por 30 minutos después de cada juego, cubría su brazo con una cubierta plástica para protegerse del frío. Aún así su brazo se inflamaba una pulgada. Él no podía seguir así, no cuando sus médicos no podían determinar la posibilidad de que estaba arriesgándose a un daño permanente en su brazo.
No todos estaban impactados cuando Koufax renunció. En agosto de 1965 le dijo a Phill Collier, periodista de The San Diego Union-Tribune para reunirse con él en una sala del clubhouse de los Dodgers. Koufax y Collier a menudo compartían asientos contíguos en los vuelos privados del equipo, hablaban de política, economía o literatura. “El año próximo será mi último”, Koufax le dijo a Collier. “La condenada cosa se inflamó toda. Y odio tomar píldoras porque disminuyen mis reacciones. Temo que alguien pueda batear una línea que me golpee en la cabeza”.
Koufax no se lo dijo a nadie más, y le hizo prometer a Collier que no escribiría al respecto. Por lo que compartieron ese pequeño secreto durante la temporada de 1966. Cuando los Dodgers fueron a Atlanta, Collier le susurró a Koufax. “Será la última vez para ti aquí”. Y así fue exactamente como Koufax pitcheó esa temporada, como si no pasaría por allí otra vez. Él ganó un máximo vitalicio de 27 juegos, llevando su registro en sus seis temporadas finales a 129-47. Dejó marca de 11-3 en sus juegos de marcador 1-0. En 1965 y ’66 tuvo marca de 53-17 para el equipo que anotó menos carreras que todos menos dos equipos de la Liga Nacional.
“Él es el pitcher más grande que haya visto”, dice el inquilino del Salón de la Fama Ernie Banks. “Aún puedo ver esa gran curva. Tenía un gran arco, y nunca rebotaba en el suelo. La curva de Sandy tenía más efecto que la de cualquiera, zumbaba como una recta saliendo de su mano, y tenía la recta de un ponchador genuino. Estallaba al final. El bateador hacía swing 15 centímetros por debajo de la pelota. La mayoría de las veces se sabía que lanzamiento venía, porque él mantenía las manos cercanas a la cabeza cuando lanzaba una curva, pero eso no importaba. Aún cuando anunciaba sus envíos, no podían conectarle”.
Koufax era tan bueno, que una vez grabó un programa postjuego de radio con Vin Scully antes del juego. Era tan bueno, que los relevistas la noche anterior a sus aperturas se comportaban como los marineros antes de abandonar la costa. En una rara ocasión cuando Koufax falló en completar sus usuales nueve episodios, promedió 7.64 por apertura desde el ’61 hasta el ’66, el manager Walter Alston visitó a su pitcher mientras que el atolondrado Bob Miller calentaba en el bull pen.
“¿Cómo te sientes Sandy? Preguntó Alston.
“Seré honesto contigo”, dijo Koufax. “Me siento mucho mejor que el tipo que tienes calentando”.
El 17 de noviembre de 1966, Collier llegó a su casa luego de ver el espectáculo Ice Capades y fue saludado con este mensaje de la persona que cuidaba a sus hijos: “El señor Koufax ha estado tratando de comunicarse con usted hace dos horas”. Collier sabía de que se trataba. Llamó a Koufax.
“Voy a llamar a los medios en la mañana”, le dijo Koufax ¿Hay algo que necesites de mí ahora?”
“Sandy”, dijo Collier, “Escribí esa historia hace meses. Está en la gaveta de mi escritorio. Todo lo que tengo que hacer es llamar y decirles que la publiquen”.
Collier dice, “Fue la historia más grande que escribiera alguna vez. La publicaron en el tope de la primera página con un gran encabezado, como si fuese el fin de la segunda guerra mundial”.
Yo había conseguido el número telefónico de la casa de Koufax en Vero Beach, pero no me atrevía a marcarlo. Aún a la distancia puedo sentir el campo de fuerza que él ha puesto a su alrededor. Acercarse con una llamada telefónica sorpresiva significa cierto desastre. He leído que Koufax odiaba tanto las intromisiones telefónicas durante sus días de jugador activo que una vez metió el aparato en el horno. Buzzie Bavasi, el gerente general de los Dodgers tenía que enviar telegramas a su casa diciéndole, “Por favor contesta”.
