martes, 7 de abril de 2015
Cooperstown Confidencial: La enigmática vida de Alex Johnson
24-03-2015. Bruce Markusen. The HardBall Times
La muerte reciente de Alex Johnson pone punto final a uno de los capítulos más enigmáticos y controversiales de la historia del beisbol, no estoy seguro si caracterizarlo como víctima de las circunstancias o como una figura antisocial quien le hizo la vida miserable a los que estaban a su alrededor innecesariamente. O tal vez una mezcla de ambos.
La carrera de Johnson empezó en 1961, cuando los Filis lo firmaron como agente libre amateur. La organización lo observó batear .313 o más en cada nivel de las ligas menores, mientras avanzaba en el sistema de granjas de los Filis. Llegó a las Grandes Ligas a mediados de la temporada de 1964, el mismo año que apareció otro prometedor joven prospecto llamado Richie Allen.
Johnson no era un jugador de cinco herramientas, era un jardinero de pobre defensiva y no lanzaba bien, pero tenía sobresalientes destrezas bateando y corriendo. Poseía una increíble velocidad con el bate, regularmente tomaba práctica de bateo a 40 pies de distancia, en vez de los normales 60 pies, seis pulgadas. También podía correr, como lo evidencian los tiempos que desplegaba en correr desde el plato hasta primera base. Johnson regularmente completaba la ruta en 3.8 segundos, un tiempo sobresaliente para un bateador derecho. El manager de los Filis, Gene Mauch, dijo que nunca había visto a un pelotero correr desde segunda base hasta el plato más rápido que Johnson.
Hasta la apariencia física de Johnson hacía girar los rostros. En una época cuando los jugadores no levantaban pesas o consumían esteroides, Johnson tenía el físico de un Adonis. Era muscular y tonificado, a tal punto que se ganó el apodo de “Toro”. Con la magnitud de su estatura y peso, Johnson generaba la apariencia de una pieza esculpida en granito. Esa clase de físico se convertía en poder verdadero; Johnson descargó 35 jonrones con el Magic Valley Clase A y 21 cuadrangulares para el Arkansas AAA.
Una vez que los Filis notaron que Johnson dominaba el pitcheo de AAA, lo llamaron en julio de 1964. Como novato, Johnson compartió el jardín izquierdo con el veterano Wes Covington durante la segunda mitad del verano. Bateó .303 y registró un porcentaje de embasado de .840, buenos números que fueron rebasados por Allen, quien jugó la temporada completa en Filadelfia y ganaría el Novato del Año.
En 1965, el tiempo de juego de Johnson se duplicó. En 280 apariciones al plato, bateó para .294 con ocho jonrones, ocasionando que algunos en la organización le predijeran un futuro estrellato. Pero también había problemas. Como bateador de bolas malas, Johnson no tomaba muchos boletos, lo cual reducía el impacto de su velocidad. Además cuando corría las bases, Johnson no siempre daba su mejor esfuerzo. También tenía el mal hábito de trotar tras los elevados. Estas señales irritaban a su manager, Mauch, un cultor de la vieja escuela sin tolerancia para la falta de esfuerzo.
Para finales de la temporada de 1965, Mauch y los Filis se habían cansado de los malos hábitos de Johnson. Ese invierno, los Filis lo incluyeron en un cambio grande, lo enviaron junto a dos jugadores de ligas menores a los Cardenales por el primera base Bill White, el shortstop Dick Groat y un cátcher de reserva llamado Bob Uecker.
Los Cardenales creían tanto en Johnson que movieron a Lou Brock hacia el jardín derecho para abrirle espacio a Johnson en la izquierda. El movimiento casi se convirtió en desastre, Johnson cayó en un terrible slump de bateo y se ganó el boleto de regreso a AAA. Los Cardenales lo llamaron más adelante en la temporada, pero todo se complicó cuando peleó con su compañero jardinero Bobby Tolan. El incidente hizo que los Cardenales se molestaran mucho con Johnson. Luego de dos temporadas, lo cambiaron a los Rojos de Cincinnati por el jardinero Dick Simpson, un jugador de lejos menos talentoso que Johnson.
Johnson encontró un buen hogar en Cincinnati donde congeniaba con el manager Dave Bristol y sus compañeros. Bristol, quien describió a Johnson como “cooperativo”, básicamente dejó a su joven y talentoso jardinero por su cuenta. Johnson no hablaba mucho en el dugout o en el campo, pero bateaba bien con los Rojos como su jardinero izquierdo regular. También mostró algo del poder que había desplegado en las menores, pero había estado virtualmente inexistente en Filadelfia y San Luis.
Con dos buenas temporadas en los libros, Johnson aspiraba a una larga estadía en Cincinnati. No ocurrió. Luego de la temporada de 1969, Bob Howsam, el gerente general de los Rojos, quien estaba determinado a mejorar su cuerpo de lanzadores, decidió hacerlo al costo de Johnson. Howsam envió a Johnson, el utility jugador del cuadro Chico Ruiz, y el pitcher Mel Queen a los Angelinos por los derechos Jim McGlothlin y Pedro Borbón. Johnson no había hecho nada malo; simplemente se había convertido en buen anzuelo para un cambio luego de dos temporadas productivas en Crosley Field.
Aunque el cambio sorprendió a Johnson, jugó bien en su primera temporada al sur de California. Sus virtudes con el madero captaron la atención de un coach veterano de los Angelinos. “Nunca antes me había asustado lanzando la práctica de bateo”, le dijo el coach Rocky Bridges a Newsweek, “pero lanzarle a Alex es como estar al alcance de la artillería”.
Johnson era tan bueno en la práctica de bateo como en el juego. El bateó sobre .300 a través del verano, lo cual le permitió batallar con Carl Yastrzemski por el título de bateo de la Liga Americana. El día final de la temporada, Johnson bateó dos imparables para superar a Yaz, .3289 a .3286, pero entonces fue sacado inmediatamente de la alineación por un corredor emergente luego del segundo imparable. Esa decisión creó alguna controversia, particularmente en Boston, donde los aficionados sintieron que Johnson había tomado el camino cobarde para lograr el título de bateo.
Otra fuente de controversia se encontraba en la actitud e Johnson esa temporada. En varias ocasiones, dejó de correr cuando bateaba roletazos, y trotaba tras los elevados en los jardines. Los Angelinos lo disciplinaron como lo hubiese hecho la mayoría de los equipos, lo multaron luego de cada incidente de indolencia.
Johnson también desarrolló una relación de antagonismo con los medios de comunicación del sur de California, lo cual era de alguna manera irónico dada su reputación de retraído y hasta “suave” con los peloteros. Las preguntas simples dirigidas a Johnson lo hacían gritar tan alto que se le oía en todo el clubhouse. En una ocasión él trató de sacar personalmente al experimentado periodista Dick Miller del clubhouse. En otra, dejó caer una lata de café molido sobre la máquina de escribir de un reportero. A veces, Johnson hasta le gritaba a los compañeros que trataban de hablarle o intentaban hablar con los medios.
La conducta de Johnson, la cual le ganó el apodo “Alex el furioso”, iba en sentido contrario a su personalidad lejos del estadio. Amigos y asociados decían que podía ser cálido y encantador. Era especialmente bueno con los niños, a quienes trataba de ayudar mediante caridad. The Sporting News describió a Johnson como “un devoto hombre de familia” quien “vivía de acuerdo a un estricto código moral”.
Mientras la situación alrededor de Johnson fue tolerable en 1970, alcanzó un punto de ebullición en 1971. Una serie de acciones bizarras durante un juego de entrenamiento primaveral indicó que algo andaba muy mal. En un juego de tarde bajo el sol de Arizona, Johnson se ubicaba bajo la sombra creada por la torre de luz del estadio. A medida que la sombra se movía, también lo hacía Johnson, para no exponerse al sol ardiente. El manager de los Angelinos Lefty Phillips notó los movimientos extraños de Johnson. También se dio cuenta cuando Johnson escogió no correr cuando bateaba la pelota ese día. En ese momento decidió sacarlo del juego.
Johnson no escarmentó con el incidente. Al día siguiente, en su primer turno al bate, de nuevo dejó de correr al batear. Phillips lo sacó del juego por segundo día seguido.
Cuando la temporada regular arrancó en abril, mantuvo su mejor conducta durante el primer mes de la campaña. Pero en mayo, Johnson volvió a sus viejos modales, reiteradamente dejó de correr cuando bateaba roletazos y elevados.
El gerente general de los Angelinos, Dick Walsh mantuvo su apoyo a Johnson, pero Phillips había perdido la paciencia. El 23 de mayo, Phillips realizó una reunión con el equipo, pero solo con 24 peloteros. Johnson no fue invitado. Phillips discutió la conducta de Johnson y luego emitió un pronunciamiento. “Alex Johnson”, dijo Phillips, “no jugará más con este equipo”. Varios de los Angelinos apoyaron abiertamente el anuncio de Phillips.
Poco después, Johnson habló con Phillips para pedirle otra oportunidad. Johnson prometió que se fajaría todo el tiempo. Phillips lo puso de nuevo en la alineación. Pero el 4 de junio, en un juego ante los Medias Rojas, Johnson de nuevo dejó de correr al batear una pelota. Una vez más, Phillips lo sacó del juego.
Para el 25 de junio, Phillips había visto suficiente. Habiendo multado a Johnson 29 veces y enviado a la banca en cuatro ocasiones, Phillips lo envió al banco una vez más, esencialmente lo suspendió del equipo. La Asociación de Peloteros no estuvo de acuerdo con la decisión e introdujo una reclamación de parte de Johnson. El director del sindicato, Marvin Miller alegó que Johnson sufría de “tensión emocional” y debía ser colocado en la lista de incapacitados, con su sueldo intacto.
Para sorpresa de los Angelinos, los árbitros fallaron a favor de Johnson. Basados en las observaciones de dos psiquiatras quienes habían determinado que Johnson estaba “incapacitado emocionalmente”, los árbitros adujeron que Johnson sufría de enfermedad mental y debía ser tratado igual que cualquier jugador con una lesión física. En lo que resultó una decisión para marcar territorio, los árbitros ordenaron levantar la suspensión de Johnson y que fuese colocado en la lista de incapacitados. Mientras tanto, Johnson continuó recibiendo el tratamiento psiquiátrico que había empezado luego de ser suspendido por los Angelinos.
Años después, Miller presentó un alegato de que los Angelinos no solo habían fallado en darse cuenta de que Johnson estaba mentalmente enfermo, sino que también lo trataron de manera racista. Mientras el alegato de Miller sobre enfermedad mental parece justificado, las acusaciones de racismo son cuestionables. La mayoría de los jugadores de los Angelinos, negros y blancos, se habían cansado de la conducta antagónica de Johnson. Un jugador afroamericano, el zurdo Rudy May, fue particularmente crítico con Johnson. Defendió públicamente la manera como los Angelinos manejaron el asunto y ofreció a Johnson algún consejo en su entrevista con los reporteros. “Le debes a los aficionados y más que todo a ti fajarte todo el tiempo”.
Además, de todos los jugadores de los Angelinos, él que había sufrido más a manos de Johnson era un latino de piel oscura, Chico Ruiz, su antiguo compañero de equipo en los Rojos.
En algún momento, Ruiz y Johnson habían sido buenos amigos. De hecho, Ruiz era el padrino de la hija de Johnson. Pero con el tiempo, la relación cambió. Johnson empezó a maldecir a Ruiz, con frecuencia lo insultaba. En dos ocasiones, Ruiz y Johnson se fueron a las manos en el clubhouse.
Para la primera mitad de la temporada de 1971, Ruiz se había cansado de la manera como Johnson lo trataba. Ruiz le gritaba con furia a su antiguo amigo. De acuerdo a los testigos, Ruiz dijo: “Los blancos de este equipo pueden despreciarte, ¡pero yo soy tan negro como tú, y te odio! Te odio tanto que podría matarte”.
El 13 de junio, Johnson y Ruiz entraron al juego como emergentes. Luego que ambos regresaran al clubhouse, Ruiz tomó una pistola de su casillero y empezó a apuntar a Johnson. Johnson dijo que Ruiz lo amenazó con la pistola.
En principio, Ruiz dijo que no tenía una pistola. El gerente general Dick Walsh apoyó eso. Luego, durante la audiencia de arbitraje de Johnson, Walsh admitió haber mentido. Dijo que Ruiz tenía una pistola, y de hecho la había sacado en presencia de Johnson en el clubhouse. Y entonces, en defensa de Ruiz, Walsh dijo que la pistola no estaba cargada y que no significaba una amenaza física para Johnson.
