viernes, 8 de abril de 2016
Mi papa y los Yanquis.
Stacey Gotsulias. 19 de enero de 2016. The Hard Ball Times.
La noche del jueves 25 de septiembre de 2014, me dirigí a la estación de la calle 86th en Lexington Avenue en Manhattan, lo cual para ese día, se había convertido en rutina para mi. Mi hogar por las dos semanas previas había sido un hermoso apartamento, en un bien mantenido edificio de la calle 89th. Había pasado ese tiempo cuidando los gatos de unos amigos quienes viajaban fuera del país. Aquella era mi última noche con los felinos antes de ser relevada de mis deberes el próximo día.
Mi viaje, considerado breve por la mayoría de los manhattanienses, era solo de dos paradas del metro y una caminata de cuatro cuadras de la avenida. Mi destino era la habitación 8-537 de la unidad de quemaduras del Weill-Cornell Medical Center. Esa había sido mi rutina desde finales de agosto cuando mi padre fue ingresado al hospital luego de desarrollar el síndrome Stevens-Johnson, un raro y a veces fatal desorden de la piel que causa una erupción que se extiende y supura. Eso afecta la piel y las membranas mucosas, así que el interior de la boca, garganta y naríz también puede llenarse de ampollas. Es extremadamente doloroso y debido a que el caso de mi padre era muy severo, hubo que entubarlo y le practicaron una traqueotomía para que pudiese respirar.
Para mediados de septiembre, mi padre se había recuperado completamente del SJS. De hecho, había desarrollado una piel nueva. Cada lugar afectado por las quemaduras estaba curado y él lucía en su mejor forma en mucho tiempo, pero desafortunadamente tenía dificultades con una neumonía que había contraído en el hospital y estaba teniendo momentos difíciles tratando de controlarla. Los pulmones de mi padre estuvieron comprometidos por décadas de fumar y cada vez que los médicos reportaban que la neumonía desaparecía, reaparecía con venganza.
Mientras avanzaba por la calle 68th y me acercaba al hospital, miraba hacia el cielo, me aliviaba ver que había aclarado porque no era solo una noche ordinaria de visitar a mi padre en el hospital. Era la noche del último juego en casa de Derek Jeter. El tiempo había estado nublado casi todo el día, y las personas temían que el juego pudiera ser retrasado o peor aún, suspendido.
Cuando llegué a la acera del hospital, miré hacia la ventana de la habitación de mi padre, la cual se podía ver mientras avanzabas en la entrada principal de Weill-Cornell. Usualmente cuando miraba hacia arriba, veía a alguien parado en la ventana con un uniforme amarillo, o veía el bolso de mi mamá en el alfeizar de la ventana. Esa noche solo vi algunas almohadas y sábanas adicionales.
Sonreí y dije “Hola”, mientras mostraba mi tarjeta de identidad a los guardias de seguridad en la recepción y avancé a través del laberinto de pasillos, porque ¿Quién mejor para ver el último juego de Derek Jeter en casa que el hombre quien me introdujo y ayudó a que me enamorara del beisbol y de los Yanquis de Nueva York?
No estoy segura de cuantos años tenía cuando empecé a ver deportes por televisión, pero pienso que estoy en lo cierto al asumir que era extremadamente pequeña, tanto como de semanas o meses de nacida, y todo por culpa de mi papá. Yo era la primogénita, la hija de papi, así que cualquier cosa que veía papi, yo la veía. Eso incluía programas como Barney Miller, Chico and the Man, Sanford and Son y All in the Family, y eso incluía los deportes de Nueva York. Todos. Porque aunque las alianzas de mi papá estaban con los Yankees, Giants, Rangers y Knicks, él también veía a los Islanders, Jets, Mets y Nets (entonces de Nueva York y de la American Basketball Association). Veíamos hasta Bowling for Dollars juntos. Si estaban pasando algo relacionado con deportes, golf, carreras de caballos, futbol, bowling, etc., encontrabas a mi papá viéndolo. Y mientras yo aún veo casi todos esos deportes como adulto, ninguno de ellos capturó mi corazón, o nos vinculó tanto como el beisbol.
