martes, 13 de mayo de 2014
Túnel literario al béisbol
Empecé mi relación con el pasatiempo nacional en un momento cuando mi padre vivía la etapa más trágica en la historia del juego: el año cuando los Gigantes y los Dodgers cambiaron sus destinos. Esta diaspora del béisbol podía ser vista con buenos ojos si se tenía una gorra en San Francisco o Los Angeles, pero mi padre, que siguió el juego en Nueva York desde su nacimiento hasta su último aliento 80 años después, se sintió desencajado. Esto era traición. Él era aficionado de los Gigantes. A los siete años, yo naturalmente también lo era.
A los ocho años, todavía era aficionado de los Gigantes, pero desde una distancia que crecía más cada día: fuera de la vista, fuera de la mente. En las noches, mi padre trataba con sus mejores esfuerzos de encontrar a sus exilados en el radio. Mientras él lidiaba con la estática de su pasado, yo me deslizaba hacia el presente, mi alianza cambió, hacia la sala, donde podía ver a los Yanquis casi todas las noches en nuestro nuevo televisor blanco y negro. La radio era de la generación de mi padre; la televisión era de la mía. No me importaba que él odiara a los Yanquis. Ellos estaban aquí. Ellos estaban ahora.
Y eran míos.
Mi padre, en el fondo de su corazón, entendía eso, y aunque nunca lo aceptara del todo, hizo lo mejor que pudo como padre para adaptarse al cambio. En agosto de 1958, llegó tan lejos como adentrarse en la propia panza de la bestia, Yankee Stadium, para llevarme a mi primer juego de Grandes Ligas. Tomados de la mano, subimos por las rampas hasta el nivel mezzanina. Cuando llegamos a nuestra sección, me dijo que esperara en la penumbra del túnel, y siguió unos pocos pasos hacia la luz solar antes de decirme que pasara adelante. Años después, le pregunté porque hizo eso. Me dijo que quería ver mi cara cuando viera por primera vez el campo. Él sabía que algo enorme ocurriría.
Él sabía que yo estaría cruzando un umbral. Él sabía que hasta ese momento, mi imagen del juego era una imagen de niño, pequeña y gris, confinada a las dimensiones de nuestro televisor. Ahora, eso iba a crecer, literalmente. Las dimensiones eran colosales. Estaban brillando en colores. Él sabía que este ya no era su juego, era oficialmente mío, y ningún aparato de televisión en cualquier sala del universo podía contener lo que estaba experimentando. Yo quería eternizar ese sentimiento. Quería que durara.
En las décadas posteriores, me he dado cuenta que ese sentimiento no tiene nada que ver con Yanquis, Gigantes o cualquier equipo en particular. Fue la exuberancia del corazón del juego en sí, lo que estaba sintiendo, y es una exuberancia que se renueva en mí cada vez que me paro en el túnel literario apropiado y encuentro una maravillosa pieza de escritura beisbolera en el otro extremo. Realidad o ficción, reportaje o ensayo, ligero o pesado, viejo o nuevo, eso no importa. Las mejores historias del juego todas ofrecen sus propios momentos especiales. Les dan color al juego. Lo hacen sentir grande.
Jeff Silverman. Editor de béisbol.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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