Yo no llamo. Soy arqueólogo, debo indagar, pero con el toque delicado de cepillos y herramientas de mano. Agrego la ayuda de los amigos de Koufax. Ahora entiendo porque la gente con la que hablo de Koufax es aprensiva. Ellos preguntan, ¿Sandy sabe que estás escribiendo este artículo? (Si). Es como si hablar de él fuera en sí una violación de su código de honor.
Hay un trabajador de la salud de 58 años de edad en Portchester, N.Y., llamado David Saks que asistió al campamento Chi-Wan-Da en Kingston, N.Y., en el verano de 1954. Koufax, quién es de Brooklyn, fue su consejero. “Él era ese tipo buenmozo y delgado, un gran atleta a quien seguían varios scouts profesionales con el propósito de firmarlo”, dice Saks. “Yo tenía 13 años, él 18. Todos estábamos pendientes de él. Pero aún entonces había señales de que él quería que las personas evitaran hacer ruido sobre él”.
Saks necesitó un día para pensarlo antes de acordar compartir dos fotografías que tiene del campamento Chi-Wan-Da que incluían al Koufax adolescente. “Sabiendo como es él”, explica Saks. Saks no le ha hablado ni escrito a Koufax en 45 años. Sin embargo, tiene sueños recurrentes de reuniones felices con él.
En Vero Beach, donde Koufax pasa mucho de su tiempo en la actualidad, la gente de la localidad prefiere no mencionar su nombre cuando se lo encuentran en público. Ellos dicen, “Hola, Sr. K.”, cuando se lo cruzan en la oficina de correos o, “Hola, mi buen amigo”, antes que informar a un turista y arriesgarse a crear uno de esos momentos que Koufax detesta.
“Sandy tiene una manera productiva y calmada de ser”, dice Garagiola, presidente del Baseball Assistance Team (BAT), una institución caritativa que ayuda a antíguos peloteros en asuntos médicos o financieros. Garagiola llama algunas veces a Koufax para que hable con antíguos peloteros que pasan por momentos difíciles. “Él no puede entender eso”, dice Garagiola. “Tiene mucha modestia. Él dirá, ‘¿Para que quieren que hable con ellos?’ Él es un inquilino del Salón de la Fama en todos los sentidos. Dejará huella. Usted no se dará cuenta, ni yo, pero el tipo a quien esté ayudando si lo sabrá. Sobre todos lo demás, yo lo recordaré por sus sentimientos por sus colegas peloteros”.
Había un jardinero llamado Jim Barbieri quien se unió a los Dodgers durante la carrera por el banderín de 1966. Era tan nervioso que hablaba solo en la ducha, y sentía tanta presión en el estómago que una vez vomitó en el clubhouse. Un día Koufax se refirió a Barbieri en el dugout y le dijo a Fairly, “Tengo una responsabilidad con tipos como él. Si lanzo bien de aquí en adelante, puedo doblar el ingreso de ese hombre”. Koufax, quién se refería al bono de la Serie Mundial, dejó marca de 8-2 en el resto de la temporada. Desde 1963 hasta ’66 tuvo marca de 14-2 en septiembre, con efectividad de 1.55.
Temprano en aquella temporada de 1966 una cadena de televisión le ofreció a Koufax 25000 $ por permitirle a sus cámaras seguirlo dentro y fuera del campo. Koufax dijo que lo haría por 35000 $, y sólo si ese dinero fuese dividido de manera que cada jugador, técnico y masajista de los Dodgers recibiera 1000 $.
Koufax asiste a la cena del BAT de Garagiola cada invierno, y siempre congrega la multitud más grande entre todos los inquilinos del Salón de la Fama que firman autógrafos durante la hora del coctel. “Yo crecí en Brooklyn”, dice Lester Marks de Ernst and Young, la cual aseguró presencia en la mesa de Koufax este año. “Yo iba a Ebbets Field todo el tiempo. Tengo 52 años. Pensaba que haber visto lanzar a Sandy Koufax era la experiencia de una vida, pero conocerlo como adulto fue una experiencia mayor. Mis invitados estaban impactados de cuan caballero con los pies sobre la tierra es él”.