Dado el estado de la relación entre Johnson y sus compañeros de equipo, sin mencionar su frágil estado mental, era claro que nunca volvería a jugar con los Angelinos. Johnson permaneció en la lista de incapacitados por el resto de la temporada. Ese octubre, los Angelinos exploraron las posibilidades de cambio para Johnson.
De manera impresionante, Walsh encontró un equipo interesado rápidamente. El 5 de octubre, Walsh negoció a Johnson y el catcher de reserva Jery Moses a los Indios por los jardineros Vada Pinson y Frank Baker y el derecho Alan Foster.
Aún lejos de la atmósfera de circo de los Angelinos, a Johnson no le fue bien. No bateó nada con los Indios, necesito una reacción a final de temporada para terminar con .239 de promedio. También pareció perder interés a medida que la temporada avanzó. En determinado momento, Johnson se mantuvo tratando de tocar la pelota por su cuenta, turno tras turno, como si hubiese perdido la confianza en su habilidad para batear largo. Varios de sus compañeros de los Indios ladearon la cabeza incrédulos.
Permaneció con los Indios durante la primavera de 1973, de nuevo Johnson se encontró en un movimiento. Esta vez, los Indios lo cambiaron a los Rangers por dos oscuros lanzadores, Vince Colbert y Rich Hinton. Como bateador designado y jardinero izquierdo, Johnson bateó razonablemente bien en la mayor parte de dos temporadas en Texas, primero con Whitey Herzog y luego con Billy Martin. Algunos observadores anticiparon un eventual encontronazo entre Martin y Johnson, pero nunca ocurrió. Sin embargo, Martin se sintió frustrado cuando vio que Johnson no corría con cada pelota que bateaba. Antes que confrontar a Johnson, Martin lo sentó. Entonces, a principios de septiembre, los Rangers vendieron a Johnson en waivers a los Yanquis.
Ahora, Johnson tenía poco del talento que alguno vez tuvo. Al no ser capaz de negociar muchos boletos o batear muchos jonrones, Johnson vio disminuir su promedio de bateo. Si hubo algo positivo, fue su conducta. No se enredo en confrontaciones rabiosas como a menudo lo había hecho en California. De hecho, el director de relaciones públicas de los Yanquis, Marty Appel y el masajista del equipo Gene Monahan encontraron a Johnson completamente tratable. Johnson todavía tenía algunos hábitos extraños, como la insistencia de llevar consigo su cartera en el bolsillo de su uniforme durante los juegos (como si temiera que alguien le fuese a robar su dinero). Él todavía no hablaba mucho con los medios, a menudo se iba rápido del clubhouse después de los juegos, pero la mayor parte de su rabia pareció disiparse.
Luego que los Yanquis lo pusieron en waivers a finales de 1975, Johnson firmó con los Tigres de su ciudad natal. Jugó su temporada final y bateó para .268, además se mantuvo alejado de la controversia. Entonces jugó un año en la liga mexicana antes de retirarse.
Cuando terminaron sus días de jugador activo, Johnson dejó el juego por completo. Expresó públicamente su amargura por la manera injusta en que el béisbol lo trató a él en particular y a los jugadores negros en general. En una ocasión dijo que no había asistido a ningún juego de Grandes Ligas desde su retiro. Estaba contento de haber sustituido a su padre como el dueño de una tienda de reparaciones de camiones en Detroit, con lo cual confirmaba la vocación en la que había mostrado interés desde que jugaba béisbol.
A excepción de un artículo que apareció en Sports Illustrated en 1998, Johnson permaneció completamente fuera de la luz pública. Pero entonces, el pasado verano, reapareció, aunque sutilmente. Sin anunciarse, asistió a la Jerry Malloy Negro Leagues Conference. Fue realizada en Detroit, su ciudad. Estuvo en un panel de discusión sobre Walt Owens, su antíguo entrenador en Northwestern High School. Cuando Johnson entró por la puerta, se presentó a sí mismo e hizo unas pocas observaciones sobre la importancia de la investigación sobre las Ligas Negras realizada por los asistentes. De acuerdo a los asistentes, Johnson mostró un gran respeto por los jugadores negros que le precedieron.
Esa fue la última aparición pública de Johnson, antes de sucumbir a un cáncer de próstata a la edad de 72 años. Ese día en la conferencia, ciertamente mostró un lado diferente de él, en marcado contraste con el hombre que había parecido tan rabioso y enfermo en muchos de sus días de jugador activo.
Aún ahora, no estoy seguro de que hacer con Alex Johnson. Hay poca duda de que sufrió de enfermedad mental durante su carrera de jugador, y eso fue algo en lo que el establecimiento del beisbol tuvo poca experiencia para tratarlo o para ayudar. En particular, la gerencia de los Angelinos no ayudó a mejorar la situación, sin importar cuales pudieron haber sido sus intenciones.
También hay poca duda de que Johnson le dificultó la vida a quienes estaban a su alrededor, incluyendo a sus compañeros de equipo y managers. Desde un punto de vista profesional, este es el tipo de conducta desagradable y contraproducente a la causa de tratar de ganar juegos sin importar las razones que haya tras ello.
También esta completamente claro que Johnson fue un hombre reflexivo e inteligente, uno quien podía ser carismático y divertido, especialmente fuera del beisbol. Ciertamente no fue un hombre malo, sino uno que tuvo su cuota de amigos a lo largo del camino.
Me parece que Alex Johnson nunca será entendido por completo.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
lunes, 30 de marzo de 2015
Y a él no le gustaba el beisbol
Porque algunas veces lo que lleva a una leyenda a trascender el alcance de los simples mortales no es simple pasión, sino algo más allá de los confines de la Tierra.
28 de diciembre de 2014.
Sean Braswell
Se supone que los héroes deportivos juegan por amor al juego. Por lo menos al principio. Aún si después viene el dinero y la fama se convierte en su pasatiempo. Raro es el atleta estrella quien llega a eso, quien lo hace por el dinero o porque no tiene algo mejor que hacer. Giuseppe Paolo DiMaggio, nació hace 100 años, el 25 de noviembre, no soñaba con convertirse en beisbolista cuando era niño. Pero hay una diferencia entre amar el juego y necesitarlo, y en su ruta hacia convertirse en inquilino del Salón de la Fama adorado por millones y en el dueño del record más impresionante del beisbol, Joe DiMaggio llegó a necesitar el beisbol, quizás aún más de lo que este lo necesitaba a él.
Se supone que los muchachos sicilianos sigan los pasos de sus padres, y para los DiMaggio, eso significaba pescar. Por generaciones, ellos habían pescado en las aguas de la Isola della Femine, una pequeña villa cercana a Palermo. Hacia finales del siglo XIX, como muchos sicilianos, Giussepe padre emigró hacia el Area de la Bahía, con su clima incomparable y su industria pesquera. Giuseppe hijo, o Joe, nació el 25 de noviembre de 1914, el octavo de nueve hijos, y el cuarto hijo en seguir a su padre al muelle de pescadores, a unas pocas cuadras de su hogar en el vecindario North Beach de San Francisco.
Desde las barajas hasta el beisbol, DiMaggio jugaba para ganar, usualmente dinero.
Los tiempos eran duros. En los meses anteriores a la temporada de cangrejos, comunidades enteras del muelle vivían de créditos por comida, ropas y otros insumos. La vida podía ser especialmente retadora para los DiMaggio, con 11 bocas que alimentar y un trabajador cuyo bote era muy pequeño para pescar en las turbulentas aguas de más allá del puente Golden Gate, donde estaba el dinero verdadero. Giuseppe era un trabajador esforzado, se paraba a media noche seis días a la semana para pescar en la Bahía, y cualquier cosa que no llevara comida a la mesa, incluso el beisbol, era, para Giuseppe, como el biógrafo de DiMaggio, Richard Ben Cramer escribió, buono per niente, bueno para nada.
El joven Joe tendía a estar de acuerdo con eso. No le parecía interesante jugar por jugar. Desde las barajas hasta el beisbol, DiMaggio jugaba para ganar, usualmente dinero, y cuando no había nada en juego, él generalmente se abstenía. Aún cuando era niño, como Cramer lo describe en Joe DiMaggio: The Hero’s Life, a menudo se sentaba y veía a los otros niños jugar beisbol en un campo de North Beach. Los otros “siempre querían jugar pelota. Estaban desesperados por jugar, aunque no supieran hacerlo”, escribe Cramer. “Joe podía jugar. Pero había que convencerlo”.
Tambien había que convencer a Joe para ir a trabajar al muelle o para ir a la escuela. Desde temprano el flaco DiMaggio, con su pronunciada nariz, aprendió que podía escapar de trabajar en el muelle vendiendo periódicos en las tardes a los hombres de negocios que frecuentaban las calles del centro de San Francisco. Mantenía el dinero en el bolsillo y el anonimato. Dolorosamente tímido, él también mantenía la cabeza baja en la escuela, la cual encontraba dolorosamente aburrida. Luego de un año en Galileo High School, DiMaggio se fue y nunca regresó.
Era 1931, hasta en California, un muchacho de 16 años tenía que tomar cualquier trabajo que encontrara, cargar durmientes de rieles en camiones, apilar cajas de madera o trabajar en una industria de jugo de naranja. Pero, como Cramer observa, “No había nada que él quisiera hacer, excepto tener unos cuantos dólares en su bolsillo, y evitar el bote de su padre”.
Una invitación para jugar con un equipo de beisbol local, los Jolly Knights, fue el boleto de Joe para escapar del bote. “Al principio él no estaba tan interesado en el beisbol”, le dice a OZY, Jerome Charyn autor de Joe DiMaggio: The Long Vigil. “Era un medio de hacer dinero. Él no pensaba en esto como algo más”.
No se supone que se deba escoger al beisbol tan rápido como lo hizo Joe DiMaggio.
Y cuando el dinero era mejor en otro dugout, Joe cambiaba de uniformes. En su ruta para batear un promedio astronómico de .632 en el verano de 1932, DiMaggio jugó para no menos de cinco equipos diferentes. “Joe se convirtió en bateador por contrato”, escribe Cramer.
No se supone que se deba escoger al beisbol tan rápido como lo hizo Joe DiMaggio. Sin ningún entrenamiento personal y sin nunca haber jugado beisbol de escuela secundaria, en dos años Joe pasó desde las caimaneras hasta la liga de la Costa del Pacífico, a un paso de las Grandes Ligas. “Él no agenció las 10000 horas de Malcolm Gladwell, pero tenía un genio natural”, dice Charyn. “Así como Mozart podía inventar una melodía a los cuatro años, este tipo sabía como jugar beisbol”.
No se suponía que se pudiera batear de hit en 56 juegos seguidos ante el pitcheo de Grandes Ligas. No se suponía que se pudiera ir de dormir en el piso de un apartamento de cuatro habitaciones repleto a dormir con Marilyn Monroe. Pero Joe también hizo eso. Y aunque él nunca perdió su obsesión por el dinero, al observar su hogar lleno de regalos y recuerdos y escrutar sus bolsillos llenos de galletas de aeropuerto, el juego que una vez había sido un medio para lograr un fin, un escape del bote de pesca, se convirtió en su vida entera. Destacar en este se convirtió en el trabajo de su vida; ser un pelotero, su única identidad. Y él le dejó a los reporteros, aficionados y compositores de canciones la tarea de tejer el resto de su historia y construir su leyenda.
“Él puede no haberlo hecho por amor al juego”, dice Charyn, “pero fue un artista. Al usar esa palabra se le entenderá perfectamente”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
martes, 24 de marzo de 2015
La gloria y el dolor de pitchear.
Bob Ojeda. 26-05-2012.
He vivido con dolor en mi brazo izquierdo desde que tenía 12 años, cuando mi papá me aliviaba con hielo después de cada salida en las pequeñas ligas. Mi papá, quién había lanzado en el ejército, fue una especie de pionero en el cuidado de brazos jóvenes. Además, me dijo que Sandy Koufax ponía hielo en su brazo.
“Está bien papá”, le decía. “Vamos a ponerme hielo”.
Pero esta vez el dolor era brutal, y, bien, ya no estaba en las Pequeñas Ligas. Era 1986, y estaba anunciado para iniciar el sexto juego de la Serie por el campeonato de la Liga Nacional contra los Astros de Houston. Había ganado 18 juegos en mi primera temporada con los Mets. En el segundo juego de la serie había lanzado completo en una victoria 5-1.
