martes, 30 de mayo de 2017

La visita de los Dodgers le recuerda al periodista su campo de los sueños.

Dodger Stadium era el cielo para el reportero de beisbol del Times, Larry Stone, cuando era adolescente en el sur de California. Fue fánatico de los Dodgers de niño, aupaba a Sandy Koufax, Willie Davis y el resto de sus héroes. Larry Stone. The Seattle Times. 09-06-2012. Tengo un amigo de la infancia con quien compartí los vientos llenos de smog de Los Ángeles (para robar una frase de Frank Zappa), quien me envía mensajes de texto o correos electrónicos periódicos con seis simples palabras. “Estoy de vuelta en el cielo”. Esa es nuestra palabra código para Dodger Stadium, cielo. Para ambos, el estadio de Chavez Ravine, con las resplandescientes montañas de San Gabriel al fondo (en un día claro), todavía tiene un poder mítico y místico. Cada vez que regreso, me transporto a mi niñez en Whittier, Calif., en la década de 1960, cuando mi vida giraba alrededor del beisbol de los Dodgers, cuando estaba pendiente de cada pitcheo de Sandy Koufax, cada turno al bate de Wes Parker, cada robo de Maury Wills, cada atrapada en movimiento de Willie Davis. Con los Dodgers en Seattle para una de sus intermitentes visitas, puedo decir con honestidad que cada vestigio de interés por aupar a los Dodgers se disipó hace mucho tiempo, víctima del paso del tiempo, mi reubicación y 30 años en un trabajo que machaca la necesidad de ser imparcial. Este es el último sacrilegio para alguien quien sangró azul Dodger en sus años formativos, en realidad tengo más afinidad por los odiados Gigantes, por haber pasado 10 años cubriendo ese equipo desde mediados de los ’80 hasta mediados de los ’90. Mis mayores disculpas a John Roseboro, que descanse en paz. (La sanción por el batazo que recibió de Juan Marichal fue muy suave, ¡¡¡la suspensión fue solo de ocho días!!!, pero eso es otra historia). Lo que no ha desaparecido, y nunca lo hará, es la profunda conexión emocional que tengo con los Dodgers de esa época. Matt Kemp y Clayton Kershaw no significan nada para mí, excepto que son la personificación de lo mejor que ofrece el beisbol moderno. Ah, pero Billy Grabarkewitz (el corajudo pequeño Billy G.), Sweet Lou Johnson, Willie Crawford (cuya voz alta y estridente hacia un contraste divertido con la grave y profunda de Davis) esos nombres, y todos los otros, aun resuenan con honda significación, conjurando agradables imágenes mentales hasta este día. Mi experiencia con los Dodgers se extiende desde 1963, cuando aún con seis años de edad quedé emocionado con la barrida a los poderosos Yanquis en la Serie Mundial, hasta la banda de Garvey-Lopes-Russell-Cey a mediados de los años ’70. Entonces fui a la universidad, Cal-Berkeley, profundo en el país de los Gigantes, y todo fue cuesta abajo desde allí, la vida me llevó cada vez más lejos de mis días maravillosos con los Dodgers. Los episodios subsecuentes de la historia de los Dodgers, los últimos días de la era Tommy Lasorda, la Fernandomanía, el jonrón de Kirk Gibson, la explosión de Eric Gagne, la resurrección de Don Mattingly, los he visto con creciente desapasionamiento, para frustración de algunos de mis amigos de aquellos días. En algún momento, no puedo precisar cuando, los Dodgers se convirtieron en un equipo más para mí. Eso ocurre, particularmente a los niños que se convierten en periodistas deportivos. Pero las memorias de la niñez son cosas poderosas, difíciles de borrar. Cuando empecé a cubrir a los Gigantes y Ron Fairly era uno de sus comentaristas, no perdí la preciosa oportunidad de que me contara las historias de Sandy, Don Drysdale y Tommy Davis. Y Ron, cuyos años formativos como pelotero ocurrieron en aquellos equipos de los Dodgers, estuvo feliz de complacerme, un hábito que continuó cuando nos mudamos a Seattle. Llamé a Ron esta semana para tratar de buscar una explicación de porqué aquellos Dodgers eran tan especiales, más allá de que yo era un niño impresionable. No estoy diciendo que esta sea una historia única, ha ocurrido a lo largo del país, a través de las