Después de la cena de este año caminé a través del salón lleno de personas hacia la mesa de Koufax, solo para verlo hacer todo lo posible para llegar a un area segura del lugar. Posó para fotografías con los campeones de Toms River, N.J., de las pequeñas ligas. Entonces se fue, esta vez para una noche de refrescos en Manhattan con el pitcher de los Mets Al Leiter, l.o mas cercano a un protegido que Koufax tenga en el béisbol
Debo mencionar que conocí a Sandy Koufax desde hacía unos pocos años, antes de embarcar en esta cruzada de averiguar su esencia. Yo estaba en Dodgertown, parado al lado de una hilera de seis montículos de lanzar adyacentes al clubhouse de los Dodgers. “Tierra sagrada”, como la llama el antíguo pitcher de los Dodgers Claude Osteen, al notar que fue aquí que Branch Rickey colgó sus famosas tiras para delinear los límites de una zona de strike en la cual cada pitcher de los Dodgers desde Newcombe hasta Koufax, Sutton, Hershiser practicaron puntería. (Koufax era tan descontrolado cuando novato que el coach de pitcheo lo llevó a un montículo detrás del clubhouse para que no se avergonzara a si mismo delante de los compañeros y aficionados).
Bronceado e inclinado, Koufax lucía como si acabara de llegar del malecón para observar lanzar a los pitchers de los Dodgers. Llevaba sandalias, pantalones cortos y una camisa de polo. Le dije algo sobre la extinción del strike alto. Koufax dijo que no había necesitado de ese lanzamiento en strike para inducir a los bateadores a hacerle swing a su recta alta. Cuando seguí con una pregunta sobre si el beisbol debería favorecer el strike alto en la zona de strike de la actualidad. El rostro de Koufax se contrajo. Casi pude oir las alarmas sonando en su cabeza, su sistema de advertencia anunciando, ¡Esto es una entrevista! Él sonrió de manera gentil pero dolorosa y dijo casi en susurros, “Preferiría que no”, y se fue.
Cuando los reporteros indagadores están ausentes, ese pedestal solitario llamado montículo de pitcheo todavía le proporciona placer a Koufax. Él es el James Bond de los coaches de pitcheo. Su trabajo es rápido, limpio, estilístico en su esencia y es hecho usualmente en secreto total. Ha tutoreado a Dwight Gooden de Cleveland y Chan Ho Park de los Dodgers con sus curvas y a Mike Hampton de Houston en su confianza; convenció a Kevin Brown de los Dodgers que estaba bien dirigir sus envíos con sus gluteos, y le enseñó al antíguo Dodger Orel Hershiser a entrar a la caja de lanzar con la parte delantera de la planta del pie en la tierra y el talón sobre la goma. Hershiser quitó varios ganchos de la parte trasera de su zapato derecho para sentirse más cómodo con el estilo de Koufax de entrar a la caja de lanzar.
Koufax ha tratado desde 1982 de enseñarle su técnica de la curva al cerrador de los Mets, John Franco. “No lo puedo hacer”, dice Franco. “Mis dedos no son lo suficientemente grandes para lograr ese tipo de agarre”. Koufax fue el prototipo de Dios para un pitcher: fuertes músculos en la espalda, brazos largos para apalancar y dedos largos para darle ese efecto extra a la recta y la curva. La pelota de béisbol la llevaba tan abajo como la parte superior de su tobillo cuando se echaba hacia atrás para lanzar desde ese calmado momento de su mecánica, como un tren de carga subiendo una colina, justo antes de mover su peso y descargar su cuerpo hacia el plato.
Su curva por encima del brazo era viciosa porque sus largos dedos le permitían hacer girar la pelota más rápido que nadie más. La mayoría de los pitchers usa su pulgar para generar efecto, empujandola con este desde el fondo de la pelota hasta la parte trasera de esta. Koufax podía colocar el pulgar en el tope de la pelota, como una guía, similar a lo que hace un baloncetista al hacer un tiro al aro, usa su mano libre a un costado del balón, porque sus dedos largos hacían todo el trabajo, halaba hacia abajo la pelota con un movimiento malicioso. Los días que no lanzaba, a Koufax le gustaba sostener una pelota con sus agarres de recta y curva porque él creía que así fortalecería los músculos y tendones de su mano izquierda sólo con el mínimo esfuerzo.