Pero caramba. Me dolía mucho el brazo. Estaba pegado ahí como una garrapata. Así que, luego de años de hielo, analgésicos, masajes y dormir con camisas manga larga para mantener caliente mi brazo izquierdo, el doctor del equipo dijo que sólo quedaba una opción, pegarme algo en el brazo, como una aguja. Con algo poderoso a inyectar.
Sólo que el doctor estaba en Washington. Yo estaba en Nueva York. El juego era en Houston. El masajista del equipo me llamó y me citen Shea Stadium. Fui a la sala de masajes, él me entregó dos jeringas y dos frasquitos: uno con un líquido transparente y el otro con cortisona. Los metí en mi chaqueta de cuero, tomé un taxi hacia el aeropuerto La Guardia y subi al avión rumbo a Washington.
Me reuní con el doctor en un hotel donde dictaba una conferencia. Me revisó el codo, necesitaba saber donde dolía más. El líquido transparente, de nombre complicado, fue como un pinchazo. La cortisona me ardió como el infierno. Le agradecí y regresé a Nueva York, y luego fui a Houston.
El 15 de octubre, fui al bull pen y empecé a lanzar. Algo andaba mal. Sentía como si tuviese dos bolsas de arena en el codo. Estaba en problemas, recuerdo haber pensado, pero tenía que tratar. Permití tres carreras en el primer inning. Davey Johnson, el manager, me mantuvo en el juego. Muy buena decisión. Para él. Para mí. Para mi codo del cual la arena había empezado a salir grano a grano. Lancé 5 innings. Ganamos en 16.
Mi brazo izquierdo y yo íbamos a la Serie Mundial.
Las relaciones entre los pitchers y sus brazos es única, extrema y hasta excesiva, se enfoca en el miedo y el dolor y la confianza y la esperanza. La relación empieza temprano y puede terminar de mala manera. En cualquier momento, Mike Pelfrey de los Mets se realizará una cirugía Tommy John en su codo. Michael Pineda tuvo una operación en el hombro. Johan Santana está regresando de una operación. La medicina ha hecho avances. Los milagros ocurren. Aún así, la catástofre está a solo un pitcheo, especialmente si se lanza con dolor.
Una vez que empecé a lanzar, no estoy seguro si alguna vez el brazo izquierdo no me dolió. Por más de tres décadas, tanto en las Pequeñas Ligas, como en las Ligas Menores o el Fenway Park en Boston, había dolor. Punzante o atenuado, en el codo o el hombro. Lanzar rectas cuando era niño o lanzamientos quebrados como un zurdo tratando de permanecer en Grandes Ligas, todo produce dolor. Puede ser disminuido por una aspirina, una cerveza o cocteles poderosos de medicinas y licor. Pero nunca se va.
Todo dependía de como se manejaba el dolor, y mi papá fue mi primer manager.
Mi Papá, quien había sido cocinero en el ejército y sirvió en Iwo Jima, era un tipo alto y pesado. Quería que pensara que yo era rudo, por eso no me gustaban sus ideas de ponerme hielo en el brazo. Me habló de Koufax y lo escuché.
Mi Papá había sido criado sin un padre que lo protegiera, con él me sentía débil de tanto que me cuidaba. Además del hielo, sólo me dejaba lanzar una vez por semana. Cero curvas hasta que cumplí 16 años.
Como la mayoría de los niños, jugaba varias posiciones. Mi Papá no sólo era cuidadoso, también podía ser creativo. Cuando yo estaba pequeño y vivíamos en Anaheim, Calif., construimos una jaula de bateo en el patio. Un día fuimos a los muelles pesqueros de Newport para ver algunas redes de los botes pesqueros. Encontramos algunas con huecos que el capitán quería vender. Nos las llevamos a casa e hicimos lo que llamamos una jaula.
Nos mudamos a un pueblo pequeño en California central. Yo era flaquito, feo y dolorosamente tímido. Pero hice desaparecer todo eso al ser un buen atleta. Mi equipo de Pequeñas Ligas tuvo marca de 15-0. Mi entrenador era un buen hombre llamado Burl Hyde. Papá quería asegurarse de que jugara para un buen entrenador, por eso cuando nos mudamos allí, me imagino que hizo algunas llamadas. Lo próximo que sé es que Papá me dice que vamos a ir a practicar pelota con este tipo. Practicamos, y recuerdo una gran sonrisa de ambos.
Pronto estuve con los Red Legs de la Pequeña Liga local. Me enteré que eran el mejor equipo del pueblo cada año. Me dormía con el uniforme puesto. No podía llegar tarde, debía dejar tiempo para vomitar. Nervios. Jugué primera base, jardinero central y pitcher. Bateé alrededor de .400 y lancé duro.
En la secundaria, mi papá le dijo al entrenador que yo sólo lanzaría una vez por semana. Eso nunca le agradó al entrenador, me lo retribuyó diciéndole a los buscadores de talentos que venía a verme que mi brazo siempre estaba adolorido. De alguna manera estaba diciendo la verdad. Pero estaba acabando la carrera de un muchacho antes de que empezara, no era considerado de su parte. Si mi brazo estaba mal, el entrenador estaba peor. De todas formas, nadie me escogió después de secundaria. Fui a la universidad. Al principio era primera base. Pero en un juego, nuestro mejor pitcher tuvo dificultades, el entrenador me mandó a calentar. Me puse en condiciones y fui al montículo. Había corredores en primera y segunda. Caminé al primer bateador. Lancé muy duro. Traté de tranquilizar este brazo zurdo. Luego saqué a los próximos tres bateadores.
Ahora era un pitcher. Tuve marca de 10-0 o algo parecido. Pasamos a los play offs y fuimos a Sacramento. Había 15 buscadores de talento en la tribuna, fui presa de los nervios. Fui incapaz de encontrar el plato. Me dolía el brazo. Se notaba.
De nuevo, nadie me seleccionó.
De todas formas, había otro papá en el pueblo que era entrenador. Era un tipo viejo y duro que siempre tenía un cigarro en la boca, el padre de un niño adoptado de mi edad que también jugaba. También era algo conocido como scout secreto. No tenía la presencia de un scout a tiempo completo, pero estaba conectado. Una golpeé seis de sus jugadores en un juego. Seis seguidos. Me gritaba desde la caja de coach de tercera base para que pasara la pelota sobre el plato. Me decía que iba a lastimar a alguien, que no sabía pitchear y cosas por el estilo. No sé, si eso me hizo mejorar un poco, pero sé que me gustaba ver tipos que agitaban desde la caja de coach.
Lanzaba duro, habría sentido miedo también.
Estuve atascado en mi segundo año de universidad. Y hundido. Por entonces, mi mano izquierda había perdido mucha sensibilidad. Mis dedos permanecían fríos.
Sentí como si tuviese un pedazo de vidrio en el codo. El codo, y mi pitcheo, estaban tan mal que mi brazo izquierdo solo inspiraba muchos insultos. El scout de los Mets nos dijo a mi padre y a mí, que mi brazo era muy corto. Él trataba de ser considerado, por supuesto. ¿Mi brazo muy corto? Eso n o me lo podía creer, no con el tipo de satisfacciones que había tenido con mi brazo.
Pero de una forma u otra, seguía lanzando para el plato. Aún si no siempre podía sacar los outs, yo era zurdo, y lanzaba duro. Eso es suficiente para que te firmen.
500 dólares y un boleto para Elmira.
Un día de junio de 1978, cuando menos lo esperaba, el viejo scout llamó a mi papá. Trabajaba para los Medias Rojas. Le dijo a papá que me firmaría si aceptaba 500 dólares y un boleto para Elmira, N.Y., donde estaba ubicado su equipo de la liga de novatos.
Agarré el bono y compré un flux, una camisa y unos zapatos para el viaje, luego llevé a cenar a mis padres. En eso se acabó el dinero. No importaba. Era pelotero profesional.
Después de firmar me dije que si no lo lograba, no sería porque no lo intenté. Por primera vez en mi vida empecé a ejercitarme. Empecé a correr en las noches y a nadar. Lanzaba pelotas con mi papá todos los días y lanzaba desde el montículo en la escuela. Me parecía una eternidad el tiempo que esperaba por el llamado para reportarme a ligas menores. Llamé a los Medias Rojas y les pregunté si todavía les pertenecía. Estaban sorprendidos de que no estuviese en Elmira. Poco después llegó el boleto aereo.
Empecé a dormir con camisa manga larga para mantener caliente el hombro. Papá decía que eso ayudaría. Me contó como los profesionales de antaño dormían en los trenes con sus brazos pegados de la pared para evitar dormir sobre ellos.
En poco tiempo estaba en el aeropuerto local abordando un vuelo hacia Elmira, y despidiéndome de mis padres. Iba al juego de pequeñas ligas más grande de mi vida, estaba asustado.
Llegué al estadio de Elmira durante una práctica de bateo. Busqué al manager y me presenté. Me preguntó que posición jugaba. Pienso que su ignorancia era intencional. Podía notar que estaba alterado. Podía estar pensando que la pregunta tenía sentido si yo merecía estar allí en cualquier posición. El equipo no había invertido dinero en mí.
Pero le contesté. Le dije que jugaba primera base y lanzaba, luego le pregunté, ¿Cuál es la forma más rápida de llegar a Grandes Ligas?
“Como pitcher”, dijo
“Manager, soy un pitcher”.
Durante una semana no le hablé a nadie. Mi compañero de habitación era un tipo simpático, del medio oeste. Su rutina de la noche anterior a una apertura era un paquete de seis latas de cerveza, aún sin tener muchas ganas de tomar. Era como un campamento sin consejeros.
¿Qué pasaba en el montículo? Lanzaba y lanzaba. Una y otra vez, siempre. No era bueno para el brazo izquierdo. Gracias a Dios las aspirinas del cuarto del masajista eran gratis.
El manager vio algo en mí, no sabría decir que, en el otoño me invitaron a la Liga Instruccional en Sarasota, Fla. Johnny Podres, el grande y retirado zurdo de los Dodgers, me enseñó un mejor cambio y una curva.
Fui al entrenamiento primaveral de 1979 e hice el equipo de Winter Haven, un equipo de Clase A fuerte. Al principio no era abridor. Los tipos en quienes los Medias Rojas habían invertido mucho dinero tenía la primera oportunidad. A principios de temporada, uno tuvo dolores en el brazo y me colocaron en su lugar. Era mi oportunidad. Dejé marca de 15-7 con algo así como 2.00 de efectividad.
Un año después, estaba en AA. Pero hacia finales del campamento, el equipo de AAA necesitaba un abridor zurdo. Fui el único tipo que movieron el último día. Me fue bien esa temporada. El masajista me mantuvo en forma. Me llamaron al equipo grande de Boston en julio o agosto. Mi primera apertura fue en un juego diurno ante Detroit en Fenway. Llegué al estadio a las 8 de la mañana. El cuida cuartos preguntó qué hacía allí tan temprano. Le dije que a lo mejor tendría tiempo de vomitar. Me fui al bull pen para calentar. Estaba muy emocionado pero me contuve. Mis padres estuvieron ahí para verme lanzar. (Tuve que pedirle prestado dinero al dueño del equipo AAA para llevarlos hasta allá).
Anunciaron la alineación y oí mi nombre. No lo creía. Tocaron el himno nacional, y era hora de ir al montículo. Tan pronto como crucé la línea de cal estaba convencido que la gente de seguridad me iba a sacar del estadio. Llegué al montículo. El primer lanzamiento fue strike. El resto un desastre.
Duré poco tiempo allí. Sabía que no me iba a quedar. Estaba adolorido y sin velocidad. Eso era lo que tenía. Eso era con lo que contaba. Luego de mi último juego me llamó la secretaria de viajes a mi habitación para decirme que mi vuelo de regreso a Pawtucket y las ligas menores era a mediodía. El asunto es que debí sonar sorprendido porque la secretaria me preguntó si sabía del gerente. No. Su voz reflejaba disgusto.
Luego de terminar la temporada en AAA, fui a casa y trabajé con mi papá en su tienda de tapicería, jugábamos a lanzarnos la pelota cada dos días. Decidí ayudar mi brazo izquierdo fortaleciendo mis piernas. Otra vez, el consejo de papá. Si hubiese sabido cuanto me dolía el brazo, me hubiese recomendado inclinarme por mi segunda opción: vigilante forestal. Hablo en serio.
