lunes, 28 de septiembre de 2015

Los Campos Verdes de la Mente.

A, Bartlett Giamatti. The Greatest Baseball Stories Ever Told. Edited By Jeff Silverman. The Lyons Press.2001. page 319. Para un hombre quién pasó buena parte de su vida profesional estudiando el Renacimiento, A. Bartlett Giamatti (1938-1989) fue, naturalmente, un hombre del Renacimiento. Fue un universitario, un profesor, el presidente de Yale, el presidente de la Liga Nacional, y hasta su muerte unos pocos días después de excomulgar a Pete Rose del juego, el comisionado del beisbol. También fue uno de los aficionados más cultos y articulados del juego, un aficionado cuyo corazón se rompía un poco cada año cuando la temporada de los Medias Rojas terminaba, como ocurría anualmente desde 1918, prematuramente. El maravilloso ensayo de Giamatti, “Los Campos verdes de la Mente” fue publicado originalmente en 1977 en la Yale Alumni Magazine, dos años después que Carlton Fisk bateara el jonrón más grande de la historia de los Medias Rojas, y uno antes que el shortstop de los Yanquis, Bucky Dent bateara el peor vuelacercas, para dañar otro octubre para Giammati y los sufridos habitantes de Nueva Inglaterra. Esto te rompe el corazón. Está diseñado para romperte el corazón. El juego comienza en la primavera, cuando todo lo demás empieza de nuevo, y florece en el verano, llenando las tardes y noches, y entonces tan pronto como llega el frío de la lluvia, se detiene y te deja enfrentar al otoño en soledad. Cuentas con eso, te basas en eso para amortiguar el paso del tiempo, para mantener la memoria del sol brillante y los cielos altos, viva, y entonces cuando los días son todo crepúsculo, cuando lo necesitas más, el juego se detiene. Hoy, 2 de octubre, un domingo de lluvia y ramas rotas y hojas derramadas alfombrando las calles estrechas, esto se detuvo, y el verano se esfumó. De alguna manera, el verano pareció irse más rápido esta vez. Tal vez no fue este verano, sino todos los veranos que, en este mi cuadragésimo verano, pasaron muy rápido. Llega un momento cuando cada verano tendrá algo de otoño en él. Cualquiera que sea la razón, me parecía que estaba invirtiendo más y más en beisbol, haciendo que el juego hiciera el trabajo que mantuviera al tiempo gordo, lento y flojo. Estaba contando con los patrones profundos del juego, tres strikes, tres outs, tres veces tres innings, y su impulso más profundo, para ir afuera y atrás, para salir y regresar a casa, para fijar el orden del día y organizar la luz diurna. Escribí unas cosas este último verano, este verano que no duró, nada grande pero algunas cosas, y aún ese trabajo fue solo camuflaje. La actividad real fue hecha con el radio, no la toda-imagen, toda-falsa televisión, y fue la acción del juego en el único lugar donde durará, el cerrado campo verde de la mente. Ahí, en ese cálido, brillante lugar, al cual el viejo poeta llamara mutabilidad, no se desarrolla tan rápido. Pero aquí afuera, el domingo 2 de octubre, donde llueve todo el día, la dama mutabilidad nunca pierde. Ella estaba entre la multitud de Fenway ayer, un día gris lleno de ruido y contradicción, cuando los Medias Rojas vinieron a batear en el cierre del noveno inning perdiendo 8-5 ante los Orioles de Baltimore, mientras los Yanquis demorados por la lluvia ante los Tigres de Detroit, solo necesitaban ganar uno o que Boston perdiera uno para ganarlo todo, se sentaban a ver el juego de Boston con una cerveza. Boston había ganado dos, los Yanquis habían perdido dos, y de pronto parecía como si la temporada completa podría llegar hasta el último día, o más allá, excepto que aquí Boston perdía 8-5, mientras Nueva York se sentaba en su habitación familiar y ponía los pies en alto. Lynn, con ambos tobillos adoloridos como los tenía en julio, batea un sencillo por la línea del jardín derecho. La multitud se agita. Está de pie. Hobson, el tercera base, el antíguo Oso Bryant quarterback, fuerte, tranquilo, con más de 100 carreras empujadas, va por tres lanzamientos quebrados y es out. La diosa sonríe y anima a su agente, un diligente lanzador llamado Nelson Briles. Ahora viene un bateador emergente, Bernie Carbo, una vez Novato del Año, errático, rápido, bien parecido, siempre tan relajado, en su alma, avanza en la grama alta, un brazo bajo su cabeza, mirando las nubes y riendo, ahora mira hacia abajo y descarga un estacazo, describe una línea ascendente, sobre la cerca del jardín central, un batazo inmenso sobre el espacio de Fenway, un momento impactante, tanto la elegancia de la física como el arco que la pelota describe. Nueva Inglaterra está de pie en