Koufax puede ser el mejor coach de pitcheo vivo, aunque el no quiere reconocimiento por la gran fama y demanda que tuvo en su tiempo. Él no puede ser dejado de lado con facilidad como una hoja arrastrada por el viento. Luego de renunciar a NBC en 1973, Koufax no aceptó otro trabajo hasta 1979, cuando explicó que su regreso a los Dodgers como coach de pitcheo de ligas menores fue debido en parte a dificultades financieras. Koufax lanzó 12 años en las mayores y solo acumuló 430.500 $ en salarios. Él había rechazado ofertas para suplementar sus ingresos con quizás dos shows de barajitas al año.
En los ’80 Koufax disfrutó quedarse bajo el radar de las Grandes Ligas mientras hacía su labor como coach de ligas menores con los Dodgers, en lugares como San Antonio, Albuquerque y Great Falls, Mont., donde le gustaba quedarse hasta tarde hablando de pitcheo con los jugadores y el cuerpo técnico. Le gusta ayudar a los jugadores jóvenes. En Great Falls él vio el potencial de un pitcher derecho con quién la organización estaba desilusionada por ser muy temperamental. “Él tiene el mejor brazo del grupo”, dijo Koufax. “Quédense con ese muchacho”. Tenía razón sobre John Wetteland, el cerrador de los Rangers de Texas, ahora en su undécima temporada como uno de los relevistas cortos más confiables del béisbol.
Koufax renunció abruptamente a los Dodgers en febrero de 1990. O’Malley había pensado que le hacía un favor a Koufax al ordenar al director de las granjas que recortara las asignaciones de Koufax en 1989, pero Koufax le dijo a O’Malley, “Pienso que no me merezco lo que me estás pagando”. También pasó un rato desagradable cuando uno de los contadores de los Dodgers le devolvió una factura de gastos por un asunto trivial. Desde entonces Koufax ha trabajado de manera honoraria, listo para ayudar a sus amigos.
El analista de béisbol de Fox, Kevin Kennedy, quien carga una nota escrita a mano por Koufax en su cartera, lo invitó al entrenamiento primaveral de 1993 cuando Kennedy era manager de los Rangers de Texas. Koufax se quedó una semana, insistiendo que usaría una indumentaria sin distintivos con una gorra azul en vez del uniforme oficial del equipo. “De veras lo disfrutó”, dice Osteen, quién era el coach de pitcheo de Kennedy. “Cada noche salíamos a cenar y hablábamos de béisbol toda la noche. Al final de la semana dijo, ‘¿Sabes? De verdad pase buenos momentos aquí’. Yo estaba en el piso. Para él agradecer por como se sentía era algo muy, muy importante. Creanme. Podría decir que él había extrañado el juego. Pero a la vez, luego de una semana, estaba listo para regresar a su vida privada. Una semana era suficiente”.
El año pasado Koufax visitó el campamento de los Mets en Port St. Lucie, Fla., como un favor al dueño Fred Wilpon, un antíguo compañero en Lafayette High School de Brooklyn, y Dave Wallace, era el coach de pitcheo de los Mets, quien compartió con Koufax cuando este trabajaba en el sistema de ligas menores de los Dodgers. Koufax se sentó enfrente de la fila de casilleros asignados a los pitchers de los Mets y empezó a hablar. El grupo creció, formaron un círculo cerrado como de Boy Scouts alrededor de una fogata. Koufax miró a Leiter, tambien zurdo, y dijo, “Al, has tenido una buena carrera. Lanzaste en la Serie Mundial. Pero puedes ser mejor”.
“Lo sé”, dijo Leiter. “¿Me puedes ayudar?”