Y fui al gimnasio local de karate y le dije al tipo que no estaba interesado en un cinturón; necesitaba aprender a pelear. Al principio, él no entendía, pero le expliqué que era un beisbolista y que en la última temporada, me habían reventado en las Grandes Ligas y no quería que eso me volviese a ocurrir. Pero si ocurría alguien lo iba a pagar. Tenía que hacer más lanzamientos adentro, y si alguien venía a buscarme al montículo, quería estar seguro de ser el primero en dar el primer golpe.
Llegué al campamento primaveral en febrero de 1981 y lancé a media máquina, rectas alrededor de 90 millas, mi slider tenía dientes, rompía tarde y con mucho efecto. Estaba de vuelta en su radar. Impresionante como el dolor desaparece en esos momentos.
Luego ocurrió. Estaba en el montículo de Pawtucket y lancé una recta. POP. Sentí como si me hubiesen disparado en el hombro. Lancé unos cambios de velocidad y salí del inning.
Cuando bajé del montículo le hice señas al coach de pitcheo, Mike Roarke, para que me siguiera al club house. Le dije lo que me pasó, y que no iba a salir del juego. Dijo que tenía que sacarme. En algún momento debía subir al equipo grande, y ellos necesitaban saber cuando. Además no quería verme arruinar mi brazo.
Lo que el no sabía es que mi brazo había estado mal por años.
Era un hombre muy alto, un catcher viejo con manos inmensas, sabía como lidiar con el dolor. Le dije que esta era mi oportunidad y que si no me ayudaba, olvidaría que esa conversación hubiese ocurrido. Allí mismo, reajustó mi manera de lanzar para quitar la presión de mi hombro, y regresé al juego. Nadie nunca se enteró de esto.
Después de eso, Mike siguió ajustando mi manera de lanzar para mejorarla. Me sugirió lanzar más cambios de velocidad y disminuir las rectas. Salvó mi carrera antes de comenzar. Regresé a las Grandes Ligas en 1981. Nunca volvía a las menores. Teníamos un gran masajista, y maduré como pitcher en uno de los estadios más difíciles para zurdos de las Grandes Ligas. Me quedé en Boston hasta el invierno de 1985. Mi brazo izquierdo pasó 1985 abriendo y relevando juegos. Diez juegos en abril, muchos calentamientos en el bull pen, lo peor que te puede pasar cuando tu brazo duele.
Lo que sea que haya costado en el ’86.
Bien, fui cambiado a los Mets. No sabía nada de ellos. Había pasado cinco años en la Liga Americana. La atmósfera de su clubhouse era intensa: Vamos a darlo todo. Hasta Davey Johnson se conducía con la confianza de un tipo que tiene una pistola en una pelea a cuchillo. Me contagié rápidamente. Al final me sentía como en casa. Queríamos ganar a cualquier precio. Aquel equipo hizo de jugar adoloridos una regla, no la excepción. ¿Dolor? Échale pichón. ¿Cansado? Échale pichón. ¿Tuviste un juego dificil la noche anterior? Échale pichón. No había “próximo año”. Era ahora o nunca. La velocidad a la que corríamos no la podríamos mantener siempre. Lo sabíamos pero seguíamos adelante.
¿Cómo iba mi brazo? Procedimiento de operación patrón: el masajista quería hablar de mis rutinas y variaciones. Todos los teníamos. Él tenía que descifrar nuestras supersticiones, procedimientos de seguridad y preocupaciones legítimas de nuestra salud física. Los entrenadores que han estado alrededor filtran la basura tan bien como la mejor planta de tratamiento de aguas negras. Mostré mi resistencia de toro, y el entrenador, Steve Garland, pretendió creerla. Me preguntaba cómo me iba y le decía “Bien”. Él sabía que yo estaba mintiendo y que esa era la manera como debía ser. Confiaba en él y me simpatizaba.
Le dije a Steve que tomaba ocho aspirinas diarias pero que algunas veces necesitaba un poco más de ayuda. Antiinflamatorios, cosas como esa. Empecé la temporada en el bull pen y tuve mi primera apertura el 22 de abril. Nuestra rutina era que luego de cada apertura, yo sumergía mi codo en un tobo de hielo (que también servía para enfriar cervezas) de 20 a 30 minutos. Unos pocos cigarrillos y cervezas después, no había dolor. Imagínese. Nada más que eso.
Unas pocas aperturas después, el dolor en mi hombre decidió dejarme saber que debí haber sido vigilante. Steve ahora masajeaba mi codo entre aperturas y usaba vasos de hielo después de las sesiones de bull pen. El vaso de hielo no era más que un vaso de anime con agua que había colocado en el refrigerador. Lo frotabas sobre la zona afectada, y mientras se derretía, te deshacías del vaso y continuabas.
Para entonces mi idilio con mi cambio de velocidad estaba en completo florecimiento. Simplemente, dolía menos lanzarlo. Para junio, estábamos ocho o nueve arriba, y todo había terminado para el resto de la división Este de la Liga Nacional. Pero yo tenía un problema: mi codo me estaba matando. Era tiempo de prestarle atención. El médico del equipo me examinó y dijo que necesitaba descansar. Le dije que eso no iba a pasar. Jugué la carta “esta conversación nunca ocurrió”, y él respetó mi decisión de hacerme responsable de las consecuencias. Me prescribió las píldoras que necesitaba.
Yo sabía que ponía en juego una carrera posiblemente más larga por intentar ganar un campeonato. Estaba más que deseoso de pagar el precio. Esta era una temporada de ensueño, yo lo sabía. Para comenzar, no debí haber ido tan lejos.
Steve estaba ganando la pelea a mi codo. De alguna manera me ponía en el montículo cada cinco días. Y el Dr. Parkes (el doctor del equipo James Parkes), era lo suficientemente sabio para no despertarme de esta temporada de ensueño mientras esperaba que yo pudiera tener otra alguna vez en el futuro. Eso no se encuentra en el libro de records. Él ajustó mi colaboración de acuerdo a mi situación.
Era agosto. Estábamos 17 juegos arriba. Yo miraba hacia septiembre. Cinco o seis aperturas hasta la postemporada. Steve y yo podíamos hacerlo. Entonces Davey comenzó a planificar la rotación para la postemporada. Me quería para el segundo juego en Houston. Tuve un descanso a finales de septiembre cuando Davey dejó pasar mi apertura. No estoy seguro, pero pienso que él sabía que mi brazo estaba cansado. Steve debió haber dejado escapar algo, o yo pude haber mostrado que algo andaba mal. Pude haber dicho “bien” en vez de O.K. En pitcheo vernáculo, “O.K.” no es O.K.. “Bien” es O.K. “O.K.” significa “me duele, pero no voy a salir”.
El 9 de octubre, en el segundo juego de la serie de campeonato de la Liga Nacional, lancé un juego completo en Houston. Ganamos, 5-1. Los días extra fueron de gran ayuda. No solo por el descanso, más importante fue que Steve pasó más tiempo tratando mi codo.
Pero en el vuelo de regreso a Nueva York, ocurrió algo negativo. El codo se me trancó. Lo sentí y lo moví un poco. Se destrancó por el momento.
De vuelta en Nueva York, seguí mi tratamiento y traté de hacer una sesión de bull pen el domingo 12. No pude. Era tiempo de una aguja, o todo había terminado.
Por eso tomé aquel bus hacia Washington, y el doctor y yo tuvimos nuestra reunión en la habitación del hotel.
Íbamos a la Serie Mundial, y yo había aceptado que mi brazo podría no perdonarme por lo que iba a hacerle. Lo extraño era, que yo había dejado de preocuparme por lo que fuera, pero tal vez era la última o dos últimas aperturas de mi carrera. Si este era el fin, que manera de ejecutarlo.
Honestamente no puedo recordar algún dolor a lo largo de toda la Serie Mundial. Lancé el mejor juego de mi vida en el tercer juego, y ganamos el “bonito”. El vértigo de ese juego me paralizó el cuerpo. Mi próxima apertura fue en el sexto juego. Le di seis buenos innings al equipo y salí con el marcador igualado 2-2. Me tomé una cerveza y fumé en el club house y vi la remontada más grande de la historia moderna. Ganamos todo en siete.
‘O.K.’ significa no tan bien
Mi brazo y yo nos tomamos libres los próximos dos meses. Estaba tratando de no pensar en lo que sentiría cuando tomara una pelota otra vez. Mi papá y yo decidimos lanzarnos la pelota en diciembre. El primer dia todo bien. El sexto día fue O.K. Sabía que mi temporada de 1987 estaba en peligro.
Llegó enero, yo estaba lanzando desde un montículo, y mi codo se estaba trancando ocasionalmente. Necesitaba llegar al campamento en Florida. Necesitaba algunas píldoras. La primavera, como decimos, estuvo O.K. Las medicinas estaban funcionando. Doc Gooden fue a rehabilitación justo antes de terminar el campamento. Davey me dia la apertura del día inaugural. Dijo que me la había ganado. Lancé una gema, y ganamos. Para entonces, yo estaba tomado esteroides orales. Yo podia manejar esto, siempre lo había hecho, pero necesitaba ajustar mis píldoras. Me tomé la libertad de doblar la dosis.
Yo lucía tan mal como mis pitcheos. La pérdida de peso por las medicinas y el dolor consistente se hacían cada vez más intensos. Steve me decía que lanzara la toalla. No podía. Yo no actuaba de esa manera.
El 9 de mayo había un juego diurno en Atlanta. Me dirigí al bull pen con Mel Stottlemyre, nuestro coach de pitcheo, y empecé a soltarme. No estaba ocurriendo. Mientras más calentaba, peor me sentía. Mi codo había tenido suficiente. Yo estaba empujando la pelota hacia el catcher.
Mel preguntó sy yo esteba bien y le dije: “Si, estoy un poco rígido. En un momento me soltaré”. Yo estaba parado en el montículo del bull pen con Mel a pocos metros de mí, descansaba del calentamiento y pretendía mirar a las mujeres en la tribuna. Lo que realmente hacía era tocarme el codo para ver si lo destrancaba.
Le dije que estaba bien, y nos fuimos al dugout. Steve me lanzó una mirada desaprobatoria pero no me iba a vender. Aún. Fui al montículo y lancé mis envíos de calentamiento, llegaban a duras penas. Los bateadores llegaron, yo no tenía nada. Hasta lancé una que pegó en la malla. Terminé el inning: una carrera, dos hits y un boleto. Fui al dugout y me senté.
Steve se deslizó a mi lado con una mirada que nunca le había visto. Me preguntó como estaba, y le dije, “O.K.”. Mel caminó hacia mí, se sentó al otro lado y me hizo la misma pregunta. Empecé a decir, “O.K.”, pero Steve me interrumpió y le dijo a Mel que yo no estaba O.K. y que no lo había estado por un buen rato. Cuando no pude mirarlo, Mel me haló.
Regresé a Nueva York solo. Parkes precribió descanso por dos semanas. Dije que no, que había descansado ese invierno y eso no había funcionado. Había algo en mi codo que debía ser estudiado. Él quería que buscara una segunda opinión, fui a ver al renombrado Dr. James Andrews en Birmingham, Ala. Él dijo que una calcificación del tamaño de mi pulgar flotaba en el canal de mi radio y aprisionaba el nervio. Artroscopia no era una opción.
Regresé a Nueva York y me practique una transposición del nervio del radio, básicamente el nervio fue movido de manera de eliminar todas las molestias. Me dijeron que estaría inactivo hasta el año siguiente. Ese septiembre lancé tres juegos en el bull pen y abrí el 27.
Llegó 1988. Me sentía bien del brazo. Papá y yo empezamos a lanzarnos Pelotas a principios de noviembre. Me había precipitado el año pasado luego de la operación y ahora necesitaba recuperarme gradualmente. Tuve una gran primavera. La temporada empezó, y yo andaba muy bien. La fuerza del brazo estaba a tono.
Fui capaz de colocar mi recta adentro para mantenerlos alejados del lanzamiento que había alargado mi carrera, el cambio. Pero las victorias dejaron de acompañarme. Entonces, a mediados de septiembre, trabajaba en el patio como lo había hecho miles de veces, y me corte una parte del dedo. Me dolía, sabía que se me había terminado la temporada. Mi brazo izquierdo estaba bien. Mi mano era un desastre. No había píldora, ni inyecciones o tratamiento para eso. La cosa más dolorosa para mí fue el disgusto en la voz de mi padre cuando lo llamé para informarle.