generaciones, desde Fenway Park hasta Wrigley Field hasta Camden Yards. Ahora en Safeco Field, los niños viven los momentos de los Marineros que se convertirán en la nostalgia de 2035. Es parte de la belleza del beisbol. Pero creo que había cierto romance con aquellos Dodgers, trasplantados desde Brooklyn hasta el pleno Hollywood en su manifestación más glamorosa. Fairly recuerda que era un lugar común ver a Frank Sinatra, Dean Martin, Jackie Gleason y otras innumerables celebridades en Dodger Stadium cuando fue inaugurado en 1962. “Si estabas con los Dodgers en aquellos primeros días, a cada lugar donde ibas, las personas sabían quien eras”, dijo él. “Era una época muy excitante. Yo estaba emocionado por compartir con los Duke Snider, Gil Hodges, Carl Furillo, Pee Wee Reese. Entonces nos mudamos a Dodger Stadium y tienes a Cary Grant en las tribunas”. Una vez, Clint Eastwood participó en el juego anual de softbol “Hollywood Stars”. No tenía guante, así que consiguió un prestado con Fairly, otro zurdo. Hace unos diez años, estaban juntos en un torneo de golf. Fairly fue a saludarlo. “Todavía tengo tu guante”, dijo Eastwood. Le pedí a Fairly que me contara su mejor anécdota de Koufax. Me contó una acerca de Pete Richert, un relevista largo de los Dodgers, quien solía parrandear la noche anterior a una apertura de Koufax. Despues de todo, ¿quien iba a necesitar un relevo largo con Koufax en el montículo? Así que un día muy caluroso, eso ocurre, Koufax tuvo dificultades al comienzo del juego. El manager de los Dodgers, Walter Alston, llama al bullpen, que Richert empiece a calentar. Koufax sale del lío, pero en el inning siguiente vuelve a tener problemas. Vuelven a poner a calentar a Richert. Mientras tanto Alston va al montículo, donde se reúne con Koufax y el primera base Fairly. “¿Cómo te sientes, Sandy?” pregunta Alston. Fairly: “Sandy dice, ‘Mejor que el tipo que tienes calentando’. Walt giró y empezó a caminar, y ganamos el juego para Sandy”. Está bien, lo admitiré, disfruto mucho esos cuentos. Todavía recuerdo la vez cuando Fairly me dijo que en ciertos juegos, con ciertos pitcheos, con pocas personas en las tribunas, él podía oir, desde su posición en primera base, como la pelota sonaba en los dedos de Koufax cuando la soltaba, era una especie de soplido. Le pregunté una vez más para escuchar la historia otra vez. “Eso solo ocurrió tres o cuatro veces”, dijo Fairly. “Recuerdo un día en Wrigley Field, solo había como 7,000 personas en las tribunas, oyendo ese pequeño sonido, casi como un pequeño mordisco con el extremo de sus dedos. Estaba parado ahí y me dije, ‘Dios mío, ¿quien puede batear eso? Nunca le oi eso a nadie más”. ¿Mencioné como disfrutaba eso? Ron y yo estuvimos de acuerdo en que el legado de los Dodgers había sido degradado por el desastroso régimen de Frank McCourt, y eso nos entristece. “Todavía hay muchos fanáticos de los Dodgers, pero no es como antes”, dijo él. No lo es, excepto por un nexo glorioso de mi pasado Dodger (y cada aficionado de los Dodgers de varias generaciones pasadas) con el presente de los Dodgers, el maravilloso narrador Vin Scully, quien no viajó a Seattle pero todavía permanece fuerte en su temporada 63 detrás del micrófono. Recuerdo ir a los juegos de los Dodgers en mi juventud y escuchar la voz de Scully reverberar alrededor del estadio. Cada quien llevaba su radio transistor para oir a Scully narrar el juego que veian, el mejor homenaje para un narrador. “Yo también lo escuchaba desde el círculo de prevenidos al bate”, rió Fairly. “Hasta donde sé, si hicieran un concurso para escoger el mejor narrador de todos los tiempos, Vin terminaría de primero, segundo y tercero”. Escuchar a Scully hoy, lo cual es muy fácil debido a la radio satelital y a las facilidades de internet, es lo más cercano que puedo estar de regresar a aquellos días de la juventud. A veces, de verdad creo que Vinny seguirá narrando los juegos de los Dodgers por siempre. Eso es el cielo. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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