A Koufax le gustó eso. Le mostró a Leiter como solía entrar a la caja de lanzar. Le preguntó a Leiter sobre donde apuntaba cierto pitcheo, y cuando Leiter dijo, “Pienso en la mitad de afuera…” Koufax lo interrumpió. “¡Detente!”, dijo. “Nunca pienses en la mitad de afuera. Piensa en un lugar de la esquina de afuera. Piensa en lanzar la pelota a la esquina trasera del plato, no hacia este”.
En lo que Koufax enfatizó más fue que Leiter necesitaba lanzar afuera con más frecuencia ante los bateadores derechos. Koufax vivió de las rectas en la esquina de afuera. Leiter, quién dice que muchos bateadores de hoy persiguen pelotas afuera, prefiere lanzar rectas cortadas a sus nudillos. Pero Koufax le mostró a Leiter como hacer que la pelota se vaya lejos de los bateadores derechos al cambiar en una pulgada el lugar donde aterrizaría su pie derecho y al dejar que sus dedos vayan suavemente hacia la mitad interna de la pelota, Y Koufax compartió la lección que salvó su carrera, la lección que le llevó seis años en las Grandes Ligas para aprenderla: Una recta se comportará mejor, con sólo la suficiente fuerza y un mejor control, si aflojas la pelota un poco. “Quitándole la rudeza”, así lo explicó Koufax.
En 1961 Koufax era un pitcher con un registro vitalicio de 36-40 con muchos problemas de control. Estaba programado para lanzar cinco innings en el juego B de los Dodgers en el entrenamiento primaveral ante los Mellizos en Orlando, pero el otro pitcher perdió el vuelo, y Koufax dijo que trataría de lanzar siete innings. Su receptor y compañero de habitación, Norm Sherry, le pidió que bajara un poco la intensidad de su recta, lanzara su curva y acertara en los blancos que le mostrara. Koufax no tenía nada que perder: el manager Walter Alston y el personal de la oficina principal estaban en el juego A. El coro de ángeles sonó fuerte en medio de una impactante luminosidad. Koufax lo logró. Lanzó siete innings sin hits ni carreras, como lo escribió en su libro, “Llegué a casa como un pitcher diferente al que se había marchado”.
Pocas semanas después que Koufax hablara con el cuerpo técnico de los Mets, un excitado Wilpon se acercó a Leiter en el clubhouse y dijo, “No sé que hiciste con Sandy, pero él quiere que tengas el número telefónico de su casa. Nunca lo he visto hacer esto antes con ningún pelotero. Si alguna vez quieres hablar con él, sólo llámalo”.
Leiter dice que utilizó la línea llama a una leyenda tres o cuatro veces. “No estaba seguro de que hacer”, dice. “No quería llamar mucho para que no fuera a pensar que estaba abusando de nuestra amistad. Por otro lado, no quería dejar de llamar, y que él pensara, ‘Ese tipo no me necesita’. Es una situación delicada, ¿me explico? Pero Sandy es buena gente. Muy buena gente”. A los 32 años, Leiter tuvo la major temporada de su carrera (17-6, 2.47). “Acepté la idea de lanzar afuera con más frecuencia”, dice. “Las veces que lo hice más a menudo fueron los tres o cuatro juegos más dominantes que tuve en todo el año”.
A Koufax le gusta desplazarse desapercibido en Dodgertown durante el entrenamiento primaveral, estaciona su convertible Saab o su Jeep Wagoneer en un estacionamiento trasero, visita a O’Malley si ve el camino libre hacia la Villa 162 y observa a los pitchers lanzar en la tierra sagrada de los montículos de práctica. Él ha notado que hay muchos más micrófonos y cámaras en Dodgertown desde que Rupert Murdoch compró el equipo el año pasado. Él no es feliz con eso.
Estoy conversando con Bobby McCarthy, amigo de Koufax de Vero Beach, durante un juego de exhibición en Dodgertown cuando Dave Stewart, un antíguo alumno de Koufax (quién entrenó al cuerpo de lanzadores de los Padres de San Diego ganadores del banderín del año pasado”), pasa por ahí. “Estábamos hablando de Sandy”, dice McCarthy.
“Ah,¿Sí?”, dice Stewart. “Lo acabo de ver en el clubhouse”.