Lo que siempre me ha fascinado fue la cantidad de “crédito” que recibió mi ausente brazo zurdo por el hecho de que los Dodgers nos vencieran ese octubre en la serie de campeonato de la Liga Nacional. Ahora, yo nunca me he desentendido de mis acciones, pero una mirada a las estadísticas muestra algún exceso en la efectividad, algún bateo menos que frecuente y muchas decisiones discutibles del manager. Lo que sea.
Eventualmente me mudé a Los Angeles, y luego a Cleveland en 1993. Sabía que mi hombro iba a ser un problema, pero aún tenía la voluntad de jugar. Poco antes de empezar el entrenamiento primaveral, llegó la tragedia. Un terrible choque de lanchas, y en un tris, dos amigos y compañeros de equipos habían muerto. Yo me escapé de morir por media pulgada. Estaba abatido totalmente. Este regreso no tendría que ver con mi brazo.
Regresé en septiembre. Había una sensación de, sí, estaba de vuelta. Pero no tenía idea como.
El invierno siguiente, los Yanquis me querían. Pero como un niño que sabe que casi se terminó el verano, yo sabía que iba a ser el fin. Mi voluntad estaba ahí, pero mi hombro tenía otras ideas. Tuve un buen entrenamiento e hice el equipo. Por primera vez en mi vida, mi deseo de jugar no era del 100 %.
Eso significaba tristeza para mí. No podía engañar a los bateadores con mi recta adentro y mi cambio afuera. A principios de la temporada de 1994, me pidieron la renuncia. Cuando llegó el día, me sentí aliviado.
No habría más dolor ni ansiedad de cuando terminaría esto. Se acabó. No más píldoras o inyecciones. Y el hielo ahora solo lo era para mis bebidas.
No me lamento. ¿Cambiaría algunas cosas? Seguro. Quién no, pero así no es como se desarrolla el juego o la vida. Una vez hecho un lanzamiento, no lo puedes regresar. Tampoco el dolor, el reposo y los tratamientos y operaciones. Firmé para todo eso. Nadie me forzó, y de alguna manera rara, lo disfruté, no los problemas pero si el ardiente deseo de jugar a pesar de ellos.
¿Jugar un juego como profesión? ¿Estás bromeando? Fírmame y a mi brazo izquierdo otra vez. En realidad, tal vez mi brazo derecho, nunca lo sumergí en hielo ni una vez.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
lunes, 23 de marzo de 2015
Premiar al perdedor
Cuando escuché la noticia se detuvo el tránsito. A la distancia se veían rostros alargados y un enjambre de motorizados rodeaba a un Audi. En el pavimento zumbaba la combustión de la motocicleta, el piloto se incorporaba con un manchón de sangre en la rodilla derecha. Ignoro porque aquella diagonal abrupta de la moto hacia el carro y la posterior discusión más la sentencia de los “dueños de la calle” ante el solitario automovilista, reflejaba la decisión de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional de cambiar el formato de su competencia.
Que clasifiquen seis de ocho equipos en una temporada de 70 juegos por club, resulta absurdo hasta para las más altas aspiraciones económicas. Al agredir la competitividad se resiente la integridad del deporte. Si casi cualquiera puede trascender a la postemporada, aumentan las posibilidades de un bajón en la calidad del nivel de juego.
El ataque a la competitividad continúa en la postemporada. Habrá tres series, primero versus sexto, segundo versus quinto, tercero versus cuarto. Clasifican los tres ganadores y ¡qué pena! El mejor perdedor, producto de un juego entre descalificados. Nada más pernicioso para cualquier tipo de torneo deportivo.
La derrota debe significar una importante oportunidad para reflexionar, reconocer y corregir errores, antes que la sensación de correr la arruga y continuar cual si todo anduviera a las mil maravillas.
Ese sistema fue implementado hace algún tiempo por la Liga de Baloncesto Profesional Los resultados arrojaron desinterés de la afición por las instancias intermedias de postemporada.
Quizás una opción que debió discutir LVBP fue el formato actual de LBP o implementar un juego de muerte súbita entre los ocupantes de los puestos quinto y sexto para definir el quinto clasificado de la semifinal todos contra todos.
El chofer del Audi, parecía estampillado en el parabrisas. Los motorizados casi lo escupían con epítetos de, “te tenemos precisado, o me pagas el médico y los repuestos, o te haremos una visita a domicilio”.
Alfonso L. Tusa C.
miércoles, 11 de marzo de 2015
Confesiones de un pitcher.
Sal Maglie y Robert H. Boyle. Abril 1968.
El último día de la Serie Mundial observé desde el dugout de los Medias Rojas como un magnífico lanzador joven era humillado. Jim Lonborg, quién había ganado dos juegos ante los Cardenales, iba a lanzar otra vez con sólo 2 días de descanso. En el segundo inning ya se sabía que no disponía de sus armas. No había razón para que las tuviera. Estaba cansado, extenuado. Me volví al manager, Dick Williams, y le dije, "Hoy no es su día". Esperaba que Williams lo sacara. Pienso que lo debía hacer en consideración de sus dos salidas anteriores. Era lo más decente. Además teníamos otros 10 pitchers en el bullpen. Si uno de ellos podía detener a los Cardenales, teníamos oportunidad de ganar. Lonborg pitcheaba con el alma. Pero Williams es un tipo peculiar. Solo dijo, "No le están bateando tan duro". Eso fue el fin de todo. ¿Duro? Hasta la parte baja de la alineación de los Cardenales llevó la bola hasta la cerca. Bob Gibson le bateó jonrón. Williams finalmente sacó a Jim en el sexto inning, con los Medias Rojas abajo 7-1.
Después del juego, Jim lloraba en el dugout. Lo hacía porque pensaba que le había fallado al equipo. Totalmente falso. Le dije: "Jim. No tienes nada de que avergonzarte. Tu nos trajiste aquí, hasta el séptimo juego de la Serie Mundial. Hiciste un tremendo trabajo". Lo decía sinceramente. El muchacho había tenido una temporada magnífica.
Todo ese tiempo estuve pensando cuan bochornoso debe ser para un manager hacerle eso a su as de pitcheo. Nunca dejas que un tipo que lanzó como Lonborg sea zarandeado de esa manera. Yo lo debía saber. Yo había pitcheado. Había sido un buen pitcher, y era el coach de pitcheo de los Medias Rojas. Pero de la forma como Williams me trató, era difícil saber que pertenecía a ese equipo. ¿Por què?. No sé. Es un tipo peculiar.
Williams había estado muy bien en el entrenamiento primaveral. Yo estaba en el segundo de un contrato de 2 años con los Medias Rojas, y Williams, quién había sido un utility en las Grandes Ligas, uno de esos tipos gritones del dugout, estaba en su primer año como manager de un equipo de Grandes Ligas. Me dijo en el campamento: "los pitchers son tu responsabilidad, encárgate de ellos". Luego que empezó la temporada no me dijo ni una palabra. Todo era muy extraño. Varias veces le sugerí algunas cosas, todo lo que recibí fueron respuestas sarcásticas. Puede ser un tipo muy sarcástico.
Después que terminó la Serie fuí a su oficina, había escuchado rumores de que no estaría en el club la próxima temporada. Él estaba con algunos periodistas. Me dijo, "Nos vemos después". Nunca hubo tal encuentro. Me quedé varios días en Boston y me enteré que los otros coaches habían sido contratados para la próxima temporada. No escuché nada de mí hasta que Dick O'Connell, el gerente general, me llamó y me dijo que los Medias Rojas iban a cambiar de coach de pitcheo. No me necesitaban más. Williams me lo pudo haber dicho personalmente. Es lo que hace un hombre. No me hubiera sentido pateado. No sé que razones tuvo para hacer lo que hizo. Habría que abrirle la cabeza para averiguarlo. Lo que sé es que afectó mis posibilidades de trabajar como coach en Grandes Ligas en la temporada de 1968. Para el momento en que supe que no trabajaría con Boston, los otros equipos, particularmente los que tenían managers nuevos, ya habían establecido sus cuerpos de coaches. Estuve fuera de las Mayores por un año.
Estar fuera no es nada nuevo para mí. Jugúe una vez en la Liga Mexicana ¿lo recuerdan? Pero había sido coach para 4 managers de los Medias Rojas, Billy Jurges, Mike Higgins, Billy Herman y Williams. Por mucho tiempo, los Medias Rojas fueron un grupo que se llevaba bien, mas o menos creído, podríamos decir. Teníamos talento pero éramos de la segunda división. Si un tipo era estrella, sacaba a los otros muchachos a derrochar físico. Los Medias Rojas eran tan relajados que los jugadores de otros equipos que les gustaba la diversión pedían ser cambiados a ese equipo. Pero una gran cosa que hizo Williams por ese equipo fue decirle a los peloteros que ellos estaban ahí para jugar béisbol. Parte del problema era la oficina principal que a menudo no cooperaba con el manager. Por ejemplo Herman. Era un buen tipo y uno de los mejores managers de campo con los que trabajé. Pero era muy duro o muy blando para manejar los peloteros. Estaban fuera de control y no había nada que podía hacer para solventarlo. Trató de ser duro con peloteros como Rico Petrocelli y Tony Conigliaro pero eso causo mucho discenso.
Williams tenía buena disciplina. Era muy bueno con los detalles. Apostó mucho a su estilo.
Pienso que dirigió con mucha agresividad en la primera parte de la temporada; luego se fue por el librito, y algunas veces presionó el botón de pánico. En la última serie en Detroit, por ejemplo, tenía las bases llenas temprano, pero no usó un emergente. Los jugadores hicieron un tremendo trabajo, se mantuvieron y ganaron el juego. Luego en la Serie Mundial, Williams deja que Lonborg sea bateado de esa manera. Actuó casi como si no quisiera ganar el juego.
Este año los Medias Rojas no tienen chance. Definitivamente no. Jerry Adair colobaró bastante el año pasado, pero no se puede esperar que tenga otra temporada como esa otra vez. Conigliaro fue vital y ahora no está. Mike Andrews hizo tremendo trabajo, él quiere ganar. Nunca vi a un pelotero hacer el esfuerzo que hizo Yastrzemski, pero no puedes esperar que tenga el mismo tipo de año. Petrocelli debe mejorar, y George Scott es un bateador de .300. Dalton Jones es un tremendo bateador por 10 juegos, luego se vuelve nada. Él estaba caliente en la Serie Mundial pero Williams no lo usó en el último juego. Eso fue un error. José Tartabull debió batear ante Gibson en el séptimo juego, pero Williams puso a jugar a Ken Harrelson, quien no hizo nada.
Pero el pitcheo es el 90% de las victorias, y los Medias Rojas no tienen pitcheo este año. Lonborg fue el mejor y más temido pitcher de la Liga porque golpeo unos pocos bateadores. Pero no estará listo hasta mayo o junio. Hablé con Jim sobre no dañar su carrera. Le dije que se mantuviera en forma, que trabajara en el gimnasio y se cuidara. Entonces leí que había ido a esquiar. ¡Que maravilla! Será muy difícil regresar para él. Se lesionó la pierna izquierda, la que levanta y sobre la que cae. Esta listo para dañar su brazo. Probablemente tendrá que cambiar su estilo de pitcheo.
Gary Bell tiene que cambiar su estilo de pitcheo. Lanza mucho a través de su cuerpo y por eso la curva se le queda adentro. Lee Stange tiene que tener un control perfecto. Tambien tiene que apurar sus movimientos porque es facil de robarle bases. Los Medias Rojas obtuvieron a Ray Culp y Dick Ellsworth, pero si tuvieron una temporada difícil en la Liga Nacional, las cosa no van a ser fáciles en la Americana, Ken Brett es un prospecto muy bueno. Tiene buen carácter. Si no se lastima el brazo, y escucha, debe ser muy bueno. Me gusta mucho. No tiene miedo de hacer lanzamientos quebrados cuando está detrás en la cuenta. Brett necesita trabajar mucho, quizás deba ir a las menores otro año.
Si tengo algo de que enorgullecerme de la temporada de 1967, es de la ayuda que le presté a Jim Lonborg. Tuvo marca de 10-10 en 1966 y luego 22-9 en 1967. La razón de esa diferencia fue que mantuvo la pelota baja y se hizo respetar por los bateadores. Cuando vi a Jim la primavera pasada le dije que tenía suficiente control como para lanzarle adentro a los bateadores. Tenía confianza en sí mismo. Cuando tienes eso puedes alejar a los bateadores del plato.