Cuando nací, en agosto de 1974, el hogar era un apartamento de pre-guerra de una habitación en la parte alta de Manhattan. Papá trabajaba en New York Telephone y mama trabajó, hasta pocas semanas antes de mi nacimiento en la oficina de negocios de City College. Por aquellos primeros meses, viví en la habitación de mis padres, así que estuve expuesta a los deportes desde bien temprano.
Nueve mese después, en mayo de 1975, nos mudamos a un apartamento más grande en el mismo edificio, fue allí donde floreció mi amor por los deportes.
Mi primera habitación era verde Kelly, y debido a que era muy pequeña para ese momento, no recuerdo la mudanza hacia el apartamento del primer piso, pero recuerdo esa habitación porque viví ahí hasta que tuve cuatro años de edad. Tenía una esquina de ventana la cual dominaba la entrada trasera de la recepción del edificio y la calle West 215th. También se veía el puente Henry Hudson, y más allá en la distancia, las Palisades y Nueva Jersey, pero solo si te sentabas en el lugar correcto, en la esquina de la ventana.
Menciono esto porque mi cuarto estaba al lado de la sala. En vez de servir como comedor, el espacio fue convertido en una segunda habitación. Tenía dos puertas, una que llevaba a la cocina naranja zanahoria estilo años ’70 y la otra que tenía dos escalones que bajaban a la no tan brillante sala beige.
Recuerdo estar acostada despierta en la noche y oir ruido de multitud desde el televisor.
A veces papá se retiraba hacia su habitación para ver el televisor sin despertarme, pero otras veces se recostaba en el sofá o se sentaba en la silla reclinable de cuero negro y lo veía desde la sala. Ocasionalmente me sentaba con él en esa silla reclinable, en su regazo. Debido a que era tan pequeña, solo veía retazos de juegos cuando eran nocturnos. A medida que crecí, el tiempo que pasamos juntos viendo deportes aumentó y me empezó a gustar lo que veía.
Papá jugaba softbol con sus amigos de la compañía telefónica cuando aún vivíamos en Manhattan. Había un parque al cruzar la calle desde nuestro apartamento y había varios campos, así que lo veía jugar en blue jeans, o dungarees como le gustaba llamarlos, y sus Pumas. Usualmente lanzaba, con una lata de cerveza al alcance.
El amor de mi papa por el beisbol empezó cuando era niño, creciendo en el Bronx. Sus padres eran inmigrantes griegos quienes fueron a Estados Unidos porque eso era lo que todos hacían en aquellos días. Mi Papou y Yia Yia están inmortalizados por siempre en Ellis Island; sus nombres están grabados en piedra a la vista de los visitantes. Nunca conocí a mi Yia Yia; ella falleció en 1965 cuando papá estaba con la armada en Fairbanks, Alaska, nueve años antes que yo naciera y dos años antes que mis padres se conocieran. Solo tengo memorias vagas de mi Papou, quien falleció en 1980 cuando yo tenía cinco años.
Papá asistió a su primer juego a finales de los años ’40 e iba a juegos de los Yanquis y Gigantes mientras crecía. Su homónimo, mi tio abuelo Gus, era un fanático acérrimo de los Gigantes de Nueva York y llevaba a mi padre a Polo Grounds con la esperanza de convertirlo en fanático de los Gigantes, pero el corazón de mi padre siempre permanecería con los Yanquis. Él nos contaba historias de cómo mi Yia Yia le preparaba una bolsa con almuerzo para que tuviese algo de comer mientras se sentaba en las gradas de Yankee Stadium de niño.
Al crecer, mi hermano James y yo estábamos asombrados del conocimiento casi enciclopédico de papá acerca del juego. No solo de las particularidades del deporte, sino de los equipos y peloteros. Nos gustaba mucho mencionar peloteros de los años ’50 y ’60 porque mi padre no solo diría, “Lo recuerdo”, agregaba detalles de los equipos para los cuales jugó y por quién fue cambiado junto con su posición y a que mano bateaba o lanzaba. Era Beisbol-Reference antes que este existiera.
A papa también le gustaba molestarme por ser el único miembro de mi familia inmediata en haber nacido en un año cuando los Yanquis no ganaron la Serie Mundial, él nació en 1941, mi mamá en 1947 y mi hermano en 1978. Especialmente le gustaba molestarme porque no solo nací en un año cuando los Yanquis no llegaron a los playoffs, 1974, sino que nací en una de dos temporadas cuando ellos jugaron en Shea Stadium porque Yankee Stadium estaba en proceso de renovación.