Vuelo, pero cuando llego al clubhouse, el fantasma se ha desvanecido. Puedo oler los vapores etereos.
Pocos días después tengo la versión oficial de un miembro de círculo íntimo de Koufax: “Él no quiere hablar. Está en la posición de que no le importa lo que la gente escribe, no quiere decir nada. Lo siento”.
Recurro a mi último cartucho. El número telefónico de su casa. No he necesitado de esta clase de coraje para usar un teléfono desde que invité a la chica con quien salía a nuestra fiesta de graduación de secundaria. El teléfono suena. Recuerdo el código: La contestadota funciona si él está en la ciudad, no lo hace si no está. El teléfono sigue sonando.
Es el día inaugural de la temporada de 1999. Estoy parado ante la casa en la granja Winkumpaugh. O lo que queda de ella. Se quemó completamente hace 22 días.
Estoy viendo un hueco de cemento en el suelo lleno de cenizas, basura y la base de una chimenea. Parado junto a mí esta Dean Harrison, un enfermero de cuidados intensivos de 45 años de edad quién creció en West Orange, N.J., aupando a Koufax. Él compró la propiedad el año pasado y vive en una casa arriba en la colina. Cuando se le va la electricidad durante una tormenta de invierno, llama a la compañía de servicios y dice, “La línea de Koufax está caida”. Y ellos saben exactamente donde está el problema. El sabe la historia del lugar.
Koufax vendió la granja Winkumpaugh a Herbert Haynes de Winn, Maine, quién la vendió tres meses después a John y Kay Cox de Mare Isaland, Calif., Cox era un dueño ausente que alquilaba la granja cuando podía. La gente joven la usaba como casa de fiestas. Reparaciones impostergables nunca fueron hechas. Cuando Henderson la compró el otoño pasado, la granja Winkumpaugh estaba en muy malas condiciones. “Quería salvarla”, dice él. “Había llegado retardado 30 años”. Finalmente decidió donar la casa de campo al departamento de bomberos de Ellsworth.
Cuando la compañía de bomberos fue a la casa el 14 de marzo, había parches de tierra mostrando lo que había quedado del último deslizamiento de nieve del invierno. Lo primero que hicieron los bomberos fue agarrar piezas de la vida de Sandy Koufax. Sacaron baldosas de los pisos y pedazos de cubiertas de las paredes. Un policía, Tommy Jordan, lanzó dos llaves de fregadero y una pequeña pila de ladrillos en la parte trasera del camión.
Luego de este asomo de remoción, los bomberos practicaron unos pocos rescates con un fuego controlado, entonces esparcieron heno sobre los viejos pisos de madera de la granja Winkumpaugh y aplicaron candela. El viejo lugar se encendió muy rápido, se consumió antes que una lágrima pudiese caer sobre la nieve.
Luego que el fuego consumió todo, Keleshian llegó a las ruinas y agarró algunos clavos viejos de cabeza cuadrada. También tomó algunos residuos carbonizados de la casa de campo, con los cuales ella planea dibujar de memoria dos pinturas de la granja Winkumpaugh, una de Anne y una de Sandy.
El sol de principios de primavera me mantiene caliente mientras comienza a ocultarse detrás de la montaña a través del valle. La quietud de North Ellsworth es profunda, sólo alterada por el suave susurro del viento a través de los pinos y las ramas desnudas de los robles y manzanos.
La casa de campo ha desaparecido, y aún la veo claramente. Veo la veleta del clima en el tope de la pequeña cúpula, los dormitorios del segundo piso, el porche interno y el tablón debajo del techo que dice WINKUMPAUGH FARM en letras negras. Puedo oir música clásica sonar a través de cornetas hechas en casa. Puedo oler la cena esparcirse por la casa. Sin tener la receta, Sandy prepara el guiso de repollo de su abuela. Está rodeado de amigos, sonrisas, el brillo de un fogón de leña y la calidez de paredes cargadas de libros. Él es hogar.
Koufax siempre detestó cuando la gente lo describía como un recluso, he llegado a entender cuan equivocada está esa etiqueta. Un recluso no toca a tanta gente con lecciones de generosidad, humildad y el Zen de la pelota en curva, toda una vida.