Jim golpeó 19 bateadores la temporada pasada. Sólo protegía el plato, justificaba su sueldo. Ningún pitcher puede permitir que un bateador haga lo que le plazca en el plato. Cualquier bateador que bateé en zona buena o en foul un lanzamiento afuera, debe aprender que no puede estar tan cerca del plato. Hacer que los bateadores te respeten es una de las maneras de pitchear. Jim aprendió eso.
Cuando yo pitcheaba, sabía eso. Algunas veces lanzaba a la cabeza de los bateadores, pero la mayoría de las veces apuntaba a un blanco por debajo de la barbilla. No trataba de pegarles en la barbilla, porque si lo hubiese querido lo hubiese hecho. Solo quería apartarlos del plato, sacudirlos. Cuando estaba en el montículo, estaba en mi trabajo. No me importaba si mi abuela estaba ahí.
Comencé a hacer que los bateadores me respetaran cuando jugaba en la Liga Cubana de invierno en 1945. Aquella era una Liga muy dura. Yo lanzaba para el Cienfuegos y un amigo franco-canadiense que jugaba con los Bravos, Roland Gladu, tambien estaba en el equipo. El fue golpeado por Herrera, un pitcher del Almendares, nuestro gran rival. Herrera era un zurdo que bateaba a la derecha. Cuando vino a batear lo golpeé en el hombro. Recuerdo que después de eso no pudo lanzar más. Tuve que proteger mi equipo y tuve que proteger el plato. Así son las cosas en el béisbol. Si a alguien no le gustaba lo que hacía en la lomita, él podía devolverme la moneda. Yo no era de esos tipos gritones del dugout que le gritaban al pitcher porque sabía que no tendría que enfrentarlo. Cualquiera que quisiera devolverme la moneda podía intentarlo.
Para mí, un lanzamiento adentro es tan importante como un buen cambio o una curva baja y afuera. Recuerdo un doblejuego contra los Cardenales en 1951, cuando jugaba con los Gigantes. Stan Musial bateó de todo contra nosotros. Leo Durocher estaba furioso en el dugout. "Muchachos, no repitan lo que hicieron hoy". Varias semanas más tarde abrí contra los Cardenales y le dejé saber el mensaje a Musial. Él era el tipo de caballero que comprendía esas cosas. Para golpear a Musial tenías que lanzar medio metro adentro. Lo golpeé en la cadera. Él soltó el bate y fue a primera base sin decir una palabra. Tienes que respetar a un caballero como ese. Musial, por cierto, fue el mejor bateador que enfrenté en toda mi carrera. El jugador más completo era Willie Mays, pero Joe DiMaggio me impresionó también, en lo poco que ví de él.
Además de tumbar a los bateadores, lucía como el tipo capaz de derribar a los bateadores. Decían que tenía una apariencia siniestra. Hablaban de mi barba negra, de lo blanco de mis ojos, la dureza de mi rostro. No puedo hacer nada con respecto a eso. Así soy yo. Nunca me afeitaba antes de un juego porque mi piel era muy sensible al sudor.
La forma como lucía, la forma como lanzaba, todo eso me ayudaba. Sacaba ventaja de todo. Si un bateador lucía algo retirado, con mucha precaución cuando venía a batear contra mí, bien. Me hacía más fácil el trabajo. Cuando un bateador llegaba al plato por primera vez lo miraba profundo a los ojos. Si me decía algo, podía intimidarlo. Si me decía algo más, me sonreía, volteaba hacia el centerfield mientras estrujaba la pelota en mis manos. Mientras frotaba la pelota ese bateador ignoraba lo que yo pensaba. Pero yo tenía una buena idea de lo que había en su mente.
Decían que yo era cruel. No era cruel, era competitivo. Jugaba para ganar. Fuera del parque era un tipo amigable. Me gustaba trabajar con los jóvenes. Me desvivo por los niños. Mi esposa Kay, y yo adoptamos dos niños. Pero cuando pitcheaba, ese era mi trabajo. Así era como ganaba el dinero para mi familia. Cualquiera con otro uniforme era el enemigo, yo estaba ahí para vencer al enemigo. Usualmente lo hacía. Yo era Sal el barbero. Afeitaba el plato y también algunos bateadores. Para mí eso es pitchear. Eso es béisbol.
Cada buen beisbolista sabe eso. Digo buenos peloteros porque algunos renuncian y se rinden. Yo nunca lo hice, ni siquiera cuando era obvio que estaba derrotado. Para mí era una vergüenza tener que salir de un partido, esperar que llegara el relevista y tener que caminar solo hasta el dugout. Pero ni en ese momento me rendía. Pensaba, "la próxima vez, ustedes bastardos, serán los avergonzados".
La peor caminata de todas fue en Polo Grounds. Tenías que caminar desde el montículo hasta el clubhouse que estaba en el centerfield. Todos te miraban por un buen rato. Recuerdo un juego, creo que contra los Cachorros, tenía problemas con mi espalda y me cayeron a palos. Salí del montículo, atravesé los jardines y subí al clubhouse de los Gigantes. Había un fanático recostado de la baranda junto a los escalones. "Epa Sal ¿te puedo hacer una pregunta? Miré al fanático y me dije 'que caray' "Seguro, adelante". Él me dice. "Sal ¿Qué estabas lanzando? ¿Balones de basketball?" Me tuve que reir. Grandes fanáticos los de los Gigantes.
En diez años de lanzar en Grandes Ligas, la mayoría de mis pitcheos estaban fuera de la zona de strike. No lanzaba un strike a menos que tuviera que hacerlo. Los bateadores quieren hacer swing, ellos harán swing a bolas malas. Duke Snider fue un tremendo bateador con los Dodgers, pero nunca tuve problemas con él, siempre comenzaba lanzándole una curva contra el suelo. El hacía swing y ya lo tenía en un strike. Otra curva baja y otro swing. Segundo strike. Para este momento Snider estaba tan desesperado que le haría swing a cualquier cosa. No representaba problema alguno, nunca descubrió lo que andaba mal.
Cuando Snider o cualquier bateador estaba en 0 y 2, lo tenía a mí merced. Dependiendo lo podía ponchar, obligarlo a dar un levadito o a batear un rolling. Yo trabajaba a los bateadores. Ellos eran el enemigo. Una vez en un Juego de Estrellas, Snider me dijo, 'Vamos a lanzar unas pelotas, quiero ver que me estás lanzando'. Me reí y me fuí. ¿Por qué razón tenía que mostrarle algo? El era un Dodger y yo un Gigante. Cualquiera que tuviera letras diferentes en su uniforme era mi enemigo. No me gustan los Juegos de Estrellas porque no es bueno ver a peloteros de distintos equipos hablando, fraternizando. Si un jugador de otro equipo tenía una esposa y ocho hijos hambrientos, o si lo iban a bajar a las menores a menos que empezara a batear, me tenía sin cuidado. En el béisbol no hay amistad. Juegas para mantenerte. En la Liga Cubana había un tipo de la misma contextura de Roy Campanella, se llamaba Robert Estalella. Jugaba en Grandes Ligas. Solía venir a hablar conmigo antes de los juegos. "Caramba Sal, eres un pitcher maravilloso. Tu curva se mueve. Eres grande". Me lo quedaba mirando. Cuando venía a batear le recostaba la pelota y lo tumbaba.
Cuando lanzaba, la única vez que miraba al bateador era cuando éste llegaba a la caja de bateo. Después no lo veía más. Podía distraerme. Me concentraba en el blanco.
Concentración y coordinación, eso es pitcheo. Siempre quería que el catcher trabajara en la esquina exterior del plato. Wes Westrum fue el mejor catcher que me recibió. También era un buen bateador, cuando podía empuñar el bate. Tenía las manos muy golpeadas porque se fajaba con todo detrás del plato. Se que Roy Campanella era muy bueno, pero cuando llegué a los Dodgers ya lo afectaban las lesiones y no se movía muy bien. Westrum era flexible. Con Westrum podías tirar la bola contra el suelo. Podías hacer cualquier cosa. El bateador nunca sabía lo que venía.
Un buen pitcher nunca lanza strikes, no hasta que es absolutamente necesario. Los buenos pitchers saben preparar a los bateadores. Hacen cosas que los fanàticos no ven o entienden. Whitey Ford era muy habilidoso, era un placer verlo lanzar. Joe Horlen, de los Medias Blancas de Chicago es una maravilla. Don Drysdale es un buen pitcher. Sandy Koufax lo fue. Los conocí desde muy jóvenes. Querían aprender. Larry Jackson: Ël no tiene miedo de lanzar adentro. Estos son pitchers pitchers. Algunos tipos prefieren no aprender. Sonny Siebert de los Indios de Cleveland tiene buen repertorio, pero he oido que es un cabeza dura. No hay muchos que tengan la idea de cómo lanzar. Conozco la Liga Americana. De 90, 100 pitchers, quizás haya 10, 15 o 20 que tengan una idea de en que consiste pitchear. El resto no lo sabe o no lo quiere saber.
Preparar al bateador es una destreza, un arte. Cada buen pitcher lo hace a su manera. Digamos que le lanzo a un bateador derecho por primera vez. No lo conozco, así que tengo mucho cuidado. Comienzo lanzándole una curva, baja y adentro. Algunos bateadores se van con el primer lanzamiento, como Bob Allison de los Mellizos, así que ¿para qué lanzarle un strike? El próximo pitcheo puede ser una curva, baja y afuera. Si el bateador le hace swing a las dos, probablemente lo ponga en dos strikes o lo obligue a rodar la pelota. Si no hace swing, la cuenta es 2 bolas sin strikes. Estoy en desventaja pero eso no me preocupa. Tengo control. La mayoría de los bateadores tiene problema con las curvas, ahora lanzo curvas en el medio del plato que rompen en la esquina de afuera. Sigo moviendo la pelota alrededor del plato, mordiendo las esquinas. Llevo la cuenta a 2 y 2. Ahora le lanzo una recta alta y adentro para que haga swing. Podría poncharlo con ese pitcheo. Podría estar ansioso de batear. Si no hace swing la cuenta llega a 3 y 2. Pero ahora lo he apartado del plato, y sé que puedo lanzar mi curva en la esquina de afuera. Strike tres y es out. Que venga el próximo.
¿Qué pasa si el bateador conecta una de esas curvas bajas y afuera? La respuesta es fácil. El bateador no tiene como batear esas pelotas, el próximo lanzamiento que envíe lo sacudirá y lo prevendrá de seguirse encimando. Realmente, nunca traté de recordar que pitcheo usé para hacer out a un bateador. Nunca recordaba la debilidad, pero recordaba la fortaleza, lo que bateó con autoridad. La próxima vez trataba de neutralizar la fortaleza del bateador, su poder.
Recuerdo cuando Goody Rosen me bateó un jonrón en 1939. Fue ante una recta baja y adentro. Aprendí de eso para el futuro. Después de eso siempre le lancé afuera y más nunca tuve dificultades con él. Recuerdo a Ralph Kiner en 1950. Le lancé tres bolas en curva y 2 strikes en curva. Westrum me pidió una recta. Parecía lo indicado, pero Kiner la sacó del parque. Me dije ¿Por qué lanzarle rectas a Kiner? En lo sucesivo le lancé puras curvas y rara vez me molestó.
Un bateador de rectas nunca consigue una de mí a menos que piense que sea el momento adecuado. Johnny Logan, quién jugaba campocorto para Milwaukee, me dijo una vez "Epa, cuando me vas a lanzar la recta?" Le dije, "Cuando me demuestres que puedes batear la curva". Al día siguiente lanzaba contra los Bravos y Logan vino a batear. De inmediato lo puse en 2 strikes con la curva, de repente pensé: este es el momento. Lancé una recta en el medio del plato, Logan estaba tan sorprendido que se quedó mirando el tercer strike. "Eres un bastardo", dijo. Me reí un buen rato.
Pero, excepto ciertas situaciones especiales, nunca se lanza en la zona de poder de un bateador. Fijense en Lou Brock en la Serie. Bateó como loco porque los pitchers de los Medias Rojas le lanzaron puros strikes. Pregúntenle a Dick Williams por qué. Él era el Rey Tut. Con una bateador como ese hay que lanzar alrededor de la zona de strike. Brock no batea así en la Liga Nacional. No debió batear así en la Serie. Los Cardenales casi resultan atropellados por no lanzarle con cautela a Yastrzemski. Debieron haber sido más inteligentes, lanzarle pelotas malas, pero ellos no creían que él era tan buen bateador. Él se los demostró.