algarabía. El verano no terminará. Con el ruido ellos recuerdan la noche avanzada y fría de 1975, el sexto juego de la Serie Mundial, quizás el juego de beisbol más grande de los últimos cincuenta años, cuando Carbo, suelto y despreocupado, había despachado otro vuelacercas para igualar el desafío que Fisk ganaría. Ahora el juego está 8-7, un out, y la escuela nunca empezará, la lluvia nunca vendrá, el sol calcinará tu nuca por siempre. Ahora Bailey, traido de la Liga Nacional recientemente, brazos grandes, contextura pesada, experimentado, nuevo en la liga y el equipo, batea dos fouls y, entonces revisando, tentativo, un hombre grande fuera de balance, batea una línea de frente al primera base. De pronto se hace más oscuro y tarde, y el narrador que transmite el juego de costa a costa, un neoyorquino quien trabaja para una estación televisiva de Nueva York, suena aliviado. Su pequeño mundo, bien iluminado, peinado, medido en fracciones de segundo, no tenía capacidad para absorber esta realidad contraria. Cox agita un bate, estira su largos brazos, dobla su espalda, el novato de Pawtucket que rompió dos semanas atrás una marca de seis imparables seguidos, el muchacho seleccionado antes que Fred Lynn, grande, estable, llevadero. La cuenta es de dos y dos. Briles parece temperamental, nada bueno, y Cox hace swing, la pelota rueda hacia el montículo y luego, en una danza enigmática, elude a Briles rumbo a la derecha, sobre el final de la grama interior, pasa sobre la arcilla del abanico, moviéndose como una pequeña y bien enfocada criatura marina en búsqueda de las profundidades verdes, mientras evita la roca de segunda base, viaja estable y directa hacia la oscuridad exterior, el silencioso receso del jardín central. Los pasillos de las tribunas están colmados, el lugar está de pie, los papeles de envolver, los programas del juego, los vasos de refresco y las cáscaras de maní, las doctrinas de una tarde; las ansiedades, las cosas que tienen que ser hechas mañana, los lamentos de ayer, la acumulación de un verano, todo se olvida, mientras la esperanza, el ancla muerde y se resiste donde un momento antes parecía que seriamos barridos por la marea. Rice viene a batear. Rice de quién Aaron ha dicho era el único a quién él veía con la habilidad para romper sus marcas. Rice el mejor bateador oportuno del equipo, con el mejor porcentaje de slugging de la liga. Rice tan rápido y fuerte que una vez probando su swing reventó el bate en dos. Rice el martillo de Dios enviado para aporrear a los Yanquis, el sonido era inmenso, los padres palmeaban a los hijos en la espalda, los carros avanzaban en el camino, , las casas se congelaban, Nueva Inglaterra se explayaba en su bendición, y soltaba sus agradecimientos por todo lo bueno, por Rice y por un verano estirándose hacia la mitad de octubre. Briles lanzó, Rice hizo swing, y se acabó. Un lanzamiento, un elevado al centro, y todo terminó. El verano moría en Nueva Inglaterra y como la lluvia deslizándose en un techo, la multitud salía de Fenway rápidamente, con solo un murmullo estable entre el remanente del ruido. La mutabilidad había dejado atrás la temporada y archivado la esperanza en la memoria otra vez. Y otra vez, ella usaba al beisbol nuestra mejor invención para quedarse en el cambio, para traer el cambio. Por eso es que esto rompe mi corazón, ese juego, no porque Nueva York podía ganar porque Boston perdió; en eso, hay una justicia ruda, y un recordatorio para los Yanquis de cuan delgadas y frágiles son las circunstancias que exaltan a un grupo de seres humanos sobre otro. Rompe mi corazón porque se supone que lo haría, porque se supone que esto debería inspirar en mí la ilusión de que había algo pendiente, algún patrón y algún impulso que se unieran para hacer posible una realidad que resista la corrosión; y porque, luego de haber albergado otra vez la más ansiada ilusión, el juego se había detenido, y traicionado precisamente lo que prometía. Por supuesto, hay quienes aprenden luego de las primeras veces. Ellos crecen fuera de los deportes. Y hay otros quienes nacieron con la sabiduría de entender que nada dura. Esos son los verdaderamente duros entre nosotros, los que pueden vivir sin ilusión, o sin la esperanza de la ilusión. Yo no soy tan crecido o actualizado. Soy una criatura más simple, atada a patrones y ciclos más primitivos. Necesito pensar que algo dura por siempre, y eso podría ser el estado de ser que es un juego, podría muy bien ser eso, en un campo verde, en el sol. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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