He reconstruido su casa de campo en mi mente, y es más impresionante y hermosa de esta manera. ¿Porqué no debería hacer lo propio al tomar la medida del hombre que una vez vivió ahí? ¿Cada vacío debe ser llenado, sin dejarnos espacio para construir partes de él como las deseamos? Lo que no vemos puede ayudarnos a mantenerlo joven por siempre, real para sí, una inspiración eterna.
Al mirar las ruinas de la granja Winkumpaugh a mis pies, me doy cuenta que no necesito el número telefónico de Vero Beach. He encontrado a Sandy Koufax.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
jueves, 6 de noviembre de 2014
Pitcher prehistórico
Al ver a Madison Bumgarner afrontar el imparable de Alex Gordon, que luego se convirtió en triple por algún parpadeo defensivo, con tal entereza, con tal flujo glacial en las venas, cierre del noveno inning, séptimo juego de la Serie Mundial ante una afición delirante aupando a los Reales de Kansas City, centelleó en mis archivos beisboleros un cliché que se tambalea ante este tipo de evidencia.
Muchos analistas del juego en los últimos tiempos han razonado que además de pitcheo, un equipo de béisbol necesita un equilibrio entre defensa y bateo, lo cual es acertado solo hasta el instante específico cuando el habitante del montículo, se inclina, asiente o niega con el cuello, discute las señas con su receptor y despliega tantas alternativas para dominar al bateador, asume tal o cual actitud sobre seguir confiando en sí mismo y su equipo luego de cualquier error físico o mental, demuestra obstinación al seguir efectuando sus envíos hacia las coordenadas más intrincadas de la zona de strike; entonces el rostro de Bumgarner muestra facciones de Christy Matthewson, Lefty Grove, Carl Hubbell, Lew Burdette, Sandy Koufax, Luis Tiant, Rich Gossage, Jack Morris, Curt Schilling, Mariano Rivera y tantos otros que se encargan de hacer refulgir la vigencia de que el pitcheo es el 75 % del juego.
Tal como lo dice el periodista deportivo Rob Neyer, “El lanzador también tiene responsabilidad en las carreras sucias porque seguramente su estado de ánimo luego que su defensa incurre en algún error, puede influir en el tipo de lanzamiento que haga ante el próximo bateador”.
Bumgarner demostró el miércoles 29 de octubre de 2014, que el béisbol, como la vida, es un evento que requiere reflexión contínua para entender que se puede mejorar si se reconocen los errores y se hacen los ajustes. Desde su blanqueo del sábado 25, empezó a decirle al manager de los Gigantes de San Francisco, Bruce Bochy, que podía contar con él si había un séptimo juego, rompiendo los ”¿tecnicismos?” del juego actual, que entre otras minucias, casi convierte al pitcher en estatua a la hora de fildear un elevado o roletazo por sus predios ¿Qué tan técnico puede considerarse un juego cada vez más limitante? Bumgarner llegó hasta asomar la posibilidad de que contaran con él como abridor o relevista desde el primer inning.
Aunque tuvo pocas oportunidades de probarlo en la Serie Mundial, Bumgarner tal cual los lanzadores prehistóricos, es capaz de batear a un nivel respetable, esto describe como estudia y detalla cada movimiento del pitcher rival. En el tercer juego de la serie divisional ante los Nacionales de Washington, despachó cuadrangular de bases llenas. En el transcurso de la temporada 2014 largó cuatro jonrones, los del 11 de abril y el 13 de julio también los descargó con bases repletas. Bumgarner entiende que la función de un pitcher va más allá de soltar envíos hacia la mascota del receptor, que en la medida que asuma el juego de manera integral habrá más posibilidades de aportar al equipo. Para eso es necesario practicar todos los días hasta las rutinas más sencillas del pitcher, correr a diario en los jardines, y hasta tomar un poco de práctica de bateo el día del juego, desde el toque de bola hasta el batazo largo. Quizás parezca un pedazo de celuloide de principios del siglo XX, sin embargo, la mejor versión del pitcher reside en su conexión con todas las facetas del juego.
Alfonso L. Tusa C.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)