Tuve un largo aprendizaje en pitcheo, en la Liga Mexicana, jugando béisbol independiente en Canadá. No llegué a ser un pitcher de Grandes Ligas hasta los 33 años. Lancé un no-hitter cuando tenía 39 años. Tenía confianza en mí mismo. Esa siempre fue mi marca. La gente siempre me decía "Caramba, fue muy malo que estuvieras 4 años fuera. Ahora tendrías un tremendo récord". Creo que mi record esta bien como está, 119 victorias, 62 derrotas, eso es casi .700 en porcentaje. Quizás no habría sido tan bueno si no hubiera ido a México.
Toda mi vida he sido competitivo. Me gustan los deportes. Mi padre fue mi fanático número 1, Él era de Foggia, Italia. Él tenía una venta de víveres en las cataratas del Niagara, donde nací el 26 de abril de 1917. Fui el único varón. Tenía 2 hermanas. Iba a la escuela de la treceava calle, luego a la South Junior High y a la Niagara Falls High School. Había todo tipo de personas en la vecindad, italianos, polacos, judíos. Cada muchacho venía de un hogar donde sus padres querían que progresara. Los Doctores, Odontólogos, muchachos del Club de Oficiales venían de esa vecindad. La competencia era fuerte, pero no era entre nacionalidades. Un año yo lancé, jugué primera y en los jardines para un equipo polaco en su mayoría. Siempre jugaba, si no tenía con quién jugar, lanzaba piedras hacia el río Niagara detrás de la planta eléctrica. Mi madre se preocupaba porque pensaba que yo jugaba mucho. Después de cenar me levantaba de la mesa e iba a la puerta de la calle. Me detenía, si oía a mis padres hablar, sabía que estaba a salvo y salía. O me iba al baño y salía por la ventana. Mi padre me consiguió un trabajo con un barbero, Frank Domonic. Se suponía que debía limpiar el cromo de las ventanas. Fui allí una sola vez, salí por el patio y nunca regresé.
Jugaba en todo tipo de juego. Solían evitar que lanzara pelotas a las muñecas en los carnavales de las cataratas del Niagara. Podían taparme los ojos y aún lanzaba un strike. Siempre me gustó el basketball. Un día de Año Nuevo había un juego de basketball. A un equipo le faltaba un jugador. Abandoné la mesa y fui a jugar. Mi esposa dejó de hablarme por varios días. Establecí una marca local de anotación en la Liga Muny, 61 puntos en un juego, y eso fue cuando los períodos eran de 8 minutos. Después de la secundaria tuve una beca para jugar basketball en la Universidad de Niagara. El entrenador. Taps Gallagher, me quería en el equipo, pero mi familia me necesitaba. Así que fui a trabajar en el departamento de embalaje de Union Carbide, donde mi padre tenía un empleo.
Jugué béisbol semiprofesional. Recuerdo que lancé un juego contra el gran equipo de las Ligas Negras, los Grays de Homestead. Josh Gibson, el catcher, me bateó un jonrón en ese juego. Antes del juego el dijo que iba a hacer eso. Garantizo que que si eso hubiera ocurrido cuando sabía más de pitcheo, él habría mordido el polvo. Después lancé con un equipo semipro contra los Monarchs de Kansas City y derroté a Satchel Paige 1-0. Él dijo: "Ese muchacho debería estar en las mayores".
Pero nunca pensé en las Grandes Ligas. Sólo me gustaba jugar béisbol. Hubo una ocasión en Lockport, N.Y, cuando fui observado en juego semipro por un tipo muy gracioso, Darb Whalen, quién pienso trabajaba para los Dodgers. Después del juego él me dijo: "Muchacho ¿estás estudiando?". Le dije: "Si". El dijo: "Sigue estudiando".
En 1937 gané 17 ó 18 juegos en semipro. Buffalo de la Liga Internacional me observó y firmé con ellos en 1938. Steve O`Neill era el manager. Fue como un padre para mí. Nunca había visto un juego profesional. No sabía nada. En mi primer trabajo como relevista me fui directo al montículo sin calentar. Así de poco sabía. O'Neill me dijo que había que ir al bullpen primero.
Aquel juego fue contra Newark, un tremendo equipo, con Buddy Rosar, Merrill May, Charlie Keller y Mike Chartak. Su promedio colectivo era de .350, cuando entré al juego tenían las bases llenas. No me batearon. Los caminé a todos, excepto a uno que le dí en la espalda. Tenía una gran curva, pero después de 4 ó 5 innings me derrumbaba. Era la inexperiencia. Perdí 2 juegos en un día ante Baltimore.
En 1940 fui al Jamestown de la Pony League. Pedí que me enviaran allí porque no estaba jugando mucho con Buffalo. Dejé marca de 3-4 con Jamestown, el próximo año en Elmira tuve récord de 20-15. Con el trabajo gané confianza. En el béisbol profesional no vas a ninguna parte a menos que trabajes.
Desde el principio trabajé con mi pié en el lado derecho de la goma. Verás lanzadores trabajando desde el medio de la goma, pero si eres derecho y trabajas desde el lado derecho, la bola va hacia el bateador en un ángulo que la hace más difícil de batear. Para hacerlo todavía más difícil, mantenía la pelota en el guante mientras hacía el wind up y lanzaba desde mi uniforme. Eliminaba una cantidad de movimientos innecesarios. Un pitcher tiene que lanzar alrededor de 130 envíos en un juego. Si se estira entre pitcheos. Si se dobla y estira sus hombros, está lanzando el mismo juegos dos veces. Se va a cansar. También aprendí a fijar mi ritmo. Si ganaba 4-0, podía quitarle un poco a los lanzamientos. Si ellos empezaban a batearme, podía regresar con mi fuerza para salir de la situación.
En el dugout siempre estaba pendiente del juego. Observaba a los bateadores. Observaba a los pitchers. Siempre hay algo que aprender. Cuando estaba con los Gigantes en 1951 estaba tan pendiente que podía decir cuando Billy Loes lanzaba recta o curva. Él mantenía la pelota oculta, pero cuando hacía el wind up de la curva pasaba el guante sobre la gorra. Cuando venía con recta pasaba el guante por la visera de la gorra. Eso nos ayudaba a vencer a los Dodgers. Antes de una serie Charlie Dressen se quejó en los periódicos de que los Dodgers no estaban esperando suficientes pitcheos. Leí eso y los caí a strikes. Después, cuando estaba con los Dodgers, agarré las señas que Birdie Tebbetts le daba al pitcher de Cincinnati. No era Tebbetts sino un jugador sentado al lado de él quién enviaba las señas. Eso pasó en una serie, luego Tebbetts cambió las señas.
Nunca usé la bola de saliva, aunque fui acusado de usarla. Sólo tenía una curva terrífica que podía romper de 3 formas distintas. Si hubiera usado la bola de saliva, lo admitiría ahora. No tengo secretos. De hecho no cualquier pitcher puede lanzar la bola de saliva. Para algunos no funciona. Otros la usan mucho. Jack Hamilton de los Angelinos lanza la bola de saliva tres cuartas partes del tiempo. La pelota con la que golpeó a Tony Conigliaro el año pasado fue una bola de saliva. El problema con la bola de saliva es que no sabes hacia donde va a romper.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
lunes, 9 de marzo de 2015
Sport Gráfico y aquella pasión semanal
Podían tener el examen más exigente de bachillerato, amanecer indispuestos, o tener que salir con papá para ayudarlo en una diligencia tempranera, de regreso mis hermanos subían a sus bicicletas y emprendían una endemoniada carrera que única la calle La Florida con la calle Las Flores, justo en la cuadra donde el carro de alquiler bajaba el paquete frente a la librería. Hablaban de la dirección de Monjas a Principal. Edificio Rialto Primer Piso o de Plaza La Estrella. Edificio Titania. Entrada “B”. Tercer Piso. San Bernardino, como si vivieran de toda la vida en Caracas. Y se referían a Delio Amado León, Enrique Hurtado, Francisco Camacho Barrios, Rodolfo Mauriello, Héctor Sepúlveda, Andrés Parodi y todos los colaboradores de la revista como si compartieran con ellos todos los días en las oficinas de la misma.
Sport Gráfico fue un fenómeno en el periodismo deportivo venezolano que complementó la información de las páginas deportivas de los diarios y redimensionó la presencia del deporte en la sociedad venezolana. Desde aquella primera aparición el 24 de febrero de 1965 en formato algo menor a las revistas de la época y con un accesible precio de 1,00 Bolívar, Sport Gráfico encendió el gusanillo de la afición deportiva y el gusto por los reportajes, entrevistas y análisis de calidad.
Edson Arantes Do Nascimento, Pelé, una fotografía blanco y negro, mientras ensayaba una jugada ante el Galicia F.C, ilustraba el primer número de Sport Gráfico. En la esquina inferior derecha decía “…¡Gustavo Gil es mejor que Pete Rose!...” El día que logré hojear aquel ejemplar en mis manos, experimenté la emoción intacta de mis hermanos una tarde de marzo, cinco días después de haber aparecido. Fotografías deportivas en pleno desarrollo y sobre todo los artículos de muchos de aquellos narradores que escuchaban en la radio. Esa tarde había ido a la hemeroteca para realizar una investigación completa de varios períodos cronológicos de un beisbolista y terminé encapsulado en el génesis, o lo que imaginé como tal, de la revista que hicimos una religión, ir cada jueves en la mañana a buscarla a la librería, sin importar si teníamos los tres reales, éramos capaces de comprometer el bolígrafo Parker que papá nos había obsequiado en el cumpleaños, aunque más tarde en el día regresábamos a la librería con la barbilla en el pecho y la cara de papá más afilada que una peinilla a reclamar el bolígrafo. Revisé cada detalle de cómo había empezado todo, Luis Musumeci en la Dirección, Francisco Camacho Barrios en la Jefatura de Redacción, Héctor Sepúlveda Jefe de Información, redactores: Calos Ortega, Rodolfo Mauriello, Ruben Mijares, Omar Buznego. Las oficinas estaban en el Edificio Central de la esquina Ibarras. En algún momento entre julio y diciembre de aquel 1965, Delio Amadeo León sustituyó a Musumeci en la Dirección de la revista y empezaron a llegar otros colaboradores, Luis Aparicio como columnista exclusivo, Ezra Dortolina también reportando el beisbol, Andrés Parodi en futbol, un enjambre de información que me hizo imaginar como serían todos aquellos números que nunca pude apreciar y que ahora intentaba encontrar como había hallado esta joya. Me enteré que en el Museo del Beisbol de Valencia tenían una colección parcial de la revista y por distintas razones se me ha dificultado esa visita, estos cincuenta años de la aparición de Sport Gráfico parecían una excusa más que valedera, más la agitación de esta actualidad se ha convertido en barrera inexpugnable.
Algo en la edición de la revista transmitía el compromiso y la determinación de realizar un trabajo de calidad, desde los textos que parecían creados justo a un costado del diamante beisbolero o detrás de la portería futbolística hasta el ángulo y la nitidez de las fotografías. Esa nitidez nos permitió sospechar hacia mediados de 1974, que Sport Gráfico vivía sus últimos días. Les preguntaba a mis hermanos porque los proyectos positivos tenían corta vida en el país. La única respuesta fue un par de hombros encogidos y una mueca de espantapájaros. Aquel jueves de mediados de mayo intenté decirle a papá que detuviera el Malibú anaranjado frente a la iglesia Santa Inés, solo que tenía pendiente una diligencia en una entidad bancaria. Me dijo que ya tendría tiempo de conseguir aquella revista. Casi saqué medio cuerpo por la ventanilla trasera, en el paraban del quiosco, el rostro del futbolista Gianni Rivera burbujeaba bajo el recuadro con letras blancas en fondo anaranjado de Sport Gráfico. Sobre la chaqueta azul de la selección italiana aparecían sus declaraciones sobre el inminente mundial de Alemania. Me escapé del Malibú y registré como siete cuadras de la calle Mariño y la Bermúdez en dos direcciones, cuando intentaba buscar en la tercera, papá me detuvo con mirada torva y me reclamó porque no lo había esperado en el carro. El resto de la tarde y los próximos días recorrí en vano todos los quioscos, librerías y quincallas. En todas partes me decían: “Eso voló hijo…es que se regó que ese era el último número de esa revista”.