Esa molestadera llevó a una pieza que escribí hace pocos años acerca de mi familia, tios, tías, primos y abuelos incluidos. Yo quería ver cuantos de ellos nacieron en un año cuando los Yanquis ganaron la Serie Mundial. La cosa más divertida fue que no le dije a mi padre que estaba escribiendo la pieza y cuando le pregunté en que año había nacido su hermana Tina, el contestó, “1939. Los Yanquis ganaron la Serie Mundial”. Típico de papá. Ladeé la cabeza, sonreí y seguí escribiendo.
En 1983, cuando faltaban tres semanas para mi noveno cumpleaños, mi papá finalmente me llevó a Yankee Stadium. Recuerdo estar irritada porque le había tomado tanto tiempo llevarme a un juego de beisbol y sentí, aún entonces, que si yo hubiese sido un niño, me hubiera llevado a un juego mucho antes. Pero ese sentimiento se disipó en el momento de entrar al estadio. Ver un estadio en persona está a mundos de distancia de verlo en una pantalla de televisión. Los colores son mucho más vivos en la vida real, el verde del campo parecía esmeralda y las paredes acolchadas azules son casi ultramarinas, y el olor punzante de cotufa y perros calientes, pero no de manera negativa. Está ahí, flotando en el aire para hacerte saber que estás en un estadio de beisbol.
Fuimos a un doble juego ese día caliente de verano. Los Yanquis jugaban contra los Azulejos de Toronto y yo estaba emocionada porque finalmente veía beisbol en vivo y porque mi papá también invitó algunos de mis amigos, incluyendo el niño con quien tenía un enfrentamiento. Los Yanquis barrieron, Ron Guidry lanzó un juego completo en el primer desafío y hablamos con Dave Winfield en el intermedio y esa experiencia inició mi escarceo amoroso con los Yanquis de Nueva York, el cual ha durado mucho más que cualquier otra relación de mi vida.
No me permitían jugar beisbol o softbol cuando era niña porque nací con dificultades oculares. Tengo visión monocular. Mi ojo derecho domina mi ojo izquierdo y eso causó que mi ojo izquierdo se hiciera torpe. Agréguese el hecho de que soy derecha, tener una pelota lanzada hacia mi cuando mi ojo izquierdo apenas podía verla habría sido una receta desastrosa. Mi madre me imaginaba siendo golpeada todo el tiempo. Pero eso no privó a mi papá de darme un guante de beisbol, comprarme juegos de barajitas de beisbol, y jugar a lanzar la pelota conmigo de vez en cuando.
En vez de jugar beisbol o softbol, yo asistía a muchos juegos de pequeñas ligas porque papá era entrenador. Entrenaba a mis amigos y eventualmente a mi hermano cuando tuvo la edad para jugar. Mi papá no era el entrenador más paciente. Sus gritos eran muy infames, pero hacía a los muchachos mejores jugadores y hasta este día, los muchachos que mi papá entrenó hace todos esos años todavía hablan de cómo les bateaba roletazos con un cigarrillo encendido en su boca.
Una vez que me llevó a mis primeros juegos, papá siempre hallaba la forma para que fuéramos al estadio. En un juego del siguiente verano, le había propuesto a mi amiga Theresa para gritarle, “¡Don amamos tus nalgas!” a Don Mattingly mientras él cubría primera base. Nuestros asientos estaban justo detrás de primera base, así que definitivamente él nos oyó y hasta volteó ligeramente en nuestra dirección. Estaba probablemente horrorizado ante las palabras de dos niñas que admiraban su trasero. Tan pronto como lo hicimos, me puse tensa porque imaginé que mi papá empezaría a gritarme. En vez de eso, agitó la cabeza y rió. Como lo hizo la mayoría de los adultos de nuestra sección.
Mi relación con mi papá evolucionó a medida que crecí. Teníamos los altibajos usuales como la mayoría de padres e hijas, especialmente durante mis años adolescentes, y no eramos tan cercanos como cuando yo era pequeña, y nunca coincidímos en política en mi tráfago hacia la adultez, pero aun a través de esos tiempos duros, y ocasionales discusiones caldeadas, teníamos al beisbol para acercarnos.
Un martes en la tarde de 1996, él llamó a casa para preguntarme si quería ir al juego de los Yanquis esa noche. Yo había regresado de clases y estaba agotada física y emocionalmente después de la semana de exámenes finales. No tenía actividad en mi trabajo en un campo de golf hasta más adelante en la semana y apenas había salido de mi habitación los dos días que estuve en casa. Le dije que no estaba segura de querer hacer algo. Él me dijo que no tenía que decidir en ese momento. Que el llegaría a casa del trabajo y si yo quería ir al juego, iríamos.
A las 5:30 de esa tarde decidí que si, me gustaría ir. No había ido a un juego de beisbol en toda la temporada y tampoco había visto ninguno por televisión mientras me fajaba en la escuela, solo los resúmenes de ESPN.
Esa noche era 14 de mayo de 1996. Terminamos presenciando el juego sin hits ni carreras de Dwight Gooden. Fue una manera muy agradable de regresar a ver beisbol en vivo luego de un largo paréntesis.
Hasta el día de hoy, les digo a todos que estar en el estadio esa noche fue como ver una película. Casi no parecía real. Veía como los compañeros de Gooden lo llevaban en hombros; él levantaba sus brazos en el aire y aún se sentía como si lo estuviera viendo en una pantalla en otra parte. No podía creer lo que habíamos experimentado. Luego de unos momentos, mi papá, quién estaba parado a mi derecha se volteó hacia mi y dijo, “¿No estás feliz de haber venido? Recuerdo mover la cabeza varias veces antes de ser capaz de replicar, “Si”.
Papá y yo tuvimos unos cuantos momentos de beisbol juntos. Algunos fueron divertidos. Como la vez durante la serie de campeonato de la Liga Americana de 2004, antes del infame colapso, cuando estaban presentando la obra de teatro “Lean Back” de Terror Squad, Fat Joe y Remy y le dije, “Papi , inclínate hacia atrás”. Le mostré que hacer y luego de unos momentos de confusión temporal, él me imitó. Desafortunadamente, eso fue antes de la llegada de Youtube y la memoria de eso solo existe en mi mente, pero puedo garantizar que si usted hubiese visto a mi padre griego de 63 años inclinándose hacia atrás, se habría cuajado de la risa.
Algunos momentos estuvieron cargados de nervios, como, todos los otros juegos de playoff que presenciamos juntos. Mi favorito de esos juegos fue uno al que asistimos solos, cuando mi hermano todavía estaba en la escuela.
Papá me había llamado al trabajo y me preguntó si quería ir al juego de esa noche. Para algunas personas, esa sería una típica noche de lunes de octubre, pero para los fanáticos de los Yanquis, sería una noche de lunes de nauseas y arrancarse los cabellos porque verían a su equipo en un quinto juego de vida o muerte contra los Atléticos de Oakland en la serie divisional de 2001.
Pocos días antes estábamos en el estadio para el segundo juego con mis dos primos. Fue la noche que el Presidente Bush informó a la nación acerca de lo que estaba pasando en Afganistán y mostraron su discurso en la pantalla Diamond Vision del right center field. Miramos con incomodidad como nuestro Presidente hablaba acerca de atacar a los enemigos y las cosas no mejoraron para nada, porque Oakland tomaría una ventaja de 2-0 en la serie, de regreso a la bahía. Bien, yo estaba incómoda y desilusionada, pero papá no. Él creía que los Yanquis ganarían la serie.
Vimos los dos próximos juegos por TV, papá en el sofá y yo en la silla frente a él en nuestro estudio. Esas eran nuestras posiciones típicas. También vimos por televisión el juego sin hits ni carreras de Jim Abbott ocho años atrás desde esas posiciones. Cuando Derek Jeter hizo “la jugada”, fue solo la segunda vez en mi vida que había visto a mi padre saltar de su silla mientras veía un evento deportivo. (La primera vez fue en mayo de 1993 cuando John Starks hizo una clavada ante los Bulls de Chicago). Mi papá, de nuevo, luego que Jeremy Giambi fue decretado out, proclamó, “Los Yanquis definitivamente van a ganar la serie. Oakland está listo”.
Aquella tarde de lunes de octubre, yo sonreía mientras levanté el auricular de mi teléfono en el trabajo y antes que pudiera terminar de decir, “Hola papi”, el me preguntó. “Hey Stace, ¿Quieres ir al juego de esta noche?”
En un día normal de temporada, yo habría saltado ante la oportunidad y dicho si en milisegundos, pero este era un juego de vida o muerte. Si los Yanquis perdían, se acababa la temporada. Y ¿quería yo estar en Yankee Stadium, rodeada de extraños mientras lloraba porque mi equipo había perdido? Por otro lado si los Yanquis ganaban, avanzarían a la serie de campeonato de la Liga Americana y sería la primera vez que los vería ganar una sería de playoff en persona.
Era una encrucijada. Y mientras pueda parecer que me tomaría 10 minutos contestarle, en verdad solo me tomó cerca de 10 segundos. Nos encontramos en el bate a las 6:30. El bate es un tubo de escape de cuarenta metros modelado a partir de un Louisville Slugger ubicado fuera de la entrada principal en el estadio viejo y servía como punto de encuentro para todos.
Los Yanquis ganaron el juego esa noche y avanzaron para jugar ante los Marineros de Seattle en la serie de campeonato de la Liga Americana. Siempre atesoraré mis memorias de ese juego porque estábamos solo mi papá y yo, como cuando yo era pequeña. Como era usual, el era agradable, calmado y comedido a través del juego; mi opuesto polar. Mientras él se mantenía reasegurándome que los Yanquis ganarían, yo oscilaba adelante y atrás casi todo el juego. Estaba tan nerviosa que hasta desperdicié una oferta de maní, lo cual rara vez hacía. Siempre envidié la habilidad de mi papá para siempre creer que los Yanquis ganarían sin importar lo que tuvieran en contra. Yo no heredé ese gen.
Me fui del hospital después de ver el sencillo de Jeter para ganar el juego repetido varias veces y me fui al apartamento, donde vi el juego otra vez y estuve despierta hasta tarde.
Mi pobre papá tuvo fiebre esa noche y apenas duró hasta el segundo inning. Llegó a ver el doble de Jeter en el primer inning y señaló hacia el televisor cuando Jeter llegó quieto a segunda. Sostuve su mano mientras él dormía y miraba el juego.
En un momento durante los últimos innings del juego, papá despertó y miró un poco agitado. Trató de arrancarse el tubo de la traquea y tuve que ajustárselo porque la enfermera que le asignaron no podía ser encontrada. Le dije que no podía hacer eso porque el tubo lo ayudaba a respirar y el me miró, sonrió levemente, y entonces pestañeó un par de veces. Entonces se relajó, se recostó, puso su cabeza en la almohada y se durmió.
Fue la última vez que hicimos contacto visual.
La mañana siguiente, antes que yo llegara al hospital, mi papá colapsó. Los doctores fueron capaces de traerlo de vuelta, pero nunca sería el mismo. Nunca supimos hasta pocos días después que el daño cerebral sufrido era catastrófico e irreversible. Nunca fue mi papá de nuevo y teníamos la decisión de mantenerlo vivo de esa manera, o dejarlo pasar a mejor vida. Y justo más de una semana después que vi el último juego de Derek Jeter en casa, veía como el hombre que me introdujo en el beisbol tomaba su último aliento en ese mismo hospital, el 3 de octubre de 2014 a las 6:48 pm. Fue pacífico, tranquilo, y de una manera hermoso. Fuimos capaces de estar con él y sostener su mano durante sus últimos momentos en la Tierra. Falleció rodeado por su esposa, hijos, hermana, una de sus sobrinas y uno de sus sobrinos.
Pocos meses antes de que él falleciera, caminé hacia mi papá temprano una mañana dominical, con mi laptop en mano y le mostré la página principal de beisbol de un portal deportivo. Me habían asignado un artículo la noche anterior y fue publicado mientras él dormía, “¿Alguna vez pensaste que verías nuestro loco apellido griego en ESPN?” Él sonrió y yo dije, “Gracias”. Me preguntó porque le estaba agradeciendo y le dije, “Es por ti que estoy tan loca por el beisbol, y eres la razón de que escriba acerca de eso”. Él agitó su cabeza y dijo, “Nah, todo se debe a ti”.
No, papi, todo se debe a ti.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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