Mis hermanos bromeaban conmigo porque seguía madrugando los jueves frente a la librería, me sentaba en un banco de la Plaza Montes a esperar que llegara el carro de alquiler, a eso de las ocho de la mañana un Ford Fairlane con dos manchas de masilla en el capó frenaba y salía el chofer, sacaba el paquete de El Nacional, el de El Universal, el de Meridiano, me emocionaba cuando templaba un bulto más pequeño y volteaba hacia las hojas secas de la plaza cuando reparaba que se trataba de Gaceta Hipica, desandaba las cuadras por la calle Flores, con muchas portadas en mi espacio visual, el casi no hit no run de Graciliano Parra, la maravilla del Látigo Chavez, los 21 ponches de Lew Krausse, las hazañas de Gene Brabender, Sandy Koufax y el Yom Kippur, los Orioles de 1966, el guante mágico de Dámaso Blanco, la dupla Tovar-Davalillo, el Sueño Imposible de los muchachos cardíacos de Boston, un pitcher llamado Bob Gibson, la medalla olímpica de Morochito Rodríguez, los estacazos de Clarence Gaston, la consagración de Enzo Hernádez, los Milagrosos Mets, la aspiradora de Brooks Robinson, la Serie del Caribe de 1970, el Mundial de Futbol México ’70, el campeonato nacional de Beisbol Juvenil de Cumaná en agosto de 1970, las hazañas de Mark Spitz y el septiembre negro de los Juegos Olímpicos, aquella fractura en el tobillo de David Concepción, la dinastía de los Atléticos de Oakland. De pronto tenía una gran investigación arqueológica de la que no quería salir para evitar la ausencia de aquel último número. Tenía el consuelo de todos aquellos ejemplares acumulados, los guardaba con celo bajo la cama. De vez en cuando escuchaba a mamá quejarse que esas revistas viejas solo traían cucarachas y chiripas. La miraba con ojos a punto de lluvia, intentaba decirle que esas revistas significaban mucho para mí, solo bajaba la cabeza y salía del cuarto. El hecho me sorprendió regresando de unas vacaciones de Cumaná, corrí a meter la mano bajo de la cama, quería sumergirme en otra expedición arqueológica, pero no tocaba nada, me lancé al piso y buceé hasta el fondo del polvo acumulado, solo había telarañas y el frío del granito. Allí me quedé sollozando el resto de la tarde.
Alfonso L. Tusa C.
lunes, 2 de marzo de 2015
Dwight Evans. Individuo del Salón de la Fama. (Lo que un padre es capaz de hacer por un hijo).
David Laurila. 13-12-2011.
Dwight Evans es uno de los jugadores más queridos en la historia de los Media Rojas de Boston. Conocido por su clase y dignidad casi tanto como por lo que hizo en el terreno, el hombre conocido afectuosamente como “Dewey” jugó más juegos con el uniforme de los Medias Rojas que nadie, excepto Carl Yastrzemski. Miembro de los equipos plagados de estrellas de 1975 y 1986, él también jugó en algunos de los juegos más memorables de Boston.
Un bateador subestimado en buena parte de su carrera, Evans bateó .272/.370/.470, con 385 jonrones, nadie bateó más extrabases que él en la década de los ’80. Ampliamente reconocido como el mejor jardinero derecho defensivo de su época, ganó ocho guantes de oro. Bill James lo ha llamado “uno de los peloteros más subestimados en la historia del béisbol”.
Tan bueno como fue entre las líneas de cal, sus números se comparan favorablemente con los de varios peloteros inquilinos de Cooperstown, Dwight Evans ha sido un mejor esposo y padre.
Evans habla de la atrapada (1975)
“Era el úndécimo inning, y Ken Griffey estaba en primera base. Para ese momento, él era probablemente el tipo más rápido del beisbol. Joe Morgan está al bate, yo me imagino todos los escenarios: ‘¿Que tal si la batea sobre mi cabeza? ¿O si la batea entre dos?’ Pienso que puedo tener que meterme en la tribuna para atrapar la pelota, porque si perdemos, no hay mañana. Todos esos escenarios pasan por mi cabeza”.
“Todas las grandes jugadas en realidad se hacen en la mente antes de realizarlas en tiempo real. Tienes que anticipar. Un jugador como Ozzie Smith, con todas las grandes jugadas que hizo, pensaba en hacerlas antes de que ocurrieran. Eso es lo que yo hacía en el right field”.
“Cuando Morgan bateó la pelota, esta vino directo a mí, pero sobre mi cabeza. Normalmente una bola como esa empezará a curvear hacia la línea del right field, yendo desde mi derecha hacia mi izquierda, por eso siempre iba un poco hacia la línea cuando corría atrás. Esta pelota no curveó”.
“Cuando reviso las repeticiones, veo que la bola estaba sobre el plato pero afuera. Si hubiera estado más en el medio, el la hubiera enganchado, pero no lo hizo. La bateó de frente y la bola se mantuvo recta. Me volteo y veo la línea del right field, corro hacia atrás, y la pelota no está curveando, en realidad está detrás de mí. He ido muy lejos”.
“Si 10000 pelotas fueron bateadas hacia mi en el right field, 9997 de ellas curvearon hacia la línea. Esta se mantuvo recta. Solo hubo dos tipos con los que me ocurrió eso. Uno fue Tony Oliva, su batazo fue hacia el otro lado, hacia el center field. El otro fue Cecil Cooper. Esas fueron las únicas pelotas que fueron bateadas hacia mí como esta”.
“Voy hacia atrás, la pelota está detrás de mí, y la pierdo de vista. Perdí la pelota. Salté y lancé el guante detrás de mi cabeza. Por eso lucía tan torpe. La perdí por una fracción de segundo. Ese es un momento de terror en la mente de cualquier pelotero. De alguna manera, la pelota cayó en mi guante. Estaba sorprendido. El catcher de reserva de los Rojos, Bill Plummer, estaba en el bull pen del visitador, y dijo que la pelota hubiera aterrizado a dos o tres filas en la tribuna. La cerca por ese lado es baja, como de un metro de altura, y él dijo que la pelota habría pasado por encima de esta si yo no la atrapo”.
“Luego de atrapar la pelota, me volteé para lanzarla. Recuerdo que Fisk fue entrevistado luego de batear su jonrón en el duodécimo inning. Ellos preguntaron ‘¿Qué te pareció la atrapada de Evans?’ El respondió, ‘Si, fue una gran atrapada, pero el tiro fue defectuoso’.
“Mientras giraba, lo primero que miré fueron las luces. Fue como ver el sol por una fracción de segundo, como un flash repentino en los ojos. Lancé desviado hacia primera base como por siete metros. Yaz atrapó la pelota y se la pasó a Rick Burleson, quién vino a cubrir primera base. Fue un dobleplay. Fue una gran jugada. No fue la mejor atrapada que hice, pero fue la más importante de mi carrera”.
Sobre Bill Buckner y el jonrón de Hendu (1986)
“Estabamos muy confiados para el séptimo juego. Habíamos dejado atrás el sexto juego. No había ni un pensamiento distinto a que nos preparábamos para otro juego, un juego que queríamos ganar a toda costa”.
“Bateé un jonrón en el segundo inning, ante Ron Darling, para irnos adelante 1-0. Fue un bombazo que sobrevoló todo entre left-center. Luego, despaché un largo doble sin outs en el octavo inning para empujar dos carreras. Todavía estábamos abajo 6-5, pero yo representaba la carrera del empate y estaba en posición anotadora. Entonces Rich Gedman bateó una línea hacia el segunda base. Le pegó duro, pero no me permitió avanzar; seguía atascado en segunda base. Don Baylor era el siguiente en el turno y bateó un elevado que me hubiera remolcado fácilmente, para igualar el juego, si hubiese estado en tercera base. Me congelé en segunda base y ellos terminaron ganando el juego y la serie”.
“Después, cuando yo viajaba, la gente se acercaba y decía que gran Serie Mundial fue esa. Al principio, yo pensaba, ‘¿Qué están ustedes, locos?’ Pero a medida que pasó el tiempo y fui capaz de mirar eso desde una perspectiva diferente, fui capaz de apreciar como fue para los aficionados del beisbol, los aficionados de otros equipos diferentes de los Medias Rojas y los Mets, ver esa remontada en el sexto juego, y entonces aquel excitante séptimo juego. Fue una serie fenomenal.
“El sexto juego fue como el quinto de los play offs de la Liga Americana, cuando vencimos a los Angelinos. Eso fue cuando Dave Henderson descargó un jonrón salvador con dos outs en el noveno episodio. Recuerdo haber visto (al antiguo cátcher de los Angelinos) Bob Boone aquel invierno. Bob dijo que estaba viendo el juego por TV cuando la pelota pasó entre las piernas de Bill Buckner, y el saltó y gritó, ‘¿Cómo se siente eso ah? ¿Cómo se siente eso?’ Lo que nos ocurrió a nosotros fue lo que les pasó a ellos. Ellos habían estado a un out de ganar. Así como a nosotros nos mató perder con los Mets, a ellos los mató perder con nosotros, especialmente por la forma como ocurrió”.
“Para mí, el jonrón de Dave Henderson fue más importante que el de Carlton Fisk. Mucho más importante. Íbamos a quedar fuera de la serie. El jonrón de Bernie Carbo fue más importante que el de Fisk. No estoy quitándole nada a Pudge. Su jonrón fue grande, fue para ganar un juego, pero el juego estaba empatado. El jonrón de Carbo llegó en el octavo inning cuando perdíamos por tres carreras. Fue inmenso. Fue el jonrón más largo que ví, justo delante del de Fisk”.
“Cuando Henderson bateó su jonrón, la policía del estadio nos había sacado fuera del dugout. Nos habían empujado hacia el pasillo. Veíamos a Dave Henderson batear a través de las piernas de los policías del estadio. Él bateaba fouls pitcheo tras pitcheo contra Donnie Moore, quién se suicidó pocos años después. Fouleaba tenedores cortantes, envíos difíciles, y entonces conectó uno para salvar el juego. Había 65000 personas en el estadio y ellos estaban eufóricos y listos para saltar al campo. Para ellos era como si todo se hubiese acabado. Había dos outs, dos strikes, y su relevista estrella en el montículo. Entonces ¡bam! Henderson engancha una y estamos de vuelta. Ganamos en extra inning, luego regresamos a Boston y ganamos los próximos dos fácilmente. Ese, para mí, es el jonrón más grande que vi”.
Sobre el jonrón espiritual (1982)
“Mi hijo, Tim, tiene una enfermedad llamada neurofibromatosis. Él ha tenido 40 cirugías mayores y una de ellas ocurrió en 1982 cuando él tenía 12 años de edad. Estábamos en el hospital, donde él había pasado por una cirugía de seis o siete horas, y luego de recuperarse fue llevado a la habitación. Él estaba mareado, casi inconsciente, pero alerta de las cosas y capaz de comunicarse. Le dije, ‘Tim, tengo que ir al estadio. Te amo y hablamos después, nos vemos después del juego’. Entonces lo besé en la frente”.
“Cuando llegué a la puerta, el dijo, ‘Papá ¿me puedes hacer un favor?’ Le respondí, ‘Seguro, Tim ¿Qué quieres?’ El dijo, ‘¿Puedes batear un jonrón para mí esta noche?’ Yo odiaba decir que sí, porque obviamente eso no es fácil, pero regresé a su cama y le dije, ‘Tim, batearé un jonrón para ti esta noche’. Me despedí y regresé a la puerta, él dijo, ‘Papá, ¿puedes hacerme otro favor?’ Le dije, ‘Seguro, Tim, ¿qué es? Él dijo, ‘¿Puedes batear dos jonrones para mí esta noche?’ Ahora no sabía que decir. No había estado seguro de que debía haber prometido uno, y ahora él me pedía dos. Me tenía que ir al estadio, así que le dije, ‘Tim, batearé dos jonrones para ti esta noche’”.
“Esa noche, él y Susan, mi esposa, vieron el juego en el hospital. Él dormía y despertaba, Susan le dijo, ‘Tim, tu papá acaba de batear para ti un jonrón’. Dos veces. No me percaté de lo que había hecho hasta después del juego. Cuando estás en el momento, y estás enfocado en el juego, no piensas en, ‘Caramba, bateé un jonrón, y fue para Tim’. Pero después del juego, me di cuenta de lo que había pasado. Si hubo algún momento espiritual en mi vida, fue ese. Yo sabía que alguien había estado mirándome”.
“Cuando regresé al hospital, él todavía se dormía y despertaba, pero muy feliz de que yo hubiese bateado dos jonrones. Yo probablemente estaba más feliz. Algunas veces deseo que él me hubiese pedido batear un jonrón